Homenaje a Miguel Hernández por Matías Ortega Carmona

HOMENAJE A MIGUEL HERNANDEZ

Confieso, aunque ya antes había leído alguno de sus poemas y conocía datos de su biografía, que fue escuchando los versos de Miguel Hernández musicados por Joan Manel Serrat cuando me interesé realmente por leer y saber más sobre este escritor y su obra.

Es curioso comprobar cómo la mayoría de nosotros necesitamos una larga vida para dotarla de contenido, mientras otras personas, como  el caso de Miguel, viven tan poco tiempo con una intensidad  tal, que su legado y vivencias los hacen inmortales. Treinta y un años fueron suficientes para abarcar todas los sueños que forjó siendo niño y sufrir las desgracias que nunca imaginó.

En tierras de Orihuela nació, fue niño y se hizo hombre. Tuvo la infancia propia de un hijo de familia campesina, acceso fácil al trabajo y difícil a los estudios. Aún así cumplió en ambas facetas; era el hortelano que trabajaba la tierra:

¿Estás hermosa aún, verde y fresca?
¿Tus tierras verdes, su manto
de frutos y rosas guarnecido,
han roto ya por triste encanto
y de las hojas muertas se han vestido?


Pero, a golpe de azada y buceando en los libros, fue también el hortelano que cultivó sentimientos regados con sus lagrimas que sirvieron  de homenajes al recuerdo de su amigo, Ramón Sijé, al que tempranamente se llevó la muerte. Maravillosa su Elegía escrita para narrar el dolor que embargaba su alma:

Yo quiero ser llorando el hortelano
de la tierra que ocupas y estercolas,
compañero del alma tan temprano.
Alimentando lluvias, caracolas,
y órganos mi dolor sin instrumentos,
a las desalentadas amapolas
daré tu corazón por alimento.
Tanto dolor se agrupa en mi costado,
que por doler, me duele hasta el aliento.


Dos mujeres marcarían su vida en unas relaciones, la primera tormentosa y pasional con la pintora Maruja Mallo y la segunda, más serena y profunda con la que fue su esposa y madre de sus hijos, Josefina Manresa. De ambas experiencias, Miguel, dejaría constancia escribiendo bellos poemas:

Me tiraste un limón, y tan amargo,
con una mano cálida y tan pura,
que no menoscabó su arquitectura
y probé su amargura, sin embargo.


Con el golpe amarillo, de un letargo
dulce pasó a una ansiosa calentura
mi sangre, que sintió la mordedura
de una punta de seno duro y largo.


Te me mueres de casta y de sencilla...
Estoy convicto, amor, estoy confeso
de que, raptor intrépido de un beso,
yo te libé la flor de la mejilla.


Yo te libé la flor de la mejilla,
y desde aquella gloria, aquel suceso,
tu mejilla, de escrúpulo y de peso,
se te cae deshojada y amarilla.


Cuando su carrera como escritor empezaba a consolidarse, estalla la Guerra Civil y el poeta se convierte en soldado. De sus experiencias en los diversos frentes de batalla en los que estuvo, Miguel Hernández nos dejó poemas que denuncian la crueldad y la sinrazón de estas contiendas:

Tristes guerras
si no es amor la empresa.
Tristes, tristes.


Tristes armas
si no son las palabras.
Tristes, tristes.


Tristes hombres
si no mueren de amores.
Tristes, tristes.


Van
 derramando piernas, brazos, ojos,
van arrojando por el tren pedazos.
Pasan dejando rastros de amargura,
otra vía láctea de estelares miembros.


Ronco tren desmayado, enrojecido:
agoniza el carbón, suspira el humo
y, maternal la máquina suspira,
avanza como un largo desaliento.


La tragedia persiguió siempre  la vida del escritor, también en su experiencia como padre; sus hijos nacen en pleno conflicto bélico, muriendo el primero de forma prematura e impidiendo la guerra y el posterior encarcelamiento del poeta que pudiese disfrutar plenamente de esa paternidad. Una carta de Josefina Manresa en la que le dice a su esposo que el hambre acecha de tal forma que sus únicos alimentos son pan y cebolla sirve para que Miguel convierta ese comentario en verso escribiendo sus Nanas de la cebolla:

La cebolla es escarcha
cerrada y pobre.
Escarcha de tus días
y de mis noches.
Hambre y cebolla,
hielo negro y escarcha
grande y redonda.


En la cuna del hambre
mi niño estaba.
Con sangre de cebolla
se amamantaba.
Pero tú sangre,
escarchada de azúcar,
cebolla y hambre.


Su periplo por distintas prisiones no impide que siga escribiendo y en su Cancionero y Romances de Ausencia recoge Miguel las vivencias y sensaciones de sus últimos años. En sus primeros meses privado de libertad aun escribe con el ánimo entero y la ilusión de que será capaz de superar esa situación para volver con su esposa e hijo:

No, no hay cárcel para el hombre.
No podrán atarme. No.
Este mundo de cadenas
me es pequeño y exterior.
¿Quién encierra una sonrisa ?
¿Quién amuralla una voz?
A lo lejos tú, más sola
que la muerte, la una y yo.
A lo lejos tú, sintiendo
en tus brazos mi prisión,
en tus brazos donde late
la libertad de los dos.
Libre soy, siénteme libre.
Sólo por amor.



Doce días de libertad, del 17 al 29 de septiembre de 1939 le permiten disfrutar por última vez de la compañía de Josefina y su hijo  Manuel Miguel. En enero de 1940 es condenado a muerte y en junio del mismo año la pena le es conmutada por treinta años de prisión. Madrid, Palencia, Ocaña serán etapas en un itinerario de cárcel y penurias que mermará su  voluntad y su salud. Su destino final es el Reformatorio de Adultos de Alicante donde fallece en 1942. En este tiempo ha escrito entre otros el poema Me llamo barro aunque Miguel me llame:


Me llamo barro aunque Miguel me llame.
Barro es mi profesión y mi destino
Que mancha con su lengua cuanto lame.
Soy un triste instrumento del camino.
Soy una lengua dulcemente infame
a los pies que idolatro desplegada.


Como un nocturno buey de agua y barbecho
que quiere ser criatura idolatrada,
embisto a tus zapatos ya sus alrededores,
y hecho de alfombras y de besos hecho
tu talón que me injuria beso y siembro de flores.


El hombre, que nació de la tierra, vuelve a la tierra. Miguel sabe que su vida acaba y esto se nota en su obra, siente más que nunca la ausencia de su esposa y de su hijo y lo refleja  en sus versos. Letras que quedarán ahí, para siempre, para hablarnos de Orihuela y su huerta, de sus sueños y de sus amores. También para que, aquellos que lo leemos, sepamos más de una página oscura de la historia de España, un tiempo en que los hombres se mataban unos a otros en una guerra fratricida en la que, como en todas las guerras, no gana nadie.

Afortunadamente, las ideas y las voces que proclaman la libertad pueden ser acalladas temporalmente pero siempre, siempre, vuelven a florecer. Miguel Hernández está con nosotros.

Matías Ortega Carmona