Homenaje a Miguel Delibes por J.L.Trujillo.

ANTONIO “EL MANGAHUECA”

Cada vez que se organizaba una cacería de perdices, para festejar a nuestro último dictador Francisco Franco, mi pueblo, con una semana de antelación a la fecha indicada, se llenaba de patibularios "secretas" escondiendo su hiel en mugrientas gabardinas, encargados de llenar los calabozos de "rojos", borrachos habituales, blasfemos, mariquitas y algún que otro gitano. Contaban además con la ayuda estimable de refuerzos de la benemérita, militares, guardia personal del dictador -con sus vistosos uniformes rematados con boina roja con borlón- bigotillos fascistas y multitud de camisas azules con águilas rojas en el pecho. Por cierto, lo único rojo permitido. . .

En mi pueblo había un personaje, conocido por todos, al que llamaré Antonio "El mangahueca", cazador furtivo, viudo, padre de 5 hijos y sin otra familia que esa caterva de bocas hambrientas. Le pusieron ese mote por la manga vacía de su chaqueta, que siempre iba doblada por el codo y sujeta con un imperdible a la altura del hombro. Su minusvalía le impedía tener un trabajo estable. Yo lo recuerdo, sentado en un banco de la plaza liando su cigarrillo de picadura con la sola ayuda de una pequeña esterilla que manejaba con su sola mano útil. Pero esa carencia física no le impedía ser un consumado cazador. Se contaban historias de sus aventuras cinegéticas, seguramente inventadas, pero lo que sí era cierto es que él mismo fabricaba su munición, que su inseparable y vieja escopeta de "perrillos" no acostumbraba a desperdiciar un cartucho y que conocía el campo y sabía "ventearlo" como nadie, tratando de eludir siempre a los "civiles" y a los "rurales". Cazaba por necesidad y no por placer. Cazaba para poder comer él y darle de comer a sus hijos, utilizando muchas veces la caza como trueque: pan, harina de almortas, pan de higo, chocolate, aceite, sosa, lo que se pudiera. . . .


En el cercano coto de Mudela, la cacería, ya terminada, había sido un éxito, como siempre. Los invitados felicitaban a Franco por su nuevo récord, consiguiendo al mismo tiempo nuevas obras, nuevos despachos o nuevas estrellas. A esa misma hora, ya de anochecida, Antonio "El mangahueca" acortaba por la linde de un "majuelo", para entrar en el pueblo por el sitio que habitualmente solía, siempre expedito de molestos uniformes. En el zurrón, tres conejos y dos perdices. El "moje" de patatas con conejos y setas del día siguiente estaba asegurado. Las perdices, bocado demasiado exquisito para ellos, las tenía apalabradas con el panadero.

Sus hijos esperaban su llegada, atizando la lumbre de "cepas".

.-¡¡¡Alto!!!. Una pareja de la guardia civil, venida de otra comandancia, acabó con la aventura cinegética y con el futuro gastronómico de Antonio y sus hijos. Le requisaron la caza y lo llevaron al cuartel, donde estuvo retenido hasta el mismo día que el Caudillo, con su corte de aduladores y tiralevitas, volvió a Madrid. . . .


A los tres meses de esta historia, que hoy recuerdo, fui con unos amigos al cine de verano. "Echaban" dos películas. Creo recordar que el precio de la entrada era de un "real", pero había que llevar silla.

La sesión empezó como siempre, con el NO-DO. No me acuerdo del contenido, pero sería lo de siempre: la inauguración de un pantano, algún torneo de ajedrez de Arturito Pomar, algunos bailes de la Sección Femenina y algún imposible invento -como la mula mecánica- salido del magín de algún españolito espabilado.

Pero hubo algo que me hizo dejar la gaseosa de "bolilla" en el suelo y prestarle atención a la pantalla: "Jornada cinegética del Caudillo en tierras manchegas". Alcancé a ver a Franco, retaco y rechoncho, con una especie de capote y sombrero con pluma en el ala, apoyándose en su reluciente escopeta, posando detrás de un montón de perdices muertas, enlazadas de cuatro en cuatro, "en percha".

A su lado, ministros y "conseguidores", con sombrero, bigote y sonrisa puesta.

Estuve muy atento, pero puedo asegurarles que de Antonio "El mangahueca" y de sus cinco hijos, esperando su cena, el narrador no dijo ni palabra.


J.L. TRUJILLO