Homenaje a Tagore por Ana Alonso

“COMER POCO...”
Recuerdo a mi abuela, sentada, al lado de la cocina de carbón, con su enorme cuerpo desbordando la silla de mimbre, los grandes ojos azules y la casi permanente sonrisa desdentada en su rostro, sobre todo cuando, a quien quisiera prestarle oídos, desplegaba todo su saber y su experiencia en lo que yo llamo filosofía de caleya* o filosofía en zapatillas.
La primera vez que soy consciente de esa filosofía, fue a los 8 años. Miguel, mi más querido y mejor compañero de juegos se iba de mi vida. Se marchaba lejos y  no volvería a verle nunca más. Ante mi evidente disgusto mi abuela me preguntó y yo, llorando y con rabia le conté qué me pasaba. Ella sonrió, me abrazó en su blando regazo y limpiándome las lágrimas me dijo aquello de “si lloras por haber perdido el sol, las lágrimas no te dejarán ver las estrellas”. Me fastidió bastante.
En aquel momento desconocía completamente el origen de esa sentencia tan certera y que invita a quien la sigue a sobreponerse de las adversidades, no aferrarse a aquello que se pierde y encontrar nuevos alicientes en la vida, que los hay.
Mi abuela no era una mujer instruida.., Vivió en el campo y el tiempo suficiente para ver morir  a 3 hijos durante la guerra civil y a una de sus hijas de parto. Y enviudó tras un accidente en la mina donde trabajaba mi abuelo, al que no conocí. Sólo aprendió a leer, escribir y lo que llamaban las cuatro reglas de matemáticas y todo lo que sabía se lo enseñó la vida. A mí, me parecía sin embargo una mujer muy sabia.
“No soy sabia, soy vieja, y la edad no da sabiduría, sino experiencia”, me dijo más de una vez. Y siempre, siempre, sonreía.
A pesar de todas las adversidades que vivió, y afrontó sola, nunca perdió la sonrisa y el sentido del humor. Como ella decía, los ríos van a parar al mar y el mar nunca se desborda.
Conoció los desmanes de la guerra y aquel conflicto dejó huellas imborrables en su corazón, pero nunca se lo endureció. Siempre se posicionaba al lado de las personas más débiles, de las más pobres. Cocinaba y repartía su comida entre las familias vecinas más necesitadas, era la que curaba las heridas a toda la chavalería del barrio, amortajaba cadáveres cuando alguna familia perdía a un ser querido, recogía animales perdidos… era como una ONG con mandil y zapatillas.
Cuando la edad comenzó a hacer mella en su cuerpo, vino a vivir a mi casa. Aún estuvo activa unos cuantos años, y siguió regalándonos sus sentencias hasta el final de su vida, que un derrame cerebral arrebató de golpe. Seguro que en algún momento sonrió, como era su costumbre y su carácter, porque como siempre dijo, si no me preocupé de nacer, por qué preocuparme de morir.
Pero he de reconocer que la que más nos hizo reír y aún hoy es un chascarrillo familiar, era su sentencia favorita: “comer poco, cagar duro y peer fuerte, así se le enseña el culo a la muerte”.
Aunque unas de las que más me conformaron y que atesoro en mi corazón fueron aquellas palabras que me dijo cuando, tras romper todas mis ilusiones, en el colegio no me seleccionaron para el grupo de baile de la función navideña. Aquel día, como siempre que yo llegaba a casa decepcionada o triste, me abrazó y me dijo “¡qué triste sería el bosque si sólo cantaran los pájaros que mejor lo hacen”, y yo me sentí uno de esos pájaros que no cantan bien, pero tienen un lugar en el mundo.