Homenaje a Oscar Wilde por Carmen Salgado

EL PÁJARO EN EL MANZANO
Dedicado a Maribel

Lejos de la ciudad, de los palacios y de los trajes de gala había un pueblecito de campesinos, de personas sencillas que se reunían los domingos por la mañana en la pequeña iglesia con tejado de pizarra, y el resto de la semana trabajaban de sol a sol atendiendo los campos de maíz; cultivando las huertas donde sembraban patatas, berzas, ajos, tomates y cebollas; pastoreando las vacas y llevándolas al mercado; alimentando a los cerdos, conejos y gallinas en las cuadras de sus humildes casas, que estaban rodeadas de pequeños jardines con manzanos y perales donde, en el buen tiempo, las mujeres se sentaban a arreglar la ropa de sus hijos mayores para que pudieran utilizarla sus hermanos.
En una de estas casas, cerca del cruce de caminos, vivía un matrimonio de mediana edad con sus cuatro hijos: Susana, la pequeña, rubia como los ángeles; Alberto, de ocho años, moreno como su padre, de quien había heredado su carácter, su gran sentido del deber y una poderosa imaginación, y las presuntuosas gemelas que ayudaban a su madre e iban a la escuela con sus hermanos, pero no sacaban demasiado provecho de las enseñanzas del maestro y sí de los consejos que les daban sus amigas sobre como parecerse a las señoritas de la ciudad.
La vida transcurría apaciblemente en el pueblo y en aquel hogar, donde el amor reinaba por encima de las pequeñas disputas que surgían, de vez en cuando, a causa del carácter, a veces egoísta, de las hermanas mayores.
Una mañana de primavera el padre había marchado temprano al mercado de un pueblo lejano. Como no esperaban su regreso hasta la tarde, a mediodía dispusieron la mesa para comer los cinco. La olla humeante desprendía un delicioso olor y la madre sirvió en los platos de madera un riquísimo cocido, repartió generosas rebanadas de pan y llenó los vasos de espumosa leche. Mientras las mujeres hablaban y reían, Alberto comía en silencio observando fijamente algo situado al otro lado de la ventana. Ni siquiera parpadeó cuando Susana le tiró una bolita de pan.
Extrañada, se acercó para preguntarle qué le pasaba. Él le contó que sobre el manzano había un extraño pájaro, el mismo que había visto en sueños la noche anterior, sueños que olvidó nada más despertar. Pero, al verlo en el jardín, estaba empezando a recordar lo que entre trinos le había presagiado: que algo muy malo les iba a suceder durante ese día, algo que les traería un gran sufrimiento a todos.
-Quizás papá se pierda al volver del mercado y no volvamos a verle más -le dijo tristemente a su hermana, quien hizo un pucherito y empezó a llorar en silencio-. Espera, no te preocupes, Susana -añadió pensativo-, estoy recordando que hay una forma de evitar ese mal: Me dijo que al verle, después de decir en voz alta su nombre, se le puede pedir un deseo.
Adus, no, Amus... ¡No!... ¡No consigo acordarme! ¿Cómo se llamaba?- murmuró abatido mientras continuaba mirando con ansiedad hacia fuera.
Susana, temerosa, se sentó a su lado y cubrió la parte de atrás de sus cabezas y sus hombros con su pañoleta para protegerles. Las hermanas, que habían estado pendientes de la conversación, salieron de la cocina riendo ante su ingenuidad y bajaron las escaleras corriendo para ver quien llegaba primero al pozo.
Un carro avanzaba hacia el cruce de caminos. Al cabo de un rato se abrió la puerta de la cocina. Susana se levantó y fue a abrazar a su padre.
-Hija, pareces asustada ¿qué te ocurre? -le dijo dándole un beso-. Alberto... Y tú ¿por qué no me saludas? -preguntó sorprendido.
El niño seguía sin moverse, sin apartar su mirada de la ventana, dudando del presagio al ver que su padre estaba a salvo.
-Es que dice que en el jardín hay un pájaro que nos quiere hacer daño, pero a mí no me parece malo, porque si le llamamos por su nombre... ¡le podemos pedir un deseo! Pero... ¡no sabemos su nombre! -comentó apenada la pequeña.
La madre, intrigada, se sentó al lado de los niños. Se sorprendió cuando percibió un plumaje multicolor entre las blancas florecillas de las ramas: era idéntico al ave de un cuadro que su marido heredó de su padre y que guardó en el desván, al ver la inquietud que a ella le producía.
Disimulando su preocupación, dijo a sus hijos que no tenían que tener miedo, ni hacer caso a los sueños, pero no pudo evitar estremecerse al recordar que cuando era pequeña también vio un pájaro igual sobre un manzano en su aldea, el mismo día en que moría su abuela.
El padre contó que, hacía muchos años, un marinero iba por los pueblos con un ave de colores. Lo había conseguido en un lejano lugar donde el sol brillaba siempre y los árboles daban duros frutos marrones llenos de un agua dulce y deliciosa. Decía que algunos de esos pájaros eran mágicos, pues tenían la facultad de hablar.
- Vuestro abuelo pintó al marinero y a su mascota; guardo ese retrato arriba. Alberto, ve a buscar a tus hermanas, a ver si pueden ver el pájaro antes de que eche a volar.
Yo te traeré el cuadro para que no te preocupes hija, pues su nombre está escrito por detrás. Le llamaremos y podremos pedir nuestros deseos -dijo sonriente guiñando un ojo a la niña.
Alberto puso cara de disgusto, no quería perderlo de vista. Estaba seguro de que, si seguía mirándolo, podría acordarse de su nombre: tal vez, el cuadro no apareciera o el nombre fuera de otro pájaro distinto.
Cuando ya salía de la cocina se sintió aliviado al oír a su madre decir que iría ella, pues tenía que bajar a por agua.
Susana, al ver que nadie miraba, arrimó una silla a la pared y, poniéndose de puntillas, consiguió colocarse de pie sobre la estrecha meseta de la ventana.
-Pajarito bonito… ¿cómo te llamas? ¡Déjame que te coja! Ven, no te asustes. ¡Ven! ¡No te vayas!…
- ¡Métete!- le chilló Alberto mientras corría a sujetarla.
No llegó a tiempo de evitar que su hermana se cayera por la ventana.
En ese momento Alberto recordó el nombre:
-¡Apus, protégela! –gritó angustiado.
Se asomó esperando lo peor, pero no vio a su hermana. Entretanto sus padres bajaron corriendo al jardín, rogando a Dios que no hubiera ocurrido nada grave a su hija. Bajo la ventana, sobre las losas, había un charco plateado que discurría hacia la hierba filtrándose entre ella, pero Susana no estaba.
Buscaron por el jardín, salieron los cinco hasta el cruce de caminos, llamándola a voces. Pidieron ayuda a los vecinos del pueblo. Alertaron a la gente de las aldeas vecinas; incluso algunos soldados se unieron a la búsqueda y, durante semanas, se registraron todos los rincones. El caso llegó a conocerse en la capital. Nadie supo explicarse lo sucedido, ni tan siquiera un curandero quien tenían por vidente.
Pasaron los meses. Todos habían perdido ya la esperanza de volverla a ver. Alberto buscaba en vano cada día al pájaro por el jardín. Había escrito su nombre para que nunca más se le olvidara.
La casa se había sumido en la tristeza. Sus padres tenían tanto miedo de que las gemelas también desaparecieran que las enviaron a vivir con una tía, lejos de allí.
Una tarde de otoño, Alberto estaba sentado en el brocal del pozo cuando le pareció que una luz azulada brillaba en el fondo. Se asomó y creyó ver a su hermana agitando sus pequeños brazos hacia él.
Rápidamente soltó el caldero y tiró la cuerda, pero cuando el cabo rozó el agua la imagen de Susana desapareció. Abatido, entró en casa y se lo contó a sus padres. Ellos no le creyeron, sin embargo le dijeron que volviera al pozo a hacerla compañía siempre que quisiera, pensando que así, dejándole imaginar que su hermana estaba allí, se mitigaría su dolor.
Cada día se sentaba junto al pozo y, a veces, veía de nuevo a Susana alzando sus manitas hacia él. Se marchaba de allí muy triste, pues no sabía qué hacer para ayudarla.
Pasaron los días y llegó la Nochebuena, la más dolorosa de sus vidas. Las estrellas comenzaban a salir, y la helada pincelaba la hierba y las ramas con su brillo de cristal. Alberto fue hasta el pozo y se sentó en el brocal. Desde el túnel su hermana le saludaba. Lloró desesperanzado viéndola tan pequeña y tan sola en el fondo del agua iluminada por la luna.
En ese momento tuvo una idea y empezó a sacar con el cubo toda el agua vertiéndola en el vacío estanque. No paró durante horas, hasta que el pozo quedó vacío. Creía que si el agua que había conseguido extraer se helaba, el líquido cuerpo de su hermana se volvería sólido y después, calentando su cuerpecillo, conseguirían hacerlo revivir.
Pasó toda la noche en el jardín, aterido de frío; mirando al cielo; rezando y contemplando como, poco a poco, en una zona del estanque el agua iba tomando forma humana. Cuando estuvo seguro de que toda se había transformado en hielo avisó a su familia.
Entre sus padres y algunos vecinos consiguieron rescatar el cuerpo de Susana. Ahora todos creían que la niña había muerto ahogada al caer al pozo, aunque seguían sin comprender cómo pudo llegar hasta él en tan sólo un instante.
La llevaron hasta la casa y lloraron alrededor del ángel incorrupto que les sonreía con dulzura a través de su prisión de cristal que se iba deshaciendo en lágrimas de agua con el calor que irradiaban los corazones de las personas y el fuego de la chimenea de la cocina, sobre cuya mesa la habían depositado.
Alberto se quedó en el jardín, dentro no podía hacer nada. Mirando a las estrellas deseó desesperadamente que el pájaro de los deseos apareciera. Un instante después lo vio sobre una rama del manzano, como surgido de la nada. Esperanzado, le llamó por su nombre y le pidió que su hermana reviviera.
Apus, entre trinos, le hizo saber que no estaba muerta, que había cuidado de ella mientras vivió en el pozo, donde la tuvo que llevar- era su destino- para que las xanas, con sus cantos, grabaran en su mente talentos de sanadora. Luego, batiendo sus alas, se fue alejando y se convirtió en siete estrellas que se colgaron del firmamento.
Hasta ese momento, Alberto no se había dado cuenta de que los llantos de la casa se habían convertido en risas y exclamaciones de sorpresa.
Corriendo entró en la cocina y, apartándoles a todos, abrazó a Susana notando cómo bajo su ropa empapada latía su pequeño corazón.