La Farera por Jesús Salgado

EL FARO DE FARNORT

1 de enero de l796

Consciente de estar sentada por última vez en mi roca favorita, contemplo el rielar de los rayos de sol sobre las crestas de las pequeñas olas, haciéndolas reverberar como espejos. Memorizo este mar como una estampa de agua. -El mar es algo vivo, “no se puede cruzar dos veces el mismo río”, dice el filósofo Heráclito, y así, hace años que añado imágenes de estas aguas al calidoscopio de mi mente-.
Cuando dentro de tres horas llegue la balandra, Frank, mi padrino y farero titular, firmará el cese en el libro de actas y dejaremos el faro de Farnort para siempre. Ha querido que yo esté presente, como homenaje a tantos días como le he acompañado en el faro y, supongo, para ayudarle a mitigar su pena.
La entrega del puesto será para “el conde farero” nombre irónico con que en el pueblo designan al noble que ocupará su lugar.
Cierto es que mi padrino había pedido el relevo; tras dieciséis años de servicio sus articulaciones se resienten por la humedad –este invierno las escaleras le han supuesto un reto- y su vista ya no es tan aguda. Ha decidido retirarse a vivir a la pequeña finca de sus difuntos padres, a seis millas del pueblo. -¿Y yo?- Aunque nos duela, seguiré como criada de la casa parroquial, pues no es propio que una huérfana conviva con un hombre con el que le une el somero lazo del apadrinamiento.
Cuando Frank se planteó su retiro, ofreció al Consejo Portuario el nombre de una persona dispuesta a relevarle: un joven sobrino que hace años marchó a la otra punta del país para hacer fortuna, no yéndole tan próspero como esperaba; trabaja actualmente con un cantero, y su intención es regresar y establecerse en el pueblo. El puesto de farero, que tiene gastos de alimentación pagados y buena remuneración, le interesó, y el Consejo dio su visto bueno. Tardaría algunas semanas en poder dejar su trabajo y atravesar el país, mas no había prisa.
Mientras aguardábamos, un tal De Grät, hombre influyente en la capital, forzó la situación para que en vez del joven esperado, se admitiera a un noble extravagante amigo suyo que, habiendo viajado por medio mundo, ansiaba aislarse en la soledad del faro.
Al Consejo le pareció una excentricidad, pero se vieron abocados a acceder bajo la presión de De Grät. No obstante, en las tertulias se apostaban cuánto tiempo aguantaría “el condesito”, subiendo los galones de aceite al fanal, engrasando la maquinaria y vigilando atentamente toda la noche. Le daban una semana y por eso prefirieron ceder a oponerse abiertamente.
Cuando el sobrino de Frank aparezca, se encontrará el puesto ocupado. De haber sido él el farero, yo hubiera tenido confianza para poder volver aquí, y sentarme a escribir o a tocar la tuba entre estas rocas que tan bien me conocen.
Me dispongo a recoger, pues ya se avista la balandra.
Mi timidez me impulsa a esconderme entre las rocas, cogiendo guijarros que pondré en el alféizar de las ventanas de la casa parroquial, como recuerdo del faro.
Me sorprende el noble De Grät, no es el típico señorito, sus melenas y ropas descuidadas, y una fiereza en la mirada inclinan a pensar que este hombre ha vivido mucho y sabe defenderse… Le acompaña su perro Neptuno, pastor alemán.
Permanecí alejada de ellos hasta la hora de marchar. Así no he sido presentada, y él, que me ha visto de lejos, no ha preguntado.

2 de enero de l796
He pasado el resto del día llorando, mi pena es tan grande que sólo me apetece sentarme en el suelo juntando las rodillas a mi barbilla y dar rienda suelta a mis lágrimas, empero la mujer del reverendo, Mrs. Stuart, se encarga de que no tenga un solo instante libre.
De noche, sentada en el suelo de mi dormitorio, a la luz de la vela, escribo este diario que me consuela y ayuda a dar rienda a mis sentimientos.
Pues mi destino marcó nacer por segunda vez en el faro de Farnort, hace ya quince años. Mi edad exacta no se sabe, aparecí flotando entre los restos del naufragio del Blessed, en un arcón abierto que contenía una jaula de gallinas conmigo dentro –ese intento de preservar mi vida más allá de las suyas debió de ser el postrero regalo de mis padres.
Frank William, el farero, arriesgó su vida para atraer el arcón hacia las rocas. Yo tenía aproximadamente año y medio.
El reverendo Jhon Stream y su esposa Anna, que no tenían hijos, se hicieron provisionalmente cargo de mí. Indagaron en la lista de pasajeros y no figuraba en ella, se mandaron cartas al lugar de procedencia y nunca nadie dio fe de conocerme. Seis meses más tarde me adoptaron formalmente y me bautizaron en la fe protestante, siendo Frank, mi rescatador, el padrino. Nunca podré estarles lo suficientemente agradecida, pues los tres me aportaron el calor familiar.
¿Por qué nunca fui capaz de emitir más que sonidos de miedo o placer? Mi mudez en principio se atribuyó a la impresión del naufragio y a la separación de mis padres naturales, pero por más que durante años intentaron hacerme hablar, no fui capaz.
Es por esto que nunca fui a la escuela, siendo una niña aislada y feliz. Anna me enseñó pacientemente a convertir mis pensamientos en gestos, creando un código que me permitiera expresarme. Después, pacientemente me enseñó a imitar con mis dedos las letras del alfabeto, y así, aprendí también a escribir y a comprender lo escrito.
Más adelante, el reverendo me instruyó en religión, latín, geografía e historia. Su gana de enseñar se correspondía con mi fascinación en aprender.
Anna me enseñó a cocinar y las labores domésticas. En mis visitas al faro de Frank, aprendí a manejar el fanal y su mantenimiento, a calcular la distancia de los barcos con el sextante… y a tocar la tuba.
El instrumento es parte de mí. Cuando toco mi mente está concentrada más allá de mis dedos, y el sonido formado es la prolongación de mi pensamiento. Es mi forma de expresión sonora…
Los otros niños no podían entenderme y me dejaban como a un “bicho raro”. Algún altercado que tuvimos y mi incapacidad para defenderme, salvo con gruñidos y empujones, convencieron a mis padres adoptivos de que yo estaba mejor alejada de mis iguales y acogida por los adultos, que siempre me hablaban compasivamente.

3 de enero de l796
El viejo Frank, soltero y pensador, vivía cual ermitaño en el faro. Desde siempre el silencio nos unió, nos comunicamos desde el corazón, pues el conocimiento profundo de los rasgos faciales hace que los sentimientos afloren a la cara más transparentes que las palabras...
Para ver crecer a su ahijada, el solitario Frank habló con John y Anna, y convenció a la autoridad portuaria para cambiar dos de sus cuatro días libres al mes para que yo pudiera acompañar al esquife que hacía el suministro a primera hora de la mañana, y volviera a buscarme a última.
Mi vida así, hasta los doce años, fue inmensamente feliz.
Después, las fiebres atacaron nuestra población. Fue un terrible invierno. Se achacó la epidemia a un barco que procedente de Portugal recaló con un tercio de su tripulación enferma. No se les permitió desembarcar; el reverendo y el médico fueron los únicos que subieron a bordo, siendo los primeros en contraer la enfermedad y en morir, delirantes y consumidos. Anna, su esposa, nos dejó dos semanas más tarde.
La casa y yo permanecimos en cuarentena por orden del alcalde, me dejaban una cesta con comida e instrucciones de lavar las ropas y desinfectarlo todo durante veintiún días, hasta que vieron que, robusta como siempre, no estaba contagiada. Después me mudé al faro, pues mi padrino se ofreció a mantenerme provisionalmente –no estaba bien visto que conviviéramos, salvo en un caso de necesidad como éste-.
Durante toda la primavera carecimos de servicio religioso, y al remitir la epidemia, un nuevo reverendo y su esposa, Mr. y Mrs. Stuart, aparecieron para hacerse cargo de la parroquia.
Llegaron con dos carros llenos de muebles y cortinajes, y aquella casa sencilla, abierta a todos, pasó a ser un mausoleo oscuro y triste, como ellos. La señora me reclamó para la casa parroquial, y yo hube de dejar mi estancia provisional en el faro; me convertí en su criada y en la sombra de mí misma, tratando de pasar desapercibida, pues su mal humor y sus tareas son inacabables.
Tan solo las visitas al faro calmaban mi ansiedad. Estaban obligados a permitirlas, por acuerdo con el Consejo; durante toda la semana mi hosquedad era manifiesta, y allí me aplacaba: el mar, los avistamientos de barcos, tocar la tuba, escuchar a mi padrino… recibía una carga estimulante con la que soportar otros quince días, hasta la próxima visita.
Pasaron así tres años.
El reverendo Stuart era un ser seco y autoritario. En un principio intentó adoctrinarme en su visión religiosa de sentido del deber y sentimiento de culpa; mas yo, sacando partido a mi mudez, me revelé como poco dotada para la comprensión y acabó dejándome por imposible.
Al siguiente otoño, quedamos solos en la casa, pues la señora Stuart marchó para atender a su madre, a la que quedaba poco tiempo de vida. Yo cuidaba la casa y hacía la comida, agradeciendo esa libertad sin recriminaciones.

4 de enero de l796
En la madrugada del dos de noviembre, estando dormida, oí el rechinar de la manilla de la puerta. El reverendo Stuart irrumpió con su candil en mi dormitorio, traté de incorporarme para despejarme y averiguar qué pasaba, pero ágilmente avanzó hasta la cabecera de la cama, tapándome la cabeza con la almohada mientras se echaba encima de mí para inmovilizarme. Su intención de avasallarme era clara. Logré zafarme y resbalar por la cama hasta el suelo, él me dio un fuerte golpe en el costado, volviéndome y tratando de echarse encima. Accidentalmente, dí con mi codo en su garganta, y mientras boqueaba, salí de la habitación. Bajé hasta la cocina, y como la puerta estaba cerrada con llave, a gatas salté por la ventana, ganando la calle descalza y en camisón.
A oscuras, tropezando con los cantos del suelo, llegué a la casa del alcalde, golpeando la aldaba frenéticamente mientras comenzaban a encenderse luces en las casas cercanas. Cuando fui acogida, mi susto y mi necesidad de expresarme eran tal que vomité en el suelo de la sala. Poco a poco lograron calmarme y así, rodeada de toda la familia, tapándome con una manta y obligándome a tomar una taza de caldo, comenzaron a hacerme preguntas, a las que yo contestaba con gestos, que al ver el cariz que tomaba el asunto hizo que continuáramos en privado el alcalde, su mujer y yo.
Pasé allí la noche, y en la mañana siguiente el alcalde convocó al reverendo, manteniendo una reunión de la cual surgió mi traslado al faro, para protegerme, mientras faltara la señora Stuart. A cambio se silenciaría lo ocurrido para no soliviantar al pueblo. El reverendo Stuart se avino a ello.
La señora volvió nueve semanas más tarde, una vez fallecida su madre y arreglados los papeles de la herencia. Hube de volver a la casa parroquial y a la vida rutinaria. No me cabe duda de que el alcalde y su mujer mediaron para que fuera respetada, pues el trato de la señora es más deferente, aunque distante -la simpatía no cabe entre nosotras- y el reverendo hace por ignorarme, pues yo a él le rehúyo descaradamente.
Ahora mi pena se acrecienta al ver que mi único apoyo, Frank, y mi sitio favorito, el faro, van a quedar fuera de mi alcance.
Cierto es que Frank necesita “secarse tierra adentro”, sus articulaciones mejorarán al estar lejos de tanta humedad. Me ha prometido venir a visitarme frecuentemente, no obstante le espera una temporada de estar muy ocupado rehabilitando el tejado y demás obras para hacer de la abandonada casa su hogar.

5 de enero de l796
Hoy el pueblo ha permanecido conmocionado con la muerte del “conde farero”.
Durante toda la noche de ayer el fanal no funcionó, por lo que a primera hora acudió la balandra para averiguar qué pasaba, encontrándose al farero despeñado.
El pobre perro, encerrado, subía y bajaba las escaleras ladrando nervioso, queriendo dar aviso y acudir junto al amo.
Todo parece indicar que el pobre diablo no pudo soportar su soledad. En el pueblo se suponía que no aguantaría mucho, pero nunca sospechamos este resultado.
Han avisado a De Grät, para que venga a hacerse cargo del cadáver que, de momento, permanece en un ataúd en una nave del puerto, pues el reverendo no permite velar el cadáver de un suicida en terreno de la Iglesia.
Y, estando el faro vacío, fueron a buscar a Frank para que se hiciera cargo del puesto. Lo encontraron encamado, con un fuerte dolor lumbar causado por sus trabajos en el tejado; se mueve con tanta dificultad que le sería imposible subir las escaleras del faro.
Después de deliberar, vinieron a casa del reverendo para pedirme que sea yo la farera…provisionalmente, mientras deciden entre esperar al sobrino de Frank o buscar un nuevo candidato.
Mi edad, mi mudez y mi condición de mujer: Tres condicionantes en mi contra, si no sería una candidata idónea para el puesto definitivo, según el alcalde.
Aún así, acepté. Regreso feliz en la proa de la balandra, la espuma salpica mi cara mientras contemplo cómo el faro se hace más grande según nos acercamos. Agrego esta nueva imagen a la galería de mis recuerdos…
6 de enero de l796.
He pasado una noche removida, soñando a veces con Frank -al que siento no poder atender en su enfermedad-, a veces con la mirada salvaje del noble (qué diablo no tendría dentro ese hombre, para tirarse desde lo más alto), y sintiéndome segura en el faro, a salvo del reverendo y su esposa.
El perro se ha quedado conmigo. Se ofrecieron a llevárselo para sacrificarlo, pues lanza bocados a cualquiera que se acerque, pero les hice señas de que lo cogieran con un palo y un lazo en el extremo, encerrándolo, atado a una cadena, en el sótano.
Aún muerta de sueño, me siento feliz de ser útil e independiente. Paso la mañana desinfectándolo todo, como hice con la casa parroquial en tiempos de la epidemia; este trabajo me impide pensar, y espero que de noche concilie el sueño por agotamiento.
De vez en cuando, acudo donde Neptuno. El pobre animal se está haciendo llaga en el cuello de tirar con tanta fuerza de la cadena. Me gustaría hablarle para calmarle, pero creo que mis sonidos guturales le incomodarían aún más.
Al atardecer he guiado un barco mediano a puerto… el mar estaba bastante calmado y ha sido más por practicar que por la falta que realmente le hacía. Avisto otro en la lejanía, esta noche la pasaré despierta.

7 de enero de l796.
He despertado a media mañana, después de velar toda la noche. Comí y volví a echarme. Desperté sintiéndome culpable de tener al perro furioso encerrado en el sótano, sin saber qué hacer para aplacarlo. ¿Hubiera sido mejor dejar que lo mataran?
A media tarde resolví bajar al sótano y sentarme en el suelo, al otro lado de la puerta donde el perro ladraba y hacía mover la cadena sin parar. Traté de sentir desde él, y comprendí su sentimiento: Haber visto caer al amo y no poder acudir a su lado al estar cerrada la puerta del faro; carreras arriba y abajo de la escalera, necesidad de dar aviso y no haber nadie, obsesión de permanecer junto a su cuerpo, sin poder.
Tenía la tuba en mi mano, y con ella di rienda suelta a la expresión de todo esto. Me olvidé de mi oyente y mi improvisación fue una sucesión de sonidos sin acorde; notas cortas y agudas, hasta agotar mi respiración, una y otra vez, después tonos graves que no acababan nunca, salvo para coger aire y continuar mi fúnebre lamento…no sabría decir el tiempo que estuvimos así, sonidos melancólicos que no encontraban conexión salvo con otros de parecida escala… Cuando salí de mi abstracción, hacía rato que el perro se había callado. Sonó entonces una melodía breve y repetida, grave, con un punto de alegría y un desenlace que asemejaba al latir de su corazón. Al acabar, abrí la puerta y coloqué el candil en el gancho. Lentamente me acerqué al perro tendido, y él, despacio, se levantó hasta olerme el vestido y lamer mi mano. Me acepta.
Con cierto recelo, le acaricié la cabeza y solté la cadena de la pared para subirlo a la cocina, atándolo a la pata de la mesa. Hoy dormirá así.

8 de enero de l796.
Ha llegado la balandra con víveres y una carta del Alcalde. Agradecen mi servicio ­“provisional” –se cuida de recordármelo-, me pagarán por los días que dedique y una gratificación extra, por lo improvisado del caso; dice que están tratando de averiguar el paradero del sobrino de Frank a través de los correos.
Saben, por el vendedor ambulante Ben, que Frank ya se va encontrando mejor (lo cual me alivia) y, como colofón, acaba la carta diciendo que Mr. y Mrs. Stuart se trasladan a otra parroquia. Renuncian a que les acompañe y se me indica que cuando me releven como farera vaya a casa de Frank, donde soy bien acogida.
No he podido leer la despedida, lágrimas de liberación empañaban mis ojos. ¡Adiós a los odiosos Mr. y Mrs. Stuart! Dios me perdone por pensar así, pero es lo que siento.
El Consejo, quizá por el delicado estado de Frank, por fin admite que pueda estar a su lado.
Siento paz, la tensa situación ha acabado –cuando tomé posesión del faro intuí que comenzaba una nueva etapa, que no volvería atrás. Neptuno está siempre a mis pies, desplazándose adonde yo vaya. Me siento feliz, aunque mi otra parte, este mar y el faro, comienzan a alejarse de mi horizonte.

9 de enero de l796.
He estado encalando la cocina y el dormitorio. Encontré un bidón de cal en el sótano, y con un palo largo, recogiendo mis faldas con un cinturón entre mis piernas (andaba como los hombres), me puse feliz a la tarea. Ahora huele a limpio, dormiré sin problemas.
Neptuno sabe su canción. Volví a tocarla, y el perro acompañaba en las partes más tristes con un lúgubre ladrido, lanzado desde lo más hondo de su ser. En el allegro, lanza ladridos cortos, y en el final me miraba transmitiendo confianza plena.
Me adora; nunca pensé que llegáramos a entendernos tanto…

10 de enero de l796
Comienza una borrasca que puede durar dos días. Afortunadamente no se vislumbra ningún barco en el horizonte.
Aprovecho a cocinar con mimo, recordando las recetas de Anna. Y comienzo a bordar un paño para la casa de Frank, un dibujo de frutas y las letras: “Hogar, dulce hogar”.

11 de enero de l796.
La borrasca ha desaparecido. A media mañana oteé la balandra. Con el catalejo avisté al remero y a un joven. El esperado sobrino llegaba.
Recogí mis escasas pertenencias –algo de ropa y los libros de mis padres adoptivos-, a Neptuno y un par de piedras medianas que pondré en el jardín de Frank, como recuerdo.
El joven parece atento y agradable, aunque algo me dice que viene con el corazón controvertido. No es la persona de fácil acceso que yo esperaba y no he encontrado el momento para escribirle en mi libreta de notas que me gustaría visitar el faro en alguna ocasión… en fin, ya se verá.
La balandra ha emprendido el camino de regreso y yo he estado mirando a proa, negándome a despedirme del faro, cuya presencia sentía a mi espalda.

12 de enero de l796.
En este día me he sentido tan mal que hasta la noche no he sido capaz de poner estas líneas.
“Quam bene vivas refert, nom quam diu”, Séneca. “No importa cuánto vivas si no vives bien”.
Así me siento yo.

13 de enero de l796.
Trabajo infatigablemente, en parte por dar rienda suelta a mi removido interior. Con el cinturón separando mis faldas, subo al tejado una y otra vez, siguiendo las indicaciones de Frank, sentado en la carretilla.
Me entristece verme alejada tan repentinamente del faro. Por otra parte, así puedo atender a Frank.
Subo ligera por la escalera, y las lachas de piedra que forman el tejado van quedando sujetas. Pasaremos buen invierno. En la primavera habrá que tratar la tierra, baldía desde hace años.
Frank me comenta los últimos chismorreos del pueblo, y así me entero de cómo el reverendo ha sentido menoscabo a su autoridad a raíz de su proceder en mi habitación. Aquella noche varias casas se alertaron al oír los aldabonazos con los que desesperada llamaba en la puerta del alcalde; el incidente se fue filtrando y la repulsa ha sido general, pues no se puede predicar la palabra de Dios y actuar así. Es por esto que el reverendo y su esposa se han visto abocados a pedir el traslado, con la aquiescencia de todo el pueblo.

14 de enero de l796.
Pinto de blanco el interior de la casa. Los pocos muebles de las dos habitaciones y de la cocina han estado secándose al sol de esta tibia mañana, tienen carcoma, sé tratarla gracias a las férreas lecciones de la señora, pero Frank opina que, ya que tiene los ahorros de toda su vida, hay que gastar encargándolos nuevos.
Iremos en un par de semanas a la capital, a gastar. Quiere que compremos muebles, cortinas, utensilios de cocina, ropa para nosotros… estoy tan acostumbrada a vivir con poco que el verbo gastar me da mareo, me parece como si no tuviéramos derecho… Frank se ríe de mi ingenuidad, se le ve optimista, el cambio a tierra firme parece que le está sentando bien.
Mis manos tienen ampollas de tanta herramienta, y me siento cansada, aunque no me permito translucirlo.
Neptuno está ganando peso y se le ve más asentado.

15 de enero de l796
Esta mañana temprano, al salir a coger agua del pozo, escuché un sonido repetido, débil, lejano. Logré orientarme hasta la zanja del camino, en cuyo fondo encontré, tendidos, dos pequeños gatitos extenuados por el frío; apenas eran capaces de mover al aire sus patitas delanteras, emitiendo débiles maullidos.
Les he recogido en mi halda, y sentándome frente a la chimenea les ponía mi mano en la tripilla, pues pensé que les quedaba poco tiempo de vida.
El calor les hizo reanimar, abrían los ojos y su maullar era más espaciado. Les di un poco de leche tibia, y ahora reposan junto al fuego con los ojos fuertemente cerrados, como sacando todo su frío interior.
Al llegar Frank del pueblo, gesticulé para explicarle donde les había encontrado y en que condiciones. Cuando le pregunté si los podía cuidar hasta ver si sobreviven, sus ojos estaban acuosos.
Tardó un poco en calmar su emoción para contarme que le vino a la mente la horrible noche de tormenta en la que yo aparecí: Cómo luchó contra los embates de las olas entre las rocas, hasta lograr ensartar una soga en el baúl y recuperarme; después, y hasta la mañana, que pudo coger el esquife y llegar al pueblo, las horas se hicieron interminables, pues ignoraba como atender a una asustada niña que hipaba sin hablar.
Yo también me emocioné al escucharle, y arrodillándome a su lado, pasaba suavemente mi mano sobre la suya, acordándome de las palabras de Plauto: “Nihil est qui nihil amat”: “nada es quien nada ama”.

16 de enero de l796..
Estaba limpiando el gallinero cuando un joven se ha bajado del carromato del granjero Harry. Venía a presentarse, es el nuevo reverendo, Mr.William Overt. Soltero y tímido, tartamudeaba al empezar las frases.
Le auguramos un lleno total en su primer servicio, tanto por la novedad como por sus frases: “Dí-Dí-Dí-os ama a todas sus cricris… -(Frank y yo nos miramos desconcertados)- …criaturas” acabó, mirándome a los ojos.
Le ofrecimos un té, y Frank me hizo enseñarle mi álbum de plantas –las recojo del campo, las seco y coloco en una hoja, con su nombre común y en latín. Con esmerada caligrafía pongo sus características y épocas de floración, añadiendo algún dibujo propio para que se vean sus frutos, flores o su grana. Acabo explicando si tiene alguna utilidad para emplastos, infusiones, etc.
Quedó muy impresionado -¿Acaso pensaba que una persona muda no pudiera tener sed de conocimientos?
Frank le prometió, en su próxima visita, un dúo de tubas –yo estaba muerta de vergüenza.
Los gatitos están mejor, aunque débiles y muy delgados. Neptuno se ha encomendado la misión de vigilarlos: tendido a su lado, si se alejan con sus patitas aún temblequeantes, les empuja con el hocico y si persisten les coge con la boca depositándolos en su cesta.
Supongo que su complejo paternal se irá diluyendo a medida que se restablezcan y me alegro de que su reacción haya sido así y no de celos.
El reverendo me ha dejado la mejor impresión. Se le ve muy buena persona, y me gustaría poder contar con su amistad.

17 de enero de l796
Hoy hemos acudido a la granja de Harry, que, a buen precio, nos ha cedido cuatro gallinas, una pareja de conejos, dos palomas hembras y un macho y pequeños saquetes de simiente para la huerta. Su hermana me ha regalado semillas de muchas flores, lo que me ha puesto especialmente contenta y con gestos que Frank traducía, le he dicho que la próxima vez llevaré mí libro de plantas, para compartir conocimientos.
Después de preparar la comida he estado en la parte delantera de la casa, colocando las lachas rotas que nos sobraron del tejado haciendo una separación para las flores, que habrá que regar aparte. La pequeña finca se va llenando de vida.

18 de enero de l796
Los gatitos se recuperan muy bien. Ahora ya habría que ponerles nombre, así que he cedido el honor a Frank, que después de pensar ha dicho: “Fart y Nort”, como nuestro faro”. Esto nos ha hecho rememorar y por un momento hemos estado melancólicos. Por suerte paró el granjero Harry ante nuestra casa para enseñarnos cómo reparar la valla, lo que nos hizo sumergirnos en la tarea durante toda la mañana.
Por la tarde ha parado Ben, el vendedor ambulante. Hemos comprado un candil, dos sartenes, una olla de barro con tapa, una escoba, un taburete, azada, pico y pala, y se empeñó en mostrarme una bonita tela para las ventanas, que, como no tenía un precio excesivo, acabamos comprando y me encargaré de confeccionar. Aún ha quedado con Frank en traer en su próxima visita un arca y una escalera, pues la nuestra está bastante inservible.
Como anochece pronto, Frank y yo estuvimos tocando la tuba, sobre un tema común improvisábamos variaciones. Neptuno nos miraba embelesado, despistándose incluso de su vigilancia de Fart y Nort, que cuando nos dimos cuenta estaban jugando con mis ovillos de hilo.

19 de enero de l796.
La visita del alcalde me ha sorprendido cocinando. Aparté la olla del fuego y le serví una jarra de cerveza. Frank llegó al poco del gallinero y así, sentados en la mesa de la cocina, nos dio novedades.
El faro volverá a quedar sin servicio, pues el joven farero se empeña en marcharse cuanto antes. El problema es que nadie quiere relevarle, pues si antes era difícil encontrar a alguien que se adaptara a esta forma de vida, ahora, después del suicidio del “conde farero” y la repentina marcha de su relevo, la gente ha dado en decir que el faro “está maldito”.
Así que el alcalde ha venido a pedirme que vuelva a relevar provisionalmente, sin fecha, hasta que encuentren nuevo farero. Para que estuviera más contenta, depositó sobre la mesa un atado con una cantidad generosa de monedas, el dinero que había quedado en pagarme y aún no habíamos ido a recoger.
Desconcertada y furiosa, estuve revolviendo en el fogón, removiendo la olla de patatas, que no tenían falta y acabaron casi puré de tanto deshacerlas y secando platos y vasos que bien podían haberse roto de la fuerza con que los depositaba.
Esperaba que la conversación continuara entre los dos, pero la edad es experiencia y los viejos zorros supieron esperar a que mi acceso de ira se aplacara.
Después, suavemente el alcalde comenzó a mencionar la necesidad de que el faro estuviera ocupado, lo mal que se sentiría “todo el pueblo” si algún barco se estrellara contra las rocas, e iba a seguir hablando en ese tono cuando yo no pude por menos que intervenir, y airadamente comencé a hacer gestos que Frank traducía:
-Dice que le ha costado lágrimas dejar el faro y no está dispuesta a repetir la experiencia de que la podáis cambiar por el primer advenedizo que se presente en el pueblo diciendo que sabe manejar un sextante.
-Dice que se considera sobradamente capacitada para ser farera, y que si el señor alcalde cree que ser joven, mujer y muda son tres condicionantes en contra para ocupar el puesto, igualmente lo son para su “ocupación provisional”.
-Ahora se encuentra feliz en esta casa, con el perro y los gatos, con las gallinas y la huerta, y cocinando para mí, –tradujo el perplejo Frank.
Asentí y salí dando un portazo. Marché a caminar sin rumbo. Acabé llorando al pie de un manzano.
Cuando regresé, el alcalde hacía rato que se había marchado y Frank, prudente, se había retirado a obrar en el gallinero, eso sí, después de comerse las patatas –está claro que este hombre no se morirá de hambre por un disgusto.
Yo me retiré a mi habitación, confusa y avergonzada de hablarle así al alcalde, al que tanto debo. Y sigo furiosa, pues no sé definir mis sentimientos.

20 de enero de l796.
Me levanté abochornada de mi conducta de ayer. Frank apenas habla lo imprescindible, eso sí, con suma amabilidad.
Y hoy lo hago todo mal. Se me ha resbalado el tazón de las gachas, volcando su contenido por el suelo y manchando las patas de la mesa y las sillas, con lo que he tenido que dedicarme rato a limpiarlo todo; la verdura casi se socarra y cuando llevaba el cubo de la ropa para lavar, por poco piso a uno de nuestros gatitos. Hasta Neptuno se esconde bajo la mesa.
Por la tarde he estado con Neptuno por el campo, sentándome a leer mi libro de latín.
Esto me ha calmado: “Alea iacta est”, Julio César. “La suerte está echada”.

21 de enero de l796.
Un carruaje ha parado frente a nuestra casa. Manejaba el presidente del consejo portuario y detrás iban el alcalde y el reverendo William.
Frank les ha hecho acomodarse en la cocina, yo me he quedado de pie, apoyada en la pila, pues no hay más asientos.
Con voz grave, como el que ha preparado un discurso, el presidente leyó una carta que comenzaba recordando que desde la más remota antigüedad, debido a las formaciones rocosas que rodean nuestra costa, siempre ha habido un faro que pudiera avisar a los barcos del peligro y supiera guiarles a buen puerto.
Esto ha evitado numerosos naufragios y la actividad comercial ha podido desarrollarse aquí, formando un pequeño pueblo en torno al puerto.
Ha recordado que, desde que él es presidente de la corporación, Frank ha sido el farero permanente, elogiado por su buen servicio y probada actitud.
Y ahora que ya no está surgen los problemas, pues en menos de un mes, tres personas han ocupado el faro, y dos de ellas no se han adaptado.
Mi rechazo anterior les hizo recapacitar y encontraron justas mis palabras.
Deliberando, observaron que, salvo Frank, nadie tenía tanta práctica como yo en la actuación de los avistamientos y en el mantenimiento de la maquinaria. El consejo tiene plena fe en mi sentido de la responsabilidad, pues ya he dado pruebas de ello.
Saben que no pruebo el alcohol y que me adapto bien a vivir allí, a diferencia de los dos anteriores fareros.
Es por esto que han recapacitado y visto que no les sería fácil encontrar persona más idónea que yo, por lo que me solicitan tenga a bien ACEPTAR LA PLAZA DE FARERA PERMANENTE.
Acababa la carta con una fórmula de despedida y la firma de todos los componentes del consejo y del alcalde.
Necesité apoyarme en el borde de la pila para no resbalar. El reverendo se dio cuenta y me acompañó solícito hasta su asiento. Y puesto que se había quedado de pie, aprovechó para decir que por su parte, estaba dispuesto a acudir al faro para exorcizarlo de cualquier fuerza negativa que pudiera tener.
Sólo que, en vez de “exorcizarlo”, el pobre William dijo: “ex-exorchi-echorzizaar-exchor…oorcizarlo-o-o…”, de tal manera que al acabar reíamos todos sin tapujos, él incluido. Es una gran persona.
Frank aprovechó para sacar cerveza, pan, queso y embutido y yo trataba de aclararme para dar mi respuesta.
Delante de todos, Frank y yo conversamos: gestualmente por mi parte, hablada por la suya.

Le dije: “Me duele dejarte”.
Contestó: “Yo te enseñé a amar al faro y al mar; es mí legado para ti”.
Gestualicé: “Me siento tan viva viendo el mar…pero no quiero dejarte. Mi corazón se siente dividido”.
Dijo: “Surgiste del mar embravecido en una noche de naufragio y tormenta, dentro de un cofre. Eras pues un regalo de vida, no para mí, sino para el faro. Si tú quieres, serás su luz”.
Contesté: “Quiero”.
Dijo: “Ocupa pues, tu lugar”.

Abrió sus brazos y me eché en ellos, y sentí como en ese momento el mar, las rocas, el faro y Frank eran uno.

22 de enero de l796.



De pié en el esquife, con Neptuno a mi lado, contemplo la inmensa mole del faro, que me espera.

Siento mi esencia conectada a este mar. Yo pertenezco aquí, como la hiedra que surge en el resquicio entre dos piedras forma parte del faro; como este esquife forma parte de este mar.



“Etiam capillus unus habet umbram”. Publilio Sirio. –Hasta un solo cabello hace su sombra-.





El Faro de Farnort, a 22 de enero de l796