Mixtura por Mª Evelia San Juan Aguado
LOS MARTES, LLUVIA
La lluvia es un eficaz colutorio que perfuma el aliento
de las ciudades. Proporciona alivio vitaminado para la sed de tantos árboles
famélicos, encarcelados en cuadriláteros minúsculos y a veces obligados a
vestir disfraces irreconocibles. Da lustre a los tejados, provee de lágrimas a
las ventanas, que muestran así su tristeza por no recibir el consuelo del sol.
Es un bálsamo para las calles. En cuanto llega, las palomas huyen hacia sus
ocultos escondrijos y nos liberan del embargo de su presencia persistente y
ofensiva en las aceras, en los jardines, en los bordes de las avenidas, en los
alféizares, incluso en el interior de las cafeterías.
Agrisanta el aire, nos ayuda a percibirlo, aunque al
respirarlo cargado de humedad sintamos por dentro un cierto escalofrío
mudo, inquietante, cada vez distinto.
Difumina los contornos, consigue que nuestros ojos duden de su agudeza,
transforma objetos reales en imaginarios. Despierta sensaciones ocultas, azuza
antiguos dolores. Nos roba nuestra sombra, que únicamente recuperamos con el
regreso del sol.
Dibuja arte abstracto en los escaparates, en las
aceras, incrementa el tráfico y viste los baches con velos de espejos.
Desde hace bastante tiempo, una gavilla de diletantes
se reúne los martes en cierta biblioteca pública en torno a un experto. Es
heterogénea su composición, tanto en
edad y sexo como en procedencia, ocupación e ideas. Les une el amor por la
escritura. Como en otras tantas actividades, abundan las mujeres.
Hay días en los que se diría que nunca va a amanecer.
La borrina se ha adueñado de la ciudad y el tráfico es como una inacabable
procesión de faroles. Cuando por fin se apagan las luces nocturnas, el orvallo
está dispuesto a acompañarnos durante todo el día, como mínimo. Los vascos lo
llaman sirimiri. Para los habitantes del otro lado de la cordillera se trata de
calabobos, palabra harto explícita, pues, en efecto, a la vista es poco
detectable, pero para el cuerpo resulta inconfundible. Si arrecia, se
transforma en llovizna o mollizna.
El experto pastorea con diplomacia impostada y
tranquilidad; a veces torea y da pases de muleta que tienen la virtud de poner
a cada uno en su sitio. Lleva muchos cursos de experiencia a sus espaldas,
cientos de personas conocen su enorme bagaje de lecturas y los recursos que
ofrece a los noveles.
A veces, las
nubes, en lo alto, lo cubren todo, apelotonadas en su grueso edredón plomizo,
se vuelven pesadas y aligeran descargando durante horas una ducha uniforme,
suave, monótona, que suele durar en torno a un día o dos. Invita a modificar
los planes, a permanecer en casa, calentitos, a seguir en la cama, lo que puede
parecer un rasgo de felonía, pues no queda más remedio que armarse de valor y aplicarse
a los trabajos como cualquier día soleado.
Las sesiones comienzan a menudo con alguna pregunta
relacionada con la más cercana actualidad literaria o cultural. Cuando los
participantes traen deberes, la hora y media puede estar dedicada a su lectura
comentada. Para ilustrar aspectos concretos de la creación literaria trae textos
escogidos de grandes autores, que son leídos y analizados, se explicitan los
recursos usados por los respectivos autores y se invita a imitarlos sin pudor…
en ocasiones, la lentitud se apodera del ambiente, es como una boina que se
torna densa, pegajosa.
En primavera es frecuente que las nubes se carguen y
choquen entre sí. Se producen rayos y truenos, el cielo parece romperse y los
aguaceros o chaparrones nos obligan a guarecernos y esperar que pase la furia,
muchas veces en forma de granizo. En pocos minutos, como un frío maná, las
calles aparecen cubiertas por una blanca capa granulada.
Aquel martes de mayo había amanecido muy tarde, una
espesa capa de nubes abrigaba el cielo. Hacia media mañana, las masas plomizas
iniciaron su terrible lucha y un estallido tremendo provocó el temor en toda la
ciudad. Fue el preludio de una sucesión que parecía infinita de rayos y truenos
fortísimos. Una gran tromba de agua cayó inmisericorde durante un tiempo que
pareció interminable. Desde las calles empinadas bajaban torrentes rabiosos a
desembocar en las avenidas situadas más abajo, llevando consigo las tapas de
los desagües y rugiendo amenazantes. Grandes ríos de agua barrosa circulaban
por la ciudad y las aceras habían desaparecido bajo las corrientes. Bastantes
comercios sufrieron la inundación. Cientos de garajes situados en sótanos quedaron
convertidos en piscinas. Las llamadas a los bomberos colapsaron la centralita y
se convirtió en un grave problema decidir el orden para llevar a cabo las
intervenciones. El suministro eléctrico había quedado cortado desde el
principio. Para la mayoría las nuevas realidades, como teléfonos móviles e
internet, sonaban a chino. Aunque ya casi no se estilaba, es seguro que junto
con las velas que alumbraron aquellas dos larguísimas horas hubo oraciones
furtivas y ansiosas.
Por la tarde la sesión literaria comenzó como de
costumbre, algo menos concurrida que otras veces, pero animada con los
comentarios sobre la tormenta de la mañana. Tocaba esta vez leer los trabajos
personales. Las vivencias recientes ocuparon buena parte del tiempo, una charla
insustancial que encrespó los ánimos de algunos, deseosos de ‘aprovechar el
tiempo’ y lucir de paso sus propias habilidades. A cada lectura seguía, como
siempre, el comentario del experto y las observaciones de los compañeros. Se
detectaban los pequeños fallos ortográficos,
expresivos, se consultaba acerca del sentido de algunas frases…y generalmente
se daban parabienes a los autores. Cuando le tocó el turno a Cholo y leyó con
gran velocidad su texto, Mario no esperó, activó la espoleta y soltó un chorro
de munición crítica sobre lo leído y el modo de lectura. El primero respondió
denostando a su vez los relatos del otro con palabras ofensivas. Por primera
vez en tanto tiempo, hubo cruce de descalificaciones mutuas y Cholo acabó
levantándose y saliendo sin despedirse, mientras Mario saboreaba un hipotético
triunfo que le haría más valioso a los ojos de los compañeros.
Los demás
quedaron en suspenso, esta vez el profesor no reaccionó como solía,
apaciguándoles a base de palabras amables hacia ambos y la discusión acabó con
su enemistad inquebrantable.
Mª Evelia San Juan Aguado