Homenaje a Miguel Delibes por Carmen Martínez (1).

PIÑONEO DE CODORNIZ


El pabellón de caza está encajado en una extensa dehesa, de nombre “El robledal sagrado”. Es un edificio de planta irregular y encalada fachada, contiguo a la casa de los guardeses, engarzado en medio de un vasto monte, poblado por milenarias encinas, pinos y quejigos. Forestal vegetación circundada por tierras destinadas al cultivo de la viña y el cereal y al pastoreo.

La verdad es que me pregunto por qué mi compañero de cacería lo llama pabellón; sólo es un simple cuarto de cuyas paredes cuelgan carteles de escenas campestres. Una pareja de águilas grabadas en el vidrio del amplio ventanal son los únicos animales que vigilan el aislado edificio. No hay partes separadas del tronco engalanando el interior; un animal, dice, ya que lo conducimos a la muerte, debe partir de la tierra que habitó con la misma dignidad que el hombre y no servir de alfombra que pisar o de adorno que lucir. Los trofeos colgados más que emocionarle le ofenden como animal. Sólo vería bien esta práctica, comenta a cualquier cazador aventurero que quiera oírle, si pasaran por las manos del taxidermista cazador y perro y sus cabezas colgaran en guarida de lobo o en cueva de oso.

Mi socio se afana en limpiar la escopeta que, por un tropezón indeseado, ayer cayó con él a la acequia. Es una tarea de la que disfruta; el arma es para él como un delicado violín. Sirven de trapos viejas camisetas de algodón; minuciosa limpieza para evitar que se forme óxido, por el agua que haya podido quedar después de poner boca abajo los cañones, y se bloqueen las agujas percutoras. Esmero en la tarea y unas gotas de aceite dejarán el arma presta para el próximo disparo. Aunque los tiros cada vez son menos frecuentes; nos hacemos viejos y con los años se valora más la existencia de cualquier cosa creada. Ya no acudimos a los ojeos que se celebran y desde hace dos años nos hemos retirado de las batidas en el campo.
 
Ahora aprovechamos los días de primavera, bien al alba o al sol, para cazar al engaño en el coto; bocadillo para calmar la “gusa”, paraguas por si acaso, agreste caminar y paciencia en el morral.

Bueno; cazar, cazar, no cazamos. Disfrutamos siendo más astutos que las presas que acuden al reclamo de la perdiz macho enjaulada; sayuelo de seda, cantos de encanto y demarcación. Si al sonido del castañeo acude otro macho, mi compadre lo excarcela y deja que se midan en bravura las gallardas gallináceas que se disputan el dominio del reino; picotones, aletazos y tirones son sus armas. Si alguna hembra solitaria acude al embrujador piñoneo, lo libera para que configuren un par y puedan ejecutar la danza del amor silvestre bajo la carrasca. No hay balas que reciban a los pocos visitantes que acuden al lance dialéctico; mi colega sabe que la astucia se sustenta en un engaño, utilizando de cebo el celo; por eso el pago desde el terrero por acudir a la terrosa plaza no es la muerte sino el indulto del campero, un suspiro desde el puesto y un espero, que vuelva a funcionar el ardid. Desde que es abuelo se ha vuelto todo ternura y no quiere, dice, que pueda malograrse ningún futuro perdigón por un dedo ejecutor.


Hoy no hemos podido salir del pabellón en busca de la patirroja; viento y lluvia tras el cristal agrietan las abiertas flores del almendro, que ya engalana con un manto rosáceo los ocres terrenos, y nos impiden poner en práctica esta variedad cinegética que ya Esopo recogiera en el siglo VI a. C., en la fábula “El pajarero y la perdiz”.

La verdad es que si no fuera por lo que me distraen los juegos de la pequeña que, bajo la atenta mirada de un congénere que reposa sobre el viejo muro de mampostería, juega ajena a todo con las maquetas del ferrocarril, el día sería bastante aburrido. A la canija no le gusta la lluvia, por eso utiliza el pabellón como cobertizo de aventuras. Se divierte deslizándose con las máquinas de tren por las vías en curva; llevando los vagones de diminutos viajeros hasta la marquesina de la estación; trasladando el convoy de madera desde la zona forestal hasta la antigua serrería; entrando en el empolvado edificio de ladrillo del taller de reparación de locomotoras; conduciendo la máquina de vapor por el viejo puente, a repostar a la torre del agua.

En su incansable va y viene va dejando un sinfín de pegajosas estelas. Su ajetreo me anima la mañana; mi compañero de caza no parece notar su presencia, absorto como está en escuchar los sutiles gorjeos de las aves de tostado plumaje que utilizará como señuelo. Cuando detecte los fluidos que la criatura ha ido dejando en su desplazamiento por el complejo ferroviario, se enfadará. Yo no entiendo su enfado, al contrario, me encantan los maravillosos tejidos que forma con los hilos de seda.

Mi amo también debería comprenderlo y no poner luto en la escena; al fin y al cabo los tres somos cazadores. El es humano y caza; yo soy un perro y cazo con él y la pequeña es una araña que está explorando el mundo e hilvana redes para cazar, sin pararse a pensar cómo queda el bosque por el que transita.