Homenaje a Saramago por Luis Miguel


“De Marta Para Carlos”

N- Saramago, José; “Todos los nombres”. En realidad iba buscando la novela “El hombre duplicado”, también de Saramago, aunque me temía que, siendo tan reciente su publicación, todavía no la habrían incorporado a los fondos de la biblioteca. No conocía este título suyo, así que, antes de tomar la decisión de llevármelo, leí el resumen de la contraportada: “Don José es (...) un hombre solo, un simple escribiente, que tiene una afición secreta: recortar y coleccionar noticias sobre personas famosas completando dichas fichas con documentos del Registro Civil, donde trabaja. Cuando, por azar, entre las fichas de los famosos se traspapela el registro de una mujer anónima, Don José se obsesiona y comienza a buscar a la ‘mujer desconocida’ “. El argumento de la novela, por curioso, llamó mi atención y me empujó a llevármela. Mientras lo hojeaba, del interior del libro cayó al suelo un trozo de papel. Era una nota manuscrita en la que se podía leer: “De Marta para Carlos - Café Corrillo - 6N 12:30 p.m.”. Aquello tenía todo el aspecto de tratarse de una cita, que estaba claro que no era para mí: ni me llamaba Carlos ni conocía a ninguna Marta. Me resultó sorprendente que en la era de la informática y de los mensajes SMS, no figurase un número de teléfono o una dirección de correo electrónico. Dudé sobre la procedencia de interferir en el encuentro. Resultaba obvio que si me llevaba el libro o colocaba la nota en otro distinto la reunión nunca llegaría a producirse; imaginaba que por alguna causa que no entendía, Marta y Carlos habían decidido utilizar esta obra como buzón para sus mensajes, como punto de partida de su encuentro.
¿Sería una historia de amor con cita clandestina incluida, un mensaje cifrado entre miembros de un grupo de delincuentes, una simple broma o el gancho de algún programa de cámara oculta? Atrapado por la curiosidad me llevé conmigo el libro y lo que contenía dispuesto a descubrir qué se ocultaba detrás de aquel mensaje.
En el trayecto de regreso a casa, mientras el autobús recogía y cobijaba viajeros ateridos de frío abrazados a sus abrigos y con los ojos llorosos por el cierzo que había azotado sus caras durante la espera, volví a leer hasta tres veces lo anotado en el papel y revisé hoja por hoja todo el libro en busca de algún indicio que me orientase sobre el camino a seguir o aportase alguna otra pista sobre el alcance del intrigante mensaje; busqué anotaciones al margen, palabras subrayadas, frases remarcadas que añadieran algo más de luz sobre el misterio de la nota abandonada; resultó vano, no había nada más, sólo “De Marta para Carlos – Café Corrillo - 6N 12:30 p.m.”. Ya no era momento de meterse en más averiguaciones al llegar a casa dado lo intempestivo de la hora, y ello a pesar de que ardía en deseos de ponerme manos a la obra en la tarea de ponerle apellidos y rostro a Marta y de averiguar el tipo de relación entre ella y Carlos. Aunque la nota me quemaba en las manos y el escueto mensaje martilleaba en mi cabeza con intensidad, la cordura se impuso y me llevó a acostarme: el despertador sonaría como todos los días a las cinco y media sin saber de insomnios ni desvelos fruto de mi obsesión por la anotación.
El amanecer trajo, no corregidos pero sí aumentados, nuevos deseos de desenmarañar el enredado ovillo del encuentro concertado entre las páginas de “Todos los nombres”. Sin tener muy claro qué objetivo perseguía exactamente ni qué me impulsaba a ello decidí seguir ocupando hasta el final el puesto del Carlos al que había citado Marta.
“Café Corrillo - 6N 12:30 p.m.”: no era mucho como punto de partida aunque, aferrado a lo poco que tenía, traté de descifrar el mensaje. “6N 12:30 p.m.”: ¿doce y media de la noche del día 6 de noviembre?; de ser así apenas me quedaban siete días. La información que contenía la nota no aportaba mayores elementos que ayudasen a descubrir las características de la relación.
Esa tarde de jueves di el primer paso en la búsqueda con fecha de fin marcada en el calendario y me acerqué al café. Una docena de mesas: pie de forja, tablero de mármol y una lamparilla emplomada multicolor en cada una de ellas, suelo de madera, grandes espejos con marcos imposibles y música de jazz sonando como ligero acompañamiento al suave murmullo de voces que se escucha de fondo. Alrededor de dos mesas que habían sido juntadas para la ocasión se ven pelos largos, coletas y barbas; se ven también medias con todos los colores del arco iris, bolsos de cuero, paquetes de cigarrillos, cuadernos y libros: estudian ahora los temas que hace tres meses tenían que estar sabidos... Las mesas al lado del gran ventanal están vacías; a través de él, como en un gran calidoscopio en blanco y negro, se ve la vida de la ciudad pasar: pasan encogidos hombres y mujeres, que se agarran con desesperación a sus bufandas y se embuten hasta las orejas los gorros de lana, pero la fría neblina se cuela por todas partes haciendo vanos todos los esfuerzos por escapar del frío; cientos de personas, hombres y mujeres, traspasan las puertas de cristal del café al cabo del día y se sientan a sus mesas o, acodados en la barra, apuran una jarra de cerveza.
El camarero que toma nota de la consumición tiene aspecto de estudiante metido a trabajador a tiempo parcial en busca de equilibrar el presupuesto mensual de copas, comida y alquiler. Pasaron apenas dos minutos cuando volvió con lo solicitado; lo dejó sobre un posavasos y a su lado el resguardo de caja con el importe de lo pedido y un tríptico con los conciertos de jazz a celebrar hasta fin de año dentro del programa de música en vivo del local. Comencé a echarle un vistazo mientras tomaba mi primer sorbo del café irlandés; el folleto resultaba práctico, conciso pero a la vez completo: días de actuación (jueves y viernes) y horas (11 y 12,30 p.m.) además de un pequeño resumen que en unos casos se centraba en el propio intérprete y en otros en la música y los ritmos que interpretaba. Días 30 y 31 de octubre, 6 y 7, 13 y 14 de noviembre...el corazón me dio un ligero vuelco al volver sobre la página que acababa de leer: días 6 y 7 de noviembre de 2003 (jueves y viernes) 11 y 12,30 p.m. (“Café Corrillo - 6N 12:30 p.m.”): casualidad o no, me así a la concurrencia de datos como un náufrago a los restos del barco que acaba de hundirse; no se podía decir que fuera una pista concluyente, ni siquiera sólida, pero necesitaba una inyección de optimismo en mi búsqueda, y la coincidencia resultaba una dosis aplicada directamente en vena. La satisfacción que me producía la convicción de haber desenmarañado un poco el ovillo de la cita clandestina pintó una sonrisa en mi rostro y me ayudó a saborear con mayor deleite el barquillo, la nata y el café.
El saxo, el piano, el bajo, los sonidos del jazz, dibujaban la música como algo orgánico, con vida propia pintando, a este lado del ventanal, la fría tarde con los tonos sensuales y cálidos de los coloristas años veinte en Nueva Orleans. La atmósfera del local, todavía despejada, dejaba contemplar, colgadas, lámparas que semejaban sauces invertidos de luz con pequeñas bombillas que bañaban con luz trémula el lugar, envolviéndolo en penumbra de intimidad y confidencia. Apenas ahogados por el sonido del jazz se percibían bisbiseos de ternura, suaves palabras de amor, que una pareja de jóvenes enamorados se intercambiaban ajenos al mundo que les rodeaba.
Resoplando y cerrando con presteza la puerta tras de si, los clientes se iban incorporando al local aportando color y calor a mi tarde de búsqueda y exploración. Jóvenes con pinta de estudiantes, menos jóvenes con aspecto de profesionales liberales o de funcionarios o quizá de empleados de banca con su jornada recién finalizada; todos bulliciosos, con ganas de desconectar de sus ocupaciones habituales, hablando de mujeres y de hombres y llamándose a veces por su nombre. Agucé el oído en busca de escuchar el nombre de Marta, pero Marta no estaba y si estaba nadie la mencionó. Mientras apuraba los restos de mi irlandés decidí: volveré mañana, pero a una hora más próxima a la de la cita; quizá tuviera más suerte y pudiera descubrir entre la gente a la Marta que había comenzado a buscar.
Las 10 de la noche del día siguiente llegaron de forma imprevista, casi por sorpresa, tal fue el grado de ocupación y la exigencia en el trabajo: final de semana, fin de mes, muchas tareas por cerrar y muchos afanes por concluir; a pesar de la intensidad con que había vivido el día anterior, hoy no había tenido ni tiempo ni ocasión de pensar en la nota, ni en la cita, ni en Marta; la noche se me había echado encima, se había consumido un día más en el camino hacia el 6N y la búsqueda continuaba anclada en el mismo punto. El plan diseñado el día anterior y el hambre que apretaba mi estómago me llevaron, de nuevo, hasta el Corrillo.
Lloviznaba en la calle y camino del café crucé la Plaza Mayor de un extremo a otro, en diagonal; la luz que proyectaban los focos que la iluminaban creaban sombras que rompían la monotonía de líneas horizontales de los pisos superiores y realzaban las curvas de los arcos de los soportales, dibujando en el granito humedecido del suelo estelas onduladas de sombras y luz que dotaban al conjunto del aspecto irreal de la plaza asomada a un lago.
La misma música de fondo, el mismo colorido en el local, pero el ambiente más cargado y mucha más gente: el café a reventar, ni una mesa libre y la barra a rebosar; la sala de conciertos, en el sótano, al completo: ni una silla libre en las mesas que rodean el pequeño escenario en el que resultaría complicado acomodar un quinteto con todos sus instrumentos. Acodado en un extremo de la barra desde donde se divisaba todo el local me entretuve en repasar las caras y la indumentaria de las gentes que escuchan y viven en directo la actuación de la ‘Tato Goya Jazz Band’; ¿estará hoy Marta entre la concurrencia?, ¿cómo saberlo sin saber edad ni complexión ni aspecto?; el mensaje “DeMartaParaCarlos...” no ayudaba a acotar la búsqueda ni facilitaba la resolución del misterio que encerraba la nota. No perderé nada preguntándole al camarero de sala si conoce a Marta, pensé, deseando que ella fuese cliente habitual de las noches de concierto, que el camarero la conociera y que, en el colmo de la fortuna, ella estuviera allí a esas horas. El bocadillo y la cerveza que constituían mi cena esa noche se consumían presas de mi apetito y de mi sed.
Hola, oye, ¿conoces a Marta?; No, no conozco a nadie que se llame así, llevo poco tiempo trabajando aquí, lo siento, pero pregúntele a mi compañero de la barra, él lleva más tiempo y quizá la conozca. Esperé a terminar mi frugal cena para llamar al camarero y a medida que el bocadillo se convertía en migas y la cerveza en sólo un cerco de espuma se iba apoderando de mí una cada vez más intensa sensación de estupidez ante la situación en la que yo solo me había colocado: curiosidad, aventura, necesidad de comunicarme,... todo ello había contribuido a que mi posición actual fuera exactamente la que era: acodado en el extremo de la barra, queriendo encontrar a Marta, envuelto en humo de tabaco y sonidos de jazz.
Un café con leche, por favor, pedí al camarero de la barra y añadí sin más preámbulos ¿conoces a alguien que se llame Marta?; se fue dejándome con la sensación de que no había oído la pregunta, pero cuando volvió lo hizo con el café y la respuesta: Sí, conozco a una Marta que suele venir...; ¿Está ahora aquí?; No, todavía no ha venido, pero supongo que lo hará antes de que empiece la actuación de las 12:30. ¿Sería la Marta que andaba buscando? La noche adquiría otro tono; la búsqueda parecía acercarse a su fin y la aventura que hacía unos pocos días se presentaba como un imposible avanzaba ahora por el camino del éxito; me resultaba increíble que todo pudiera ser tan fácil, tan rodado, que contando con tan pocas pistas, con un arranque tan frágil, hubiera obtenido este resultado tan prometedor, o al menos eso esperaba, porque obtenido, lo que se dice obtenido hasta el momento, sólo tenía el “ supongo que vendrá antes de la actuación de las 12:30”.
Pedí una tónica con ginebra; quise decirle al camarero que me gustaría que me avisase cuando viera bajar a Marta, quise pedirle que nos presentase, quise contarle la historia de mi interés por ella, quise, en definitiva, convertirlo en cómplice de mi loca aventura, pero el trajín de la barra le impedía a él dedicarme atención y a mí reclamársela. Pasaban los minutos y los vapores de la ginebra iban haciendo efecto; mi ánimo, como si de un movimiento pendular se tratase, iba convertido en euforia y volvía convertido en nerviosismo, pasaba del optimismo al pesimismo sin solución de continuidad; en mi cabeza se agolpaban las dudas sobre cómo plantear el primer contacto: debía utilizar la nota como tarjeta de presentación y entrar de lleno en la explicación de mi intromisión, debía obviarla y presentarme como un afable desconocido interesado simplemente en dejar de serlo o debía dejar pasar la ocasión de salir del anonimato dedicándome a observarla esa noche y quizá alguna otra más en que pudiera volver a buscarla. La faena que le había hecho al tal Carlos me impulsaba a presentarme ante ella con la nota y una disculpa con la intención de suavizar los calificativos que mi interferencia le pudiera sugerir; ahora que había llegado hasta aquí no me apetecía quedarme escondido observándola y perdiendo la ocasión de acercarme a quien, en menos de cuarenta y ocho horas, se había convertido en mi obsesión; por otro lado tampoco quería acercarme a ella como un desconocido que pasó por allí, vio luz y se quedó.
Enfrascado como estaba en estos pensamientos a punto estuvo de pasar desapercibido el leve gesto cómplice del camarero que pretendía advertirme de la llegada de Marta. Fijé la vista en las escaleras por las que descendía una mujer; miré al camarero con gesto dubitativo y expresión que solicitaba confirmación, y obtuve como respuesta una ligera inclinación de cabeza, que quería ser una afirmación, y una leve sonrisa de compinche. Para que la cita pudiera darse por consumada era necesario hacerme presente, darme a conocer y permanecer atento a las señales que mi irrupción en la vida de Marta pudiera generar.
Un hola y un sonoro beso en la mejilla fue su saludo al camarero, y un ponme lo de siempre llenó un vaso largo de vodka y limón; se volvió hacia el escenario en busca de una mesa libre o de algún conocido. Si quería llegar a ella, ahora era el momento indicado.
¿Marta?; ¿Sí?; ¿Te suena Café Corrillo - 6N 12:30 p.m.?; Hola, Carlos; saqué la nota del bolsillo y se la entregué; Hoy no es 6N...ni yo soy Carlos, lo siento; ¿Tú lo sientes? pues yo en cambio me alegro; Pero es que no soy Carlos...; Pues si no eres Carlos, ¿qué haces con una nota que dice “De Marta para Carlos”? El tirón de orejas no había sido demasiado doloroso y el tono de su recriminación no sonó excesivamente duro, me pareció percibir incluso un cierto aire de complicidad en su expresión. No pude resistir la tentación, encontré tu mensaje y me ganó la curiosidad de ponerle rostro a la Marta de la nota; Curiosidad...es un buen comienzo; Llevo 48 horas con el papel en el bolsillo, buscándote; Me gusta que así haya sido y tanto más me gusta que hayas decidido salir del anonimato y presentarte no como el Carlos de la nota, que, por cierto, no existe, sino como el...no importa como te llames..; Antón;...Que sí existe; ¿No existe Carlos?; Sí y no; Explícate; Carlos eres tú que has acudido a la cita incluso antes de la fecha prevista, o hubiera sido cualquier otro que descifrando la nota me hubiera encontrado el día 6 pasada la medianoche, Carlos es la curiosidad por conocer, el espíritu aventurero que empuja a descubrir, la capacidad de asombrarse todavía por algo, la mano que empuja la puerta entreabierta, mitad asustada mitad curiosa, dispuesta a dejarse sorprender por lo que se oculta tras ella, prosiguió sin darme opción a opinar, aborrezco el “aquítepillo- aquítemato” como simple y mera satisfacción de un deseo y como la máxima expresión de la naturaleza animal, reivindico la seducción como arte y el flirteo como su mejor expresión, apuesto por la comunicación cocinada a fuego lento; (¡ Demonios, eso es toda una declaración de intenciones!); ...Y en ese juego, la curiosidad y el espíritu aventurero son imprescindibles para poder comenzar, creo firmemente que también lo son concederle valor al verbo en una mirada, al guiño en la entonación de la voz, a la complicidad de un gesto, incluso al poder de comunicación de un silencio, y para percibir todas estas señales es necesario tener despiertos todos los sentidos y la mente abierta a los pequeños detalles que, momento a momento, acaban pintando la relación del color intenso de las sensaciones, ¿no crees que el juego del mensaje oculto es una manera muy eficaz de descubrir ese espíritu curioso y aventurero?.
No supe qué decir; si bien lo de la curiosidad era cierto, lo del espíritu aventurero me parecía demasiado atrevido en lo que a mí se refería; mi silencio me incomodó más a mí de lo que pareció incomodarle a ella, pues me miraba sonriendo mientras iba dando cuenta de su vodka con limón. Tal y como lo había pensado, se lo solté: Lo de la curiosidad es cierto pero lo del espíritu aventurero creo que me sobrepasa; Llámalo como quieras, pero tú mismo has reconocido que llevas 48 horas dándole vueltas a la nota y otras tantas imaginándome, te has movido, me has buscado, es posible incluso que no sea la primera vez que vienes al café desde que encontraste la nota; Sí, pero... Un beso en la mejilla y un ciao susurrado fueron su despedida antes de incorporarse a un grupo cercano al escenario que, estaba seguro, ya se encontraba allí cuando ella hizo su aparición en el café.
No sé en qué momento de la conversación, por no calificarla de monólogo, se vació mi vaso pero en ese instante mi boca seca y mi mente aturdida reclamaban a voces otra ración de tónica y ginebra que le pedí al camarero sin moverme de mi posición en la barra. ¿Cautivadora, eh? El comentario, servido a la vez que el combinado, añadió la perplejidad al cúmulo de sensaciones y emociones que se habían despertado después de mi conversación con Marta; daba la impresión de que el camarero estuviese en el secreto del encuentro o conociese la forma como se había preparado la cita y los objetivos de la misma; llegué a pensar incluso que él también había pasado por una situación similar; Es como la nicotina, engancha y crea adicción, necesitando cada vez mayores dosis; ¿Hablas por ti o por lo que te han contado?, pregunté malhumorado; No te ofendas ni te molestes, algunos hemos pasado por esa situación antes y todavía no hemos conseguido, digamos, desengancharnos; ¿Qué te hace pensar que estoy enganchado?; Has comenzado a jugar y ella con ese beso te ha aceptado como compañero de juego, ¿vas a abandonar ahora que has conseguido lo que has estado buscando e incluso soñando durante las últimas cuarenta y ocho horas? ¿Qué decir cuando la evidencia había quedado reflejada en las palabras del camarero?; sentía deseos, casi necesidad, de seguir adelante para comprobar hasta dónde era capaz de llegar en este juego; apuré mi gin-tonic mientras observaba a Marta departir con sus compañeros de mesa, ajena a la situación de duda que me envolvía. El frío ambiente del exterior me golpeó la cara al salir del local, pero no contribuyó a ayudarme a decidir aunque disponía aún de seis días.
Hola, Carlos; Hola, Marta; 6 de noviembre...; 12:30 p.m., ¿no hubiera sido más correcto poner 00:30 sin más?; Es posible, pero eso ya no importa: me alegra que hayas acudido a la cita; Me alegro de haber venido, ¿vodka con limón?; Sí, por favor.