Homenaje a Raymond Carver por Mª del Carmen Salgado Romera



LLUEVE

-Me siento atrapado –digo a mi mujer. Ella enciende un cigarrillo que brilla en la oscuridad de la cabaña y se acerca hasta la puerta para darme una calada.
-Qué asco –dice apoyándose en el quicio mientras contempla ceñuda el diluvio que nos rodea.
-Podemos intentar llegar hasta el coche –le digo, pensando que sería difícil conducir bajo el aguacero tropical. Tose. No le sienta bien fumar tanto.
-¡Este calor! -añade.
Estamos empapados en sudor. Llevamos atrapados por la lluvia desde por la mañana. Poco después de deshacer la maleta y guardar en el armario -que limpió por si había arañas- las cuatro cosas que trajimos empezó a llover como si hubieran rajado el cielo. 
Me acerco casi a tientas hasta la nevera que está al fondo. Es una cabaña rectangular de madera, apenas treinta metros cuadrados. No tiene ventanas, pero la puerta se podría abrir por arriba solo y dejar la parte de abajo cerrada.
-Y sin luz –dice de pronto, como si saliera de un sueño- y escupe una brizna de tabaco que se le había quedado pegada a los labios.
Paso por delante de ella con las dos cervezas que no pudieron enfriarse porque el generador no funciona -no sé por qué- y le doy una. Salgo con cuidado de no rebasar la zona de suelo de cemento cuarteado que aún está seca. Cada vez es más pequeña bajo el toldo que delimita el porche -parece a punto de diluirse en cualquier momento- y distingo a duras penas su coche, la vieja ranchera que le dio su marido cuando se divorciaron, aparcado a cien metros bajo espadas de agua que intentan atravesarlo sin piedad.
-Podemos intentar llegar hasta el coche –repito y bebo un trago de cerveza pensando que podríamos ponerlas a refrescar afuera-, pero la carretera estará intransitable.
Saqué el brazo y  dejé que la lluvia me golpeara el antebrazo.
-¿Qué haces? ¿Vas a salir? –pregunta. No es buena idea sacar las cervezas, la lluvia está caliente, respondo.
-¿Cuánto durará esto? –dice nerviosa-. Se da la vuelta, deja la cerveza sin abrir en la mesa y se pone a revolver por los cajones buscando algo, una vela o una linterna, supongo.
-Tiene mala pinta, cariño -le contesto preguntándome por qué vinimos este fin de semana a la cabaña si habían anunciado temporal y Carlos no la va a usar hasta agosto. 
-Mira –me dice. Me vuelvo y me enseña un marco con una foto que ha encontrado-. ¿Eres tú? Pregunta señalando a un chico flaco, con flequillo y el ceño fruncido por el sol que sujeta un balón bajo el brazo.
-Sí -contesto sin emoción.
-¿Y este que está a tu lado es Carlos? Afirmo con la cabeza. Ella no le conoce. Tampoco le he hablado mucho de él. Ahora ya no se parece mucho al de la foto. Está gordo y calvo. Yo me conservo mejor, me han salido arrugas y canas, pero sigo teniendo el cuerpo atlético. Ya no lo uso para tirarme a cualquier tía. Me llevo bastante bien con mi mujer.
Sin saber por qué, nos separamos a la vez de la puerta y nos ponemos a buscar algo para alumbrar cuando oscurezca. Mientras revuelvo por cajas y rincones me asaltan los recuerdos. Fue Carlos quien me presentó a María, mi primera mujer. Íbamos juntos al instituto y él salía con su hermana. Éramos vecinos. No de portal, de manzana. Jugábamos al futbol y tirábamos piedras a los de la otra manzana.
El dejó a su novia, pero yo me tuve que casar antes de ir a la mili -un par de años después de esa foto-. Había dejado a María embarazada y su padre me amenazó con cortarme las pelotas si no me casaba. Era carnicero, no lo dudé. Y cuando volviera de la mili trabajaría con él.
Pero no volví. Carlos y yo marchamos a Francia, a la vendimia. De allí a Alemania, a trabajar de peones en las obras. Luego, en Inglaterra, estuvimos de camareros hasta que ahorramos para un pasaje a Nueva York.
A veces pienso que hice mal. Pero no hubiera podido aguantar trabajando de carnicero, viviendo en la casa de sus padres. Viendo cada día la misma gente, la misma calle, la misma ciudad. Un año y otro. Y la vida quemándoseme entre los dedos como esta colilla y dejándome la piel amarilla.
No sé cómo es mi hijo. Nunca he querido saberlo. De alguna manera el padre de María consiguió anular el matrimonio. Yo una vez mandé dinero. Todo el que no había gastado durmiendo en pensiones -solo o acompañado- o en alcohol o en marihuana  
-nunca polvo, ni pastillas-. Después conocí a mi mujer. A ésta que ahora se acerca triunfante con un par de velas.
-Mira -me dice sonriente. Las deja en la mesa y enciende un cigarro- ¿Tienes hambre? Asiento con la cabeza. Nos habíamos olvidado de comer.
Al cabo de un rato abre la puerta de la nevera y saca un pollo envasado al vacío. Lo tendremos que comer frío, pienso, sin darme cuenta de que la cocina es de gas. ¿Habrá gas? No me gusta el pollo frío. Afuera la lluvia sigue formando borbotones sobre el cemento cuarteado. 



Mara- Mª del Carmen Salgado Romera