Relato de Ciencia Ficción por Mª del Carmen Salgado Romera (Mara)


Los asesinos de felpudos

No serían ni las siete  y media cuando se formó el follón. Mi vecino de enfrente, un  viejo  anglicista,  dando alaridos en el rellano como un poseso.
Me lancé de la cama en calzoncillos, corrí -medio atontado aún por el sueño-, esperando encontrarle tirado, víctima de un infarto, su mujer arrodillada al lado, el camisón blanco hinchado como un globo, los rulos coronando su cara redonda de manzana  y una malévola mirada de felicidad alzándose, de repente, desde su genuflexa  viudedad recién estrenada.
Dispuesto a darle  su merecida enhorabuena  y a ofrecerme para llamar a una ambulancia, abrí  con decisión mi puerta de la calle.  No había viejo insoportable fulminado por un infarto, ni  viuda feliz. Aún.
Un dantesco espectáculo de felpudos destrozados al que se iban sumando cada vez más espectadores fue lo que vi. Lo que vimos, boquiabiertos, despeinados, desvestidos y desorientados los vecinos de aquel vestíbulo alargado como andén de metro, a medida que franqueábamos las puertas de nuestras casas, inconscientes de nuestra falta de decoro y dignidad.
Caras de pasmo, gente agachada, niños que empezaban a asomar tras las piernas de los adultos, voces, olores, gritos que llegaban desde los once pisos  restantes. Cacofonía y caos.  La caída de un meteorito no hubiera preparado tanto lío como el que se armó en aquella mañana de domingo,  que nuestras mentes  habían proyectado plácida y anodina, pues iba a seguir lloviendo.
Móviles y flases de cámaras: las imágenes de los felpudos destripados  empezaron a circular por las redes sociales y las batas y los albornoces a protegernos de miradas furtivas, comparativas, curiosas. Las parejas se turnaban y, mientras uno  custodiaba  el cadáver de su felpudo, el otro aprovechaba para ir al baño. ¿Dónde estará mi mujer? Con las puertas abiertas se oían las cisternas.  Empezamos a sacar hipótesis y sillas. Al rato, cafés y magdalenas. 
Vino la policía, echó fotos. El forense nos autorizó a barrer  los restos  y sacamos escobas y recogedores. Fue cuando nos dimos cuenta de que algunos podían ser aprovechables. Sus dueños, mirándonos asustados, los guardaron con rapidez en el interior de sus casas y cerraron las puertas. Los demás nos quedamos haciendo honores  a la hilera de bolsas de basura negras que habíamos apilado junto al ascensor. Se oía de fondo la música de diferentes emisoras entremezclándose, es lo que podíamos ofrecerles como homenaje y reconocimiento a su labor.
A cada bajada de ascensor, la calle se iba poblando de bolsas negras. En la mente de todos estaba  la previsible subida de precios de los felpudos en el almacén que abre los domingos  ante su inminente demanda, pues la masacre había arrasado la manzana, lo supimos después cuando hicimos planes para organizarnos y formar  una comisión y nos pusimos en contacto unos con otros.
Como la noticia había corrido, vinieron la televisión,  sicólogos, sociólogos, sacerdotes, vendedores de fruslerías –a ninguno se le ocurrió traer felpudos-, caravanas de mujeres, arquitectos, diseñadores e ingenieros aeronáuticos. Los niños lo pasaron muy  bien. Los mayores estábamos preocupados, no tanto por saber quién había sido, sino por buscar un mecanismo sustitutorio con rapidez.
<<Un trapo>>. Exclamó mi vecina, después de discurrir  un rato. No dijimos nada, pero lo pensamos: Pobre mujer, qué mente tan simple.
Un felpudo no sólo es un limpabarros, es la proyección de la imagen de sus dueños, de su poder  adquisitivo, de su gusto estético, de su tolerancia a las pelusillas que se forman y arraigan con tenacidad entre sus cerdas.
Es, sobre todo, un transformador  de personalidad. No somos los mismos en el descansillo –entendido como la postrera representación de la garra de lo público, capaz de apresarnos y aplastarnos bajo sus leyes- , que en el vestíbulo de nuestras  casas –entendido como el útero de lo privado, el santuario de la seguridad, la libertad y el placer. Es la bienvenida al sofá, al olor a garbanzos, a la explosión visceral, a las horas que corren ajenas al reloj. 
Un felpudo es a una casa como un puerto es a un barco. Los del almacén eran conscientes. Ya habían organizado el tráfico ilegal de felpudos. Los cajeros del barrio quedaron vacíos. No hubo  dinero para chatear.
Pero algo bueno ocurrió en la tarde de aquel domingo: Mi vecino, el anglicista, no había conseguido comprar uno. Y dejó de respirar.
Por la noche, la policía detuvo a los del almacén. Les culpaban de intento de asesinato a la intimidad, para lucrarse. Yo aventuré  a los de la comisión que habrían sido los extraterrestres, para observar.
Sólo lo dije  por despistar. La verdad es que aquel domingo había visto por la mañana desde la ventana del baño, que queda hacia atrás,  a mi mujer, la presidenta,  y al administrador de la comunidad escapando juntos bajo la lluvia, sin paraguas. Tremenda mojadura.
Se rieron mucho cuando tiraron a una alcantarilla dos pares de tijeras, de esas grandes. De las de podar.


Mara
0:23 día 23-03-2013
Basado en un sueño real.