Libro de deberes 2015 por Mª del Carmen Salgado Romera -Mara-


Las hojas protegidas

La primera vez no me di cuenta: me limité a llevar el libro a la playa metido en una bolsa, entre la toalla y el bronceador. Lo abrí por una página cualquiera, ávida de devorar palabras y frases al azar. Algo decía de un padre, de una calle y de un perro ladrando. Me los comí con los ojos y me fui a tomar una cerveza al chiringuito de la playa. Ahora caía sobre ellos una lluvia de cacahuetes triturados y palabras en inglés, que era lo que atravesaban  mi boca y mis oídos. Casi podía oír las protestas del padre, del perro y de la calle, pero me daba igual: los libros y la comida son alimentos necesarios para el alma y para el cuerpo. Ahogué las supuestas protestas con unos tragos amargos, dorados y fríos y me olvidé del libro hasta que tuve necesidad de volver a comer.
Lo había dejado encima de la mesilla y lo abrí sobre la palma de mi mano izquierda. Al pasar con la yema del pulgar derecho el borde de las hojas haciéndolas sonar como una diminuta ametralladora, noté que había una zona más gruesa. En un principio, pensé que serían unas hojas mal recortadas por la guillotina o adheridas por algún pegote de crema bronceadora.  Me puse las gafas y comprobé por la numeración que entre la primera y la última página selladas había dieciséis hojas que parecían haber sido pegadas a propósito.  Fue entonces cuando me fijé en el título del libro: “Necronomicón Parte Segunda”. Teniendo en cuenta que el título alude a la ley de los muertos, pensé que la persona que lo había dejado en el apartamento de alquiler que ahora ocupaba yo pretendía, o bien proteger a fututos lectores del  contenido de esas páginas, o bien suscitar su curiosidad. Como tenía hambre, me limité a abrirlo por otras páginas y a comerme una choza de paja, un caballo y una encina y me fui al supermercado a comprar alimentos y bebidas para el cuerpo, intentando decidir qué hacer respecto a las hojas protegidas.
Al subir las escaleras supe qué hacer: Recortaría las hojas comestibles, las metería en botes de conserva y observaría si las hojas selladas hacían algún movimiento en algún momento del día o de la noche. Como no podía estar siempre vigilante, abrí las tapas del  libro sobre la mesa y apuntalé las hojas selladas  para que quedaran con el filo hacia arriba.
El primer día no pasó nada. Pensé que igual necesitaban agua y las pulvericé. A la mañana siguiente los bordes de las hojas más exteriores se habían separado. Pensé en tirar de ellas pero decidí que era mejor que se terminaran de separar por sí mismas. Seguí regando. El filo y los extremos se habían despegado y del interior parecía que iba a surgir algo, pues el papel de las hojas se estaba abombando. No sé por qué, empecé a sentirme vigilado por el libro. Me escondí  detrás del sillón y lo miraba fijamente mientras, de forma mecánica, masticaba las hojas que sacaba del bote de conserva.
Cuando el libro se movió ahogué un grito. En un momento las hojas pegadas se separaron y apareció una flor negra que movía su corola buscándome. Parecía  carnívora y temí por mi vida. Pero, no. Alargó su tallo hasta enredarlo sobre un bote de conservas de hojas de libro y lo lanzó contra el suelo. Los personajes intentaban huir pero ella los aspiraba con su pistilo y crecía y crecía hasta abarcar toda la habitación, hasta romper el forjado y dejar el cielo por techo, hasta que yo fui para ella tan solo un punto y coma. 

Mararrara