Mixtura por Mª del Carmen Salgado Romera-Mara-


La oficinista

El cangrejo llevaba meses inmóvil en el escritorio del ordenador de la oficinista: cada vez que la pantalla se encendía, él aparecía en el cuadrante superior izquierdo precedido o seguido por el resto de los signos zodiacales que un dibujo naif situaba sobre una cabeza infantil. Sobre la semiesfera transparente que los abarcaba rezaba la leyenda “El niño que soñaba con la bóveda celeste”.
Ese dibujo la representaba muy bien por dentro. Por fuera, no. La mesa que la separaba de las visitas que frecuentaban su oficina con problemas triviales ofrecía una perspectiva de su busto robusto sobre el que se asentaba una cabeza de pelo unos días más canoso que otros y un rostro agradable de edad variable, según se riera o no.
Era una persona amigable obligada a utilizar el arma del “Usted” por prevención, para separar el desencanto y la preocupación que envolvía a sus visitantes de ella y de su frustración por estar trabajando en un lugar tan anodino. El hecho de que el león, el cangrejo, el toro, los gemelos, el carnero y los peces llevaran tantos meses presidiendo la pantalla del ordenador decía mucho de su necesidad de fantasear para no perecer asfixiada por las garras de la rutina.
La rutina… ¿pero acaso sus visitantes no eran cada uno una perla de información? Su manera de abordar la puerta, su entrada tímida o decidida en la oficina, su manera de sentarse en la silla huérfana que había frente a ella, sus modales cautelosos o invasivos, la evolución de sus expresiones desde la preocupación, la duda  o  el enfado iniciales hasta el interés y la  alegría que manifestaban a su despedida –también alguna rara vez la decepción cuando les demostraba que sus expectativas no podían cumplirse- eran tan singulares y personales como sus formas de vestir o de hablar.
Si hubiera podido hacer una película grabando a los cientos de clientes atendidos y los miles de ademanes que utilizaron para explicar su media docena de problemas similares hubiera podido demostrar que vivía en una sociedad cuidada. Ella podía añadir que bienoliente en general. Pero el único registro de esas visitas quedaba en su memoria y tan solo se extendía a algunos casos singulares que había decidido inmortalizar literariamente convirtiéndolos en personajes de relatos.
Y así, los sujetos más desagradables, prepotentes, despistados, indecisos, amables o bellos fueron despojados de sus otras características y dotados de una nueva personalidad, de un nuevo entorno y de una vida paralela e intangible que se repetiría una y otra vez a cada lectura mientras ellos seguían con su vida habitual, sin saber que un doble suyo había adquirido la capacidad de multiplicarse infinitamente gracias a  aquella mujer que soñaba, un día de marzo como otro cualquiera, con que había planetas habitados en aquellas constelaciones milenarias y que, quizás en alguno de ellos, otra oficinista también tenía en su ordenador la imagen del niño de las estrellas.


Mara