Homenaje a Oscar Wilde por Luis Parreño

VIAJE ACCIDENTADO.

Supongo que lo que voy a relatar parecerá increíble, pero yo no albergo ningún interés en que lo crean o no, simplemente trataré de contar los hechos tal como sucedieron.
Por una serie de circunstancias fortuitas, mi padre fue un australiano que hace ya unas décadas llegó en un mercante a la Costa de la Muerte y quedó varado en ella.
Conoció a una inglesita remilgada que pasaba por parecidas circunstancias y se casaron, decidiendo fijar su residencia en un apartado rincón de la citada costa.
Ese es el motivo de que yo sea gallego, de padres extranjeros y que además domine tres idiomas: castellano, gallego e inglés, con un inconfundible acento de Oxford, por mi madre.
Ella me inculcó el amor a la literatura, y el hecho de poder leer en su lengua directamente las obras de los clásicos ingleses, me llevó a interesarme excesivamente por la época victoriana tardía y por una de sus figuras más destacadas: Oscar Wilde.
No les aburriré con mis viajes y aficiones, pero sí les puedo decir que en una partida de dados particularmente dura, alguien me propuso lo que a todas luces era una locura: un viaje en el tiempo.
No voy a explicar aquí qué máquina o método emplean para conseguirlo, pero sí les diré que a pesar de estar en la fecha actual, Siglo XXI, conseguí viajar en el tiempo durante un día a la Inglaterra de finales del Siglo XIX y entrevistarme con el señor Oscar Wilde en persona.
Para la ocasión me vestí como un marinero simple de los muchos que pululaban por los puertos ingleses de la época, no era cosa de desentonar y levantar sospechas.
La fecha elegida era un día de la primera semana de enero de 1882, fecha en que según los historiadores el señor Wilde se embarcó para E.E.U.U. con motivo de dar una serie de conferencias sobre Esteticismo.
Quienes programaron mi viaje tuvieron en cuenta tantos detalles que relatarlos aquí sería muy largo y difícil, pero habían conseguido tal exactitud que en la hora prevista por su programa y en el sitio indicado, aparecimos mi acompañante y yo, en medio de una fría niebla que cubría los muelles del Támesis, en la zona portuaria de Londres.
Comenzamos a caminar siguiendo las instrucciones recibidas en nuestro siglo y nos fuimos adentrando en una zona menos peligrosa que los muelles. El frío y la humedad calaban nuestras ropas y mi compañero de viaje, cuya misión era conseguir un objeto que demostrara nuestro paseo por el pasado, ya tenía claro qué llevarse y a quién sustraérselo.
El problema radicaba en que tan sólo teníamos veinticuatro horas para realizar el encargo y volver al punto en que seríamos “recogidos”, y el tiempo corría en nuestra contra.
Entramos en un feo antro donde ocupamos una mesa y pedimos una botella de ginebra y dos vasos. El camarero nos miró sin vernos y acudió a la mesa con el pedido, depositándolo de mala manera sobre el tablero grasiento.
Mi compañero le dio unas monedas en pago y rápidamente comenzamos a hablar y a repasar el plan que nos llevaría de vuelta con un trofeo del XIX al XXI.
El plan era bien sencillo. Esperar a que llegase la hora en que por determinada calle tenía que transitar determinado caballero y con una acción de distracción que yo llevaría a cabo, mi acompañante le sustraería el objeto en cuestión.
El mencionado objeto no podía exceder de 1 kg de peso, por evidentes problemas de transporte interépocas, por lo tanto habían decidido que el citado individuo se quedase sin un precioso reloj suizo de bolsillo cuya existencia conocían por fotos de la época y porque el citado reloj se hallaba en paradero desconocido en la actualidad.
De modo que poco antes de las 12 horas del mediodía, con un frío que calaba los huesos y una niebla que no pensaba disiparse en todo el día, salimos a la calle, abandonando el local y nos dirigimos al punto de encuentro donde se debía producir el cruce con nuestra víctima.
Yo, simplemente debía hablar con él, decirle algo, lo que fuera y mientras tanto, mi acompañante se encargaría del resto.
Cuando vimos venir a un caballero elegantemente vestido, con chistera, muy derecho en su caminar, portando un bastón y envuelto en una capa de color marrón, mi acompañante me indicó que era el momento de proceder y así lo hice.
Saliendo de una esquina, me dirigí directamente a él y con mi mejor acento le pregunté:
- Por favor, sería tan amable de indicarme el camino hasta Trafalgar Square.?
El individuo quedó momentáneamente parado, mirándome de hito en hito, a punto de blandir su bastón y salir corriendo en cualquier dirección, pero algo en mi porte le debió tranquilizar y me contestó:
- Siga todo recto, y en la primera esquina, hacia la izquierda, continúe dos manzanas, después, vuelta a la derecha y todo recto desembocará en Trafalgar Square.
- Gracias – le contesté.
Y cuando hizo ademán de continuar, le dije:
- Discúlpeme de nuevo, caballero, no será Ud. por casualidad Oscar Wilde.
- ¿Quién lo pregunta? – me espetó secamente.
- Un rendido admirador de su poesía, que desea conocerle y felicitarle por su obra.
- Me sorprende que alguien de su catadura conozca mi obra. Hubiera jurado que apenas si sabe Ud. leer.
- Pues ya ve, las apariencias engañan. Por cierto, tengo que decirle que a pesar de su éxito reciente, es usted demasiado serio. Le hace falta un poco de humor en su vida. No se puede ser tan intolerante, sobre todo cuando se presume de ser un socialista con tendencias anárquicas, como hace Ud.
- Encima de ser un mal crítico literario, pretende Ud. conocer mi intima afiliación política. Pero bueno, qué se ha creído Ud., que el mero hecho de leer mis obras le autoriza a invadir mi intimidad...
- Debo pedirle disculpas una vez más, pero conozco tantas cosas de Ud. que quedaría asombrado si le dijera alguna. Es Ud. una persona muy ingeniosa, critica la sociedad que le rodea, desprecia su decadencia y presume Ud. de ser un esteticista. De hecho dará conferencias en América en los próximos meses...
- ¡Ah! ya, es uno de esos periodistas de tabloide disfrazado que viene a sonsacarme alguna declaración escandalosa para luego vilipendiarme y mostrarme como pervertido, asocial o cualquier otra aberración.
- No, le aseguro que no, simplemente soy un admirador suyo que le pide que escriba algo con mucho humor. Con el humor también se puede ser crítico y conseguir que el público entienda mejor su mensaje.
- Pero bueno....
- Sé que al final de su vida escribirá algo, algo relacionado con alguien que representará lo real y lo ficticio, una obrita de teatro, quizás, que hará las delicias de quienes le admiramos de verdad, pero hasta ese momento, tiene que creerme y dejar de ser tan puntilloso con mis observaciones.
En esta conversación nos hallábamos cuando mi compañero, calculando los riesgos que podrían devenir de su actuación, se acercó por detrás de mi interlocutor y con voz cavernosa le espetó:
- Arriba las manos, esto es un atraco en bien de la Ciencia. Deme su reloj y todo cuanto lleve de valor. Y Ud. -refiriéndose a mí-, quieto o le abro en canal como a una res.
A pesar de saber que esto iba a suceder, me empezaron a temblar las piernas y sin poderlo evitar eché a correr, dando un empujón a Oscar W., haciéndole perder el equilibrio y caer sobre nuestro “atacante”, momento que aproveché para poner pies en polvorosa y alejarme de la escena.
Unas horas más tarde, ya sosegado y en posesión de mi espíritu, que galopó alocadamente mientras mantenía la conversación con el señor Wilde, esperé en el punto convenido a mi compañero de viaje, que se presentó hecho un basilisco, con un ojo morado, las vestiduras rotas y un cabreo monumental.
Sus imprecaciones hicieron que un par de “bobbies” que charlaban en una encrucijada fijaran su atención en nosotros y comenzaran a caminar en nuestra dirección.
Faltaba poco tiempo para que nos recogieran en el punto indicado y no podíamos permitirnos un encuentro con la policía londinense, de modo que salimos por piernas de allí y evitando en lo posible ser detenidos, nos situamos en la zona de recogida y ante los atónitos policías, penetramos en la niebla y desaparecimos a sus ojos.
No conseguimos el reloj, pues el señor Wilde se revolvió furioso contra mi compañero y le golpeó con su bastón en la cabeza. Éste salió huyendo de la zona y desorientado, atravesó algún lugar poco recomendable donde debió tener un mal encuentro que no quiso contarme.
Yo, por mi parte, he decidido dejar de jugar a los dados con ciertas personas, ya que mi dominio del inglés fue lo que les llevó a ofrecerme la posibilidad de redimir mis deudas con ese fantástico viaje. No conseguimos el objetivo, pero haciendo acopio de serenidad, traté de explicarles que no fue culpa mía y al final, sigo debiendo una importante cantidad de dinero, pero estoy vivo.
Me han “tentado” con otro viaje a un pasado más remoto, sin posible vuelta, si es que consiguen encontrarme de nuevo. Mientras tanto, en mi trabajo de “percebeiro” en la Costa de la Muerte, prefiero arriesgarme a la violencia del mar día a día para ganarme el sustento, que a la ira de quienes por un mal entendido amor al arte, andan esquilmando momentos de la historia gracias a la supertecnología que les permite el viaje en el tiempo.
Por cierto, aunque poco importa, tengo que decirles que me llamo Ernesto.