Homenaje a Miguel Delibes por Luis Miguel González (Luismi)

 "TE TAPARÉ PARA QUE NO TE QUEDES FRÍA”

“Subiré la persiana y correré las cortinas para que entre el sol de la tarde; quiero, madre, que sus rayos calienten tu piel y que el tono anaranjado de la tarde ponga un poco de color en tu cara. No me gusta sentirte en la oscuridad, donde no veo tu rostro, donde sólo oigo tu respiración agitada y entrecortada; tú seguramente no me oyes, pero no pierdo la esperanza de que en algún momento se despierte tu alma; y cuando esto ocurra quiero que lo que oigas sea mi voz. Tengo presente que quizá nunca más abrirás los ojos, pero quiero que si alguna vez lo hicieras fuese a mí a quien vieras: ¡te quiero y te debo tanto...!; tanto, que daría la mitad de mi vida a cambio de que tú recuperases aunque sólo fuera la mitad de la actividad de la que siempre habías hecho gala.
No puedo olvidar aquellas tardes de domingo en que, sin otro sitio mejor al que ir, nos reuníamos todas las amigas en casa a merendar, ¡y mira que éramos unas cuantas!, y nunca había problemas, porque siempre encontrabas la manera de prepararlo todo para que nos sintiéramos como en casa; no hace tanto que he visto a Angelines, ¿te acuerdas de ella?, y casi sin querer nos hemos encontrado las dos recordando aquellas meriendas y las interminables partidas de parchís en las que daba la hora de cenar y no nos habíamos levantado de la mesa.

Me gustaría que oyeras mis palabras, que sintieras las caricias de mis manos en las tuyas y mis besos en tu frente; me complace poder demostrarte mi cariño.
Recuerdo las veces que, siendo muy pequeña, me amenazabas con que vendría el hombre del saco si no me portaba bien, y en especial una de ellas en que estábamos mis amigas y yo jugando en la fuente de los perales, con riesgo de caernos en los pilones del lavadero, y no sabiendo ya cómo conseguir que dejásemos de corretear entre las vecinas que restregaban su colada contra las tablas de lavar, nos dijiste: ¡va a venir el hombre del saco y os va a llevar a todas con él!; la aparición, al poco tiempo, de un desgreñado y harapiento mendigo con un saco a su espalda lleno con sus pertenencias, en busca de un poco de agua con la que refrescar su cara y beber, dejó a todas mis amigas petrificadas y a mí me hizo salir a la carrera huyendo hacia casa para evitar ser atrapada y encerrada en la oscuridad de aquel saco; y de nada sirvieron tus gritos diciendo que parase, que no era el hombre del saco, que volviera, porque cuanto más gritabas más apretaba a correr: ¡cuántas carcajadas hemos compartido recordando esta anécdota!, ¡qué buenos momentos vividos! Sí, ya sé que los ha habido menos buenos, que no todo han sido días de vino y rosas, pero en el fondo, si hubiera que realizar un balance general se podría decir que ha estado bien. Vale, sí, alguna vez te he echado en cara, quizá con demasiada acritud, que por mantener la buena vecindad me castigabas injustamente sin atender a explicaciones ni valorar razones; pero bueno, reconozco que el resultado final, mi educación, mi forma de enfocar la vida y de enfrentarme a los problemas, es satisfactorio, por lo que no quiero plantearme lo que podría haber ocurrido si las cosas se hubieran hecho de otra manera: me gusto como soy y eso es suficiente.

El sol ya se ha ocultado, madre, y esta noche parece que helará: no hay ni una nube, el cielo está estrellado y la media luna todo lo alumbra. Me levantaré a bajar la persiana y correré las cortinas; encenderé la lámpara de la mesilla de noche: sigue sin gustarme la oscuridad.
 
Te taparé un poco para que no te quedes fría; tienes los pies helados: ¿tendré que poner a calentar un ladrillo en el horno de la cocina como hacías tú cuando en las frías y húmedas noches de invierno metías uno y una vez caliente lo sacabas, lo envolvías en trapos viejos y lo depositabas en nuestras camas a modo de calientapiés? Las sábanas, con el frío y la humedad, no resultaban acogedoras para dormir, pero el ladrillo caliente ayudaba a combatirlos y proporcionaba un poco de comodidad; eso, y no moverse del sitio en toda la noche era la receta mágica para dormir de un tirón: se calentaba un trozo de cama y la madrugada te encontraba en la misma posición, ¡qué distinto se vive todo ahora con calefacción central, edredones de plumas y casas aisladas contra el frío! Y esos recuerdos de infancia feliz y de emociones que a través del tiempo se han mantenido, son los que me empujan a seguir adelante en esta lucha tan desigual contra tu enfermedad, en la que los esfuerzos por curar no van acompañados de ningún retroceso, ni siquiera estancamiento, del mal: ni curarlo, ni detenerlo, sólo paliarlo. Quizá no tendría que decirte estas cosas, pero es el único consuelo que me queda, mi única vía de desahogo; a los demás tampoco se lo puedo contar porque me tratarían de blanda, de mala hija: la única hija soltera y desentendida del cuidado de su madre enferma; no quiero que nadie piense que no te quiero: ¡cuánto daría por que pudieras abrir los ojos, mover tus manos, sonreírme, hablar!

Hubiera querido estar más cerca de ti, más pendiente, dedicándote más atención; me castiga la idea de que si me hubiera dado cuenta antes de cuál era la situación por la que estabas pasando, tal vez se hubiera podido hacer algo para evitar tu enfermedad o al menos ralentizarla. No sé, es un sentimiento de culpa que no me abandona por no haberme fijado en cómo ibas perdiendo habilidades. Me duele ver tus manos, en otro tiempo tan diestras con el ganchillo y el punto de cruz, con los dedos agarrotados e incapaces de engarzar una cadeneta o de dar dos puntadas seguidas; me abruma contemplar tu quietud, cuando no hace tanto eras toda vitalidad; me entristece contemplar tus ojos cerrados, que siempre hablaban al mirar y brillaban con la felicidad.
Después te daré la vuelta y te cambiaré; no quiero que te salgan escaras: ¡bastantes males tienes ya como para que encima tu cuerpo acabe convertido en una llaga! Esta mañana la enfermera que ha venido a verte me ha dicho que yo tenía mala cara; no me ha preguntado por qué, para qué iba a hacerlo si ya se lo imagina; ¿qué cara puede pintar el cansancio y la tristeza, incluso la desesperación?: blanco ebúrneo de encierro permanente, morado oscuro de ojeras profundas, gris blanquecino de cabellos sin teñir. No le he contestado y ha vuelto a insistir en que tengo que ser fuerte y que tengo que cuidarme porque esta situación puede alargarse; lo que sí le he dicho es que no puedo más, que necesito ayuda y me ha prometido que hablará con la asistenta social para ver si pueden enviar a alguien a sustituirme, aunque sólo sean unas horas a la semana.
Me duele la espalda; no, no quiero que lo interpretes como un reproche, porque en definitiva tú no eres culpable de nada (¡bastante mal te has tenido que sentir viendo cómo dejabas de conocer y reconocer, siendo consciente de que a medida que pasaba el tiempo te costaba más y más encontrar las palabras que definían objetos, y que apenas podías recordar lo que diez minutos antes habías dicho o hecho!). No, claro que tú no eres culpable, pero a mí me duele la espalda; estoy pensando en ir a un masajista...me ha contado la Sra. Teresa esta mañana que a ella viene a darle masajes a casa un fisioterapeuta dos veces por semana... porque a este paso acabaré por no poder levantar ni un tenedor; pero, claro, si yo me voy alguien tendrá que venir para estar contigo. No me importa ya haber perdido el contacto con mis amigas, ni que desde la última vez que he salido con ellas hayan pasado más de seis meses, ni que no me acuerde de la última película que he visto en el cine; lo que sí me preocupa es caer enferma. Todos me dicen que tengo que descansar, que debo dormir, que no se sabe cuánto tiempo durará esta situación; me siento frágil y débil y además no logro conciliar el sueño: llevo varias noches en que no pego ojo, noches en blanco oyendo dar todas las horas en el reloj del salón, y el cansancio se va acumulando en mi cuerpo y en mi mente y eso me vuelve más irritable, más susceptible; lo reconozco y me gustaría que no fuera así. Y te contemplo bajo esta tenue luz, inmóvil, sin saber a ciencia cierta si vives o si tu cuerpo ha empezado a enfriarse de muerte, tu pelo revuelto y despeinado, tus piernas dobladas y recogidas sobre tu vientre, y sufro; sufro por la vida que minuto a minuto se escapa de tu cuerpo, y me duele tu silencio recordando tu anterior locuacidad, y tu quietud pensando en tu pasada actividad. No me hagas mucho caso, éste es un momento de tristeza del que no debería hacerte partícipe, pero no puedo evitarlo.

Espera, suena el teléfono. Dígame...¡ah!, dime...sí, igual...no te preocupes, esperemos que no sea nada... vale, vale, ya me contarás lo que sea...adiós, un beso.

Era mi cuñada, Marisol, que no puede venir esta noche a quedarse contigo porque se le ha puesto mala Laura y la llevan a urgencias: ¡mira que le ha salido enfermiza esa criatura! Bueno, pues nada, que tendré que quedarme a cenar y a dormir hoy también contigo. Estoy molesta con mis hermanos; no me parece mal que, porque vivan lejos, no me puedan ayudar a cuidarte; pero es que además no dejan que busque otra alternativa; ni quieren que contratemos a una persona para que colabore conmigo, ni quieren que te ingresemos en una residencia, ni quieren comprometerse en tu cuidado, porque ¡claro!, ellos tienen familia que cuidar, niños que atender y como he sido yo la que siempre ha vivido contigo y soy soltera... No me parece justo, pero no tengo más remedio que seguir adelante porque, en definitiva, tú no tienes la culpa de nada.
Pero ya vale de lamentos por hoy; tendría que darte ánimos en lugar de contarte penas; debería hablarte de las bondades de este mundo y de la alegría de vivir, de la felicidad de encontrar a alguien que te quiera, y de la satisfacción de poder querer a alguien... Te quiero, madre”.
 
Alicia depositó un beso tierno en la frente de su madre y le acarició sus mejillas con el dorso de la mano, retiró el pelo que cubría parte de su cara y abandonó la habitación en busca de una ducha y una cena reparadora que la preparasen para otra noche de vigilia.

Luismi.