Homenaje a Miguel Delibes por M. Ignacia Caso

UNA FAMILIA NUMEROSA

    
   Al contraer matrimonio me trasladé a la bonita ciudad castellana de Valladolid, donde mi marido ejercía la profesión de médico.
   Pronto me acostumbré a la vida y carácter de aquella región, tan distintos a los del norte de España, de donde yo procedía. 
   A Gabriel, mi marido, le gustaba salir de caza con sus amigos, acompañado de sus perros, disfrutando de la naturaleza. Así muchos domingos partía a temprana hora a recorrer los campos, regresando a media tarde con los trofeos conseguidos, de perdices o conejos. En un principio yo le acompañaba en estas salidas, hasta que empezaron a llegar los hijos, seis en total, cuatro varones y dos niñas, las mellizas, con las que debía tener especial cuidado, por sus muchas travesuras.
   Mi principal afición ha sido la música por lo que, siempre que mis quehaceres lo permitían, acudía a conciertos, en ocasiones acompañada por Gabriel, y otras veces con alguna amiga.
   La organización de la casa y los niños ocupaban gran parte de mi tiempo, pues, aunque tuviera alguna ayuda, me gustaba que todo pasara por mis manos.
   Cada hijo tenía un carácter distinto.
   Los dos mayores, Juanito y Rubén, siempre fueron ordenados y estudiosos. Ya desde niños se les veía sus aficiones, así como aquello que deseaban ser de mayores: Juanito, médico, como su padre, y Rubén, ingeniero. En ocasiones me ayudaban con los estudios de sus hermanos, aunque muchas veces tenía que intervenir para poner fin a las disputas que se organizaban, debido a que los pequeños no les prestaban demasiada atención y esto les exasperaba.
   El tercero es Alfonso, despistado y soñador. Siempre en su mundo fantástico, que en ocasiones dejaba traslucir al escribir historietas que discurría. Quería ser escritor, como su abuelo, el cual, sin querer demostrarlo, tenía evidente predilección por este nieto que le recordaba tanto su infancia.
   Las mellizas, Antonia y Carmela, ¡cuánto quehacer me dieron desde un principio! Habían nacido muy chiquititas y precisaban toda mi atención y eso que contaba con el apoyo de algún familiar que me echaba una mano. Eran revoltosas y, a sus cuatro años, no se las podía perder de vista porque discurrían verdaderas diabluras, tales como, con una lupa, intentar quemar un papel con los rayos del sol. Si no las hubiera visto a tiempo, me habrían quemado la casa. Con el tiempo se hicieron más formales. A los diez años Antonia, que ansiaba ser enfermera, “curaba” todos los desperfectos que tenían sus muñecas, y también arreglaba los juguetes de sus hermanos. Era una manitas, presta a sus exigencias, que les cobraba con otros favores. A Carmela, muy distinta a su hermana, tanto físicamente como en su manera de ser, le gustaban mucho los animales y podía estar horas enteras contemplando un nido de hormigas, o mirar las orugas o caracoles que encontraba en el jardín. Siempre ayudaba a su padre en el cuidado de los perros, que debían estar bien preparados para cuando salían a cazar. Parecía que su afición la llevaría a estudiar veterinaria.
   Y el último de nuestros hijos, Fernandito, que después del torbellino de sus hermanas, nunca me había dado ningún disgusto. Como los mayores, siempre fue muy estudioso; sus aficiones, eso sí, completamente distintas. El quería ser militar y, cuando a su temprana edad empezó al colegio, ponía a sus compañeros en fila y los hacía desfilar. Ya tenía dotes de mando y gozaba de gran popularidad entre sus múltiples amigos.
   Para tener espacio suficiente con tanto niño nos habíamos trasladado a un chalet a las afueras de la ciudad, que tenía un pequeño jardín,. Allí podían jugar sin peligro y desde el porche yo les vigilaba y al mismo tiempo disfrutaba con sus ocurrencias.
   Cuando llegaba el verano nos trasladábamos a un pueblito del norte, con su playa y pinares, donde los niños, por las mañanas, hacían castillos en la arena y gozaban del mar saltando las olas o buceando en los charcos cuando estaba la marea baja; por la tarde construían cabañas entre los pinos y jugaban a piratas con otros veraneantes de la zona.
   Aquella época de mi vida transcurrió felizmente. Aun faltaban muchos años para saber si cada uno de nuestros hijos llegaría a ser lo que se vislumbraba en su infancia, pero es algo que conoceríamos a través del tiempo.

Oviedo, 26 de marzo de 2011
Mª Ignacia Caso de los Cobos Galán