Concurso de relatos de Navidad por José Julio Cueto Lozano


Última vela de Adviento

«Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito: estad alegres. El Señor está cerca» (Antífona de entrada A-III / Filipenses 4,4.5)

Traído desde los cielos de África, un hombre llegó a Belén. Caminaba solo, envuelto en un halo de felicidad, apoyado en su cayado. Ataviado con coloridos ropajes, elegante y altivo. Sus ojos claros contrastaban con su tez oscura como el ónix. Y en su rostro se iba dibujando una sonrisa en tanto que miraba maravillado en derredor.

El crepúsculo cortaba en sangre el cielo de Belén mientras las gentes se recogían de las calles de invierno, cuando cuatro señores irrumpieron en su camino. Serios, fornidos y armados cual guardia de las calles de aquella pequeña ciudad. El hombre sonrió ampliamente, dejando ver sus dientes blancos entre los labios y dijo: “Esta es fecha de jubileo, hermanos. Yo alzo la voz y mi canto, pues el Mesías ya está aquí.” Entonó un cántico alegre, rítmico y hermoso. Los niños se aglutinaron para verlo desde el portal de sus casas. Sus padres les agarraron para que no se lanzaran a la danza de aquel hermoso ser de ébano.

La tierra ondeó cual agua con cada pisada, transformándose en arena de júbilo. Su pecho se movía formando las corrientes de aire, que fueron marea de gozo. Un olor a rosas recorrió el olfato de la gente y las bestias. Una música empezó a sonar en sus oídos.

“Los ángeles danzan nuestro canto. Los ángeles cantan nuestra danza. Acercaos, pueblo de Belén. Tomad de mi mano extranjera las buenas nuevas y escuchad a los ángeles que claman el nombre del Mesías. Escuchad a los Coros y su regocijo. ¡Que toquen el shofar! Oled ahora el fruto caliente del maná. Levántense las gentes y celebremos esta noche, pues esta es la noche, y esta noche será buena.”

Tambores se oyeron por toda Belén. Los colores resplandecieron y la luna brilló como nunca.

“Yo que provengo del lugar en que todo empezó. Cuna de vida y cuna del trabajo de Dios. Aquí os traigo mi laudo: amaos hoy, pues llega nuestro salvador. Amaos hoy y mañana y siempre. No temáis al extraño, no me temáis, el SEÑOR está con vosotros. ¡Alabemos al SEÑOR!”

Y del cielo cayó una lluvia muy fina que no caló ni mojó cara alguna. Caricia fue entre los hombres. Y los progenitores soltaron a los hijos y todos cantaron y bailaron. Sus vientres ahora estaban plenos, su sed saciada, sus problemas olvidados, su casa limpia y sus ropas nuevas. Clamor se oyó por todo el reino de Judá cuando el sol se acostó aquel día. Fuegos se encendieron en las plazas y sus llamas ardieron en colores. Pan se repartió y vino se bebió, mas, de sus bodegas y almacenes, no desapareció grano alguno. El hombre de ojos azules tomó a los niños y los bendijo.

“Seréis colmados de regalos, este año y todos los años de aquí en adelante. ¡Celebradlo conmigo, pues empieza una nueva era!”

Los ecos retumbaron por la ciudad mientras el hombre avanzaba por las calles. Etéreo como era, extraño como era, negro como era. Su nombre le preguntaron, pero no dio nombre alguno. No necesitaba nombre alguno, pues al amanecer el hombre se hizo viento y como viento, desapareció sin ser visto ni advertido; y su imagen desapareció de la memoria.


Jose Julio Cueto