Homenaje a Oscar Wilde por Mª Ignacia Caso

LA MARIPOSA AZUL

Mi nombre es Romualdo José y el pueblo donde yo vivo, mi pueblo, se llama Aristóbulo del Valle, en la provincia de Misiones, (Argentina). Se encuentra en las cercanías de la Selva de Iguazú, rodeado de montañas con bosques frondosos.
Cuando yo era chico me encontraba jugando con unos amigos a las canicas y a la peonza, que tirábamos fuerte para que roncara, cuando de pronto se posó sobre mi brazo una mariposa color azul, bonita y grande como nunca había visto. Le puse la palma de la mano y voló hacia ella y así pude contemplarla durante mucho tiempo. No quería que marchara, había venido a mí, era de mi propiedad; mas… ¡qué equivocado estaba! porque, pasado un tiempito, se fue hacia unas ramas y poco después la perdí de vista.
¡Qué desilusión sentí! Al llegar a casa se lo conté a mis padres y abuelos que me dijeron era un tipo de mariposa que habita en la selva. Aquello quedó rondando por mi cabeza y no paraba de pensar en hacer una excursión para volver a verla.
Transcurridos unos días ya no pude aguantar mi secreto que, con mi fantasía de niño, había agrandado tanto; me reuní con los chavales de la pandilla para comentar lo que yo llamaba “La Gran Expedición”, que era nada menos que llegarnos, sin permiso de nadie, hasta aquel lugar mágico donde estaba mi mariposa. Sabíamos que era una aventura difícil, pero pondríamos montoncitos de piedras a modo de hitos, como hacen los montañeros, para marcar el camino por donde debíamos regresar. Hicimos el juramento de que sería un secreto celosamente guardado, así como que aquél que se apuntara no podría desistir cuando iniciáramos la marcha.
Y llegó el gran día. Yo era el mayor, tenía 14 años, y por tanto sería el jefe.
Nos habíamos aprovisionado de todo lo que consideramos que íbamos a necesitar, requisado en nuestras casas, poco a poco, para que no se notara: panecillos, quesitos, fruta, una navaja, servilletas de papel, cantimplora con agua…; en nuestras mochilas también habíamos puesto jerséis gordos por si hacía frío, un chubasquero para la lluvia, una linterna, así como algo de dinero que sacamos de nuestra alcancía ya que tomaríamos un trenecito para llegar hasta allí. Hicimos recuento de todo y nos pareció bien.
No se había presentado el benjamín del grupo, ¡era un canijo! y supongo que tendría miedo. Si por lo menos no se fuera de la lengua y contara nuestras andanzas…
Un pequeño tren nos acercó hasta las proximidades. El revisor nos preguntó:
- ¿Vais solos?
Hablé en nombre de todos y dije:
- Yo ya soy mayor y vamos cerquita de excursión.
No se quedó muy convencido, pero nos dejó ir.
Por fin llegamos a la entrada, donde en un cartel de madera ponía: “PARQUE NACIONAL DE IGUAZÚ”, allí sacamos un tique que nos daba derecho a adentrarnos en la selva.
Volvieron a dudar en dejarnos pasar; después de una gran deliberación, nos dijeron:
- Adelante, mas deberéis tener mucho cuidado con no salir de la senda. Es peligroso. Podríais perderos y…
Escogimos el llamado Sendero Macuco por el que debíamos recorrer alrededor de 5 km.; era nuestra mejor opción ya que creímos llegaría hasta el río por donde deseábamos navegar en una lancha a remo.
En principio todo salía bien. Llevábamos un paso ligero, marcado por alegres cantos de nuestro pueblo. Al frente iba yo. Cerrando la comitiva: el farolillo rojo. Se lo había encomendado a Wilson Eduardo, un chico callado, serio y responsable.
No olvidamos señalar el camino con nuestros hitos, montoncitos de piedras y pequeños palos que pusimos en forma de flecha.
Admirábamos el paisaje todo verde; las hojas brillantes de los arbustos nos parecían mucho mayores de lo que jamás hubiéramos contemplado. Vimos muchos insectos, lagartijas grandes, otros animales que no conocíamos y también mariposas de bellos colores, pero no era la que yo adoraba, mi Mariposa Azul.
Al poco fuimos a dar a una encrucijada. Nos entró la duda de por dónde debíamos seguir, pues el plano que llevábamos no era demasiado claro. Después de discusiones decidimos tomar el de la derecha. Aprovechamos para hacer un pequeño descanso, comer alguna fruta y beber.
Un a vez iniciada la marcha empezaron los problemas:
“Que si me duelen los pies; que estoy cansado…”
Me enfrenté a ellos y respondí:
- Sois unos flojos, ¡no seáis lloricas!, ¿queréis pareceros al canijo de Horacio…?
Por fin reaccionaron y, aunque despacio, continuamos la caminata. Habíamos perdido mucho tiempo. Cuando llegamos al río eran casi las 7 de la tarde, pero el barquero accedió a darnos un paseo en su lancha. No llegaríamos hasta la Garganta del Diablo porque nos llevaría mucho tempo y, además, era peligroso.
Volvimos triunfantes al punto de partida. El problema es que estaba anocheciendo. Encendimos nuestras pequeñas linternas observando cuidadosamente donde estaban las señales y las huellas de nuestras pisadas.
Y con la noche llegó el miedo, casi terror; escuchábamos el sonido de las serpientes, los murciélagos volaban sobre nosotros, los mochuelos y las lechuzas nos observaban desde los árboles, en la maleza nos parecía ver lucecitas, a nuestro lado corrían las zarigüeyas…
Apretamos el paso, cada vez corríamos más.
Al fin, a lo lejos, pudimos vislumbrar el letrero de madera que anunciaba el principio de la selva, donde los guardas, preocupados, se disponían a salir en nuestra búsqueda.
Ya no había trenecito. Una furgoneta del Servicio Forestal nos llevó a Aristóbulo del Valle, donde nuestras familias estaban esperándonos, enojados, para soltarnos una gran regañina, ya que “el canijo” había confesado nuestras correrías.
Con todo lo pasado no había logrado el sueño que había sido el inicio de tanta peripecia, porque no pude encontrar LA MARIPOSA AZUL.