Microrrelato de Jaime Del Egido
Nunca verá el mar
En Waxsima y en las proximidades del río Ucero al amanecer de aquel día otoñal,
sin duda un día cualquiera en la monótona y despreocupada sucesión para una
niña de aspecto harapiento y rostro picado por calenturas infantiles, ya
soplaba el viento sobre cerros y arboledas. La hojarasca se arremolinaba
sobre los rincones del chamizo de adobes.
La niña y su hermanito jugaban en aquel suelo de tierra y sin alfombras de la
vivienda, abstraídos, moviendo y recolocando trozos de tela y palos retorcidos
sobre improvisados altares de piedra. El padre había madrugado a ordeñar las
dos cabras que poseían y después se había llegado a la atalaya para cumplir la
labor encomendada por el señor marqués de espiar la posible llegada de gentes
extrañas, a pie o a caballo. La madre trajinaba encendiendo el cisco de roble
en el horno, donde hace aquella especie de pan con escanda (mezclada la noche
anterior con la levadura en aceite), manteca y granos de nueces trituradas. Los
niños tenían la esperanza de comer aquel conglomerado caliente cuando estuviese
dispuesto; aún no habían sido reñidos por no haber traído el cántaro con agua
desde la aljibe comunitario, ni por no haber llevado las cabras al pasto entre
las lindes de las huertas.
Ellos jugaban ajenos a la existencia de ciudades o castillos, alcázares o
alcazabas, epidemias o hambrunas, nobles y reyes, mozárabes y mudéjares.
La niña no sabía de esclavos y libres, esposas o concubinas, ni que existiera
un destino en la vida de cada uno. Pronto la casarían: otros iban a decidir por
ella.
Nunca aprenderá a leer en los textos sagrados, ni verá el mar.
Jaime