Homenaje a Julio Verne por Mª Ignacia Caso de los Cobos

UNA CIUDAD BAJO TIERRA   


    Era un día del mes de Noviembre. Casi no había amanecido. Cielo y tierra formaban una misma masa, presagiando que descargaría una fuerte tormenta. Apenas había personas transitando por las calles.
    De pronto, una deslumbradora luz iluminó toda la ciudad, al tiempo que se escuchó un estruendo ensordecedor.
    Comenzaron a sonar las campanas de los templos. Las sirenas de las fábricas ululaban en el aire. Los coches de la policía, por medio de altavoces, apremiaron a los ciudadanos a dirigirse a los refugios más cercanos. Yo cogí lo más imprescindible y corrí con mis hijos Miguel, Felipe y María al que se hallaba al lado de nuestra casa.
    Una vez cerrada la puerta hermética del refugio quedaríamos aislados del mundo y de aquel horror. Estaba diseñado como una gran ciudad bajo tierra, con adelantos inimaginables: generadores de fusión y plantas geotérmicas que producirían la energía necesaria, luz y calor para la supervivencia; todos los residuos orgánicos se reciclarían para alimentar mini centrales térmicas y aprovechar el residuo ya procesado como abono para las plantaciones. El agua llegaba desde un manantial subterráneo a través de una canalización.
    Había jardines y plantaciones que, al tener claridad y temperatura constante, producirían varias recolecciones al año, pues todo estaba dispuesto para habitar allí durante un periodo largo.
    Lo primero que deberíamos hacer sería nombrar una Junta Rectora que gobernara y decidiera lo que convendría en cada caso, y que se renovaría cada tres meses. Ella sería la encargada de controlar los alimentos y racionarlos prudentemente, porque lo que estaba almacenado era algo escaso para todas las personas allí alojadas y pasaría un tiempo antes de que se lograra la primera recolección.
    Cada familia dispondría de un pequeño recinto con una reducida sala y unas celdillas provistas de una colchoneta para descansar. El desayuno, almuerzo y cena se realizarían en varios comedores comunitarios. Esto facilitaría la convivencia, ya que casi nadie se conocería y de esta forma podríamos intimar. En esas mismas salitas se organizarían clases, juegos y concursos de pintura, escritura y gimnasia para que los niños estuvieran entretenidos. Se clasificarían por grupos según sus edades.
    También se designaría a las personas más cualificadas para ocuparse de la zona de cultivo, porque de su cuidado dependería nuestra alimentación
    Una vez acomodados nos entró el temor sobre lo que estaba sucediendo en aquellos momentos fuera del refugio. No sabíamos dónde estaban nuestros maridos, que habían salido de mañana a trabajar y no los habíamos vuelto a ver, ni conocíamos el paradero de nuestras familias y amigos. Esto nos causaba gran desazón.
    Con una especie de periscopio pudimos comprobar que el mar había anegado la ciudad; se veían animales flotando, restos de casas que se habían derruido, tierra y un sinfín de despojos.
    Cada vez nuestra preocupación era más intensa. Intentamos conectar por medio de una emisora con otros refugios, pero se encontraban tan saturados de gente como el nuestro y no cabía la posibilidad de preguntar por nadie.
    Lo único positivo fue que los niños se acomodaron pronto a esta nueva vida. Mis dos hijos mayores: Miguel, de 12 años y Felipe, de 10, enseguida tuvieron amigos y, con su fantasía habitual, inventaron juegos de hazañas y descubrimientos. Por el contrario la pequeña María, de 3 años, me seguía a todas partes fuertemente agarrada a mi falda como si fuera una lapa. De vez en cuando preguntaban el por qué de estar allí, y los más pequeños lloraban porque querían ver a sus padres. Era difícil contentarlos porque tampoco teníamos nosotros razones convincentes y no queríamos dejar aflorar nuestros sentimientos.
    La calma no duró mucho, porque pasada la novedad comenzaron a cansarse y a pelearse. Con el nerviosismo de los mayores el ambiente se puso prácticamente insoportable.
    En el grupo había dos embarazadas a punto de cumplir su periodo de gestación, pero el susto fue grande cuando otra señora, que estaba sólo de siete meses, se puso de parto.  
    Aunque muchas de nosotros éramos madres, nunca nos habíamos visto en tal aprieto.    
    Aún así, con nuestra buena voluntad, logramos sacar adelante a un niño pequeñito, bien formado y deseoso de vivir. Su madre se encontraba muy débil, pero feliz, arrullando entre sus brazos a su primer hijo.
    Una vez por semana subíamos el periscopio para examinar si la situación exterior había mejorado. Después de un mes, tremendamente largo, vimos que las aguas del mar se habían retirado, quedando sólo unos pequeños charcos, por lo que se reunió la Junta Rectora y decidió enviar a un grupo de diez personas de reconocida valía y serenidad, capaces de soportar lo que pudieran encontrar para informarnos de cómo se hallaba nuestra ciudad después de la catástrofe.
    Transcurridos dos días interminables llegaron sucios y cansados, informando que algunos edificios se mantenían en pie. Todo estaba cubierto con un espeso lodo negro; por todas partes encontraron escombros de los edificios destrozados que posiblemente albergaban en su interior a personas que aún no habían sido localizadas y después de tantos días sería imposible encontrarlas con vida. La ciudad se encontraba casi vacía, sólo se veía tristeza reprimida en los rostros de las pocas personas que deambulaban desorientadas por las calles. El Gobierno, con la ayuda recibida de otros países, había organizado equipos con bomberos y militares. Acompañados por perros intentaban localizar algún vestigio de vida.
    Nos informaron que a toda esta destrucción hubo que añadir, a los pocos días, el fallo de una central nuclear, con gran peligro para las personas que vivían en sus cercanías, que inmediatamente fueron trasladadas a lugares más seguros. Un grupo de expertos se había trasladado allí para intentar alguna solución, aún sabiendo el peligro que corrían. Desde un primer momento fueron considerados héroes de la Patria.
    La tierra seguía temblando por lo que, a pesar de los múltiples voluntarios, se avanzaba muy lentamente en la recuperación de la ciudad.
    Durante la permanencia en el refugio había conocido y aprendido mucho de algunas personas que con el tiempo se convirtieron en mis amigos: Un ejemplo fue Concha, de 80 años, con una sabiduría innata, siempre positiva, y dispuesta para poder resolver cualquier conflicto que se presentara; su esposo Juan Ramón, rozaba los 90 y con sus historias era capaz de mantener entretenidos durante horas a los chavalillos; Magdalena y Rocío podían multiplicar las pocas viandas que teníamos para alimentar a tantas personas; Gregorio y Francisco, de edad avanzada, atendían con ilusión el jardín y el huerto. También estaba mi principal amiga, Margarita, madre también de tres niños de edades similares a los míos; entre ellos estaba Guiller, de 12 años, dulce, cariñoso, con su semblante de sabio olvidadizo, que disfrutaba con la música y jugaba al ajedrez, derrotando en competiciones a muchos de los jubilados que se encontraban en el refugio.
    Con las noticias de la situación debíamos decidir si quedarnos algún tiempo más en el refugio, o salir, con todas sus consecuencias.
    Después de una noche entera reflexionando sobre lo que deberíamos hacer, Margarita y yo, que me llamo Ottilia, en unión de otras personas, nos atrevimos a dejar el refugio.   
    Nosotras dos podríamos ayudarnos, turnándonos con los niños e ir en busca de información sobre nuestros familiares.
    Lo primero que hicimos fue comprobar el estado de nuestra casa, que se encontraba cerca. Se mantenía en pie, aunque con grandes grietas, pero podríamos alojarnos allí las dos familias. Había algunos alimentos en la despensa con los que nos arreglaríamos los primeros días, porque los supermercados se hallaban prácticamente desabastecidos.  
    Necesitábamos de lo más elemental, hasta el agua, porque la de las fuentes no era potable.
    Ir en busca de nuestros familiares se convirtió en un eterno peregrinar y desazón, regresando rendidas cada día y, lo peor, sin encontrar a nuestros seres queridos. Por las noches, cuando acostábamos a los niños, Margarita y yo nos consolábamos y animábamos mutuamente, entre lágrimas. No podíamos hacer otra cosa.
    El día en que me acerqué a la zona donde vivía el padre de mi marido y alguno de sus hermanos fue terrible. No hallé más que destrucción. Aquella casa tan bonita se había convertido en un montón de escombros y, además, encontré un cartel indicando que la zona había sido inspeccionada sin localizarse ningún indicio de vida; los cadáveres rescatados se encontraban en una carpa habilitada a tal fin, para su reconocimiento por los familiares.
    Pasadas unas tres semanas encontré a un conocido que me dijo que había visto a Ramón, mi marido, en un hospital de campaña, y allí corrí. El encuentro fue emocionado, entre lágrimas, abrazándonos sin hablar…, sin poder separarnos. Sus lesiones eran delicadas, pero no demasiado graves y pronto podría acompañarnos en la casa. En ese momento no me pareció oportuno darle la noticia de la desaparición de su familia. Era demasiado y nuestra resistencia emocional se encontraba al límite. Me despedí de él hasta el día siguiente, en el que volvería con los niños.
    De regreso, reflexionando sobre todo lo ocurrido, pensé que tenía que sacar coraje de mis entrañas para que aquella familia no se derrumbara.
    Mi amiga Margarita no había tenido tanta suerte: parecía que ella y sus hijos eran los únicos supervivientes de su familia. Le procuré todo el consuelo que fui capaz. Causaba dolor ver su tristeza resignada, sin querer demostrarla.
    Y llegó el día en el que Ramón fue dado de alta y volvió a casa. Con lo poco que teníamos la adornamos, para disimular el estado en que se encontraba, e hicimos un “menú especial”: huevos cocidos rellenos de bonito de lata, con mayonesa y la yema espolvoreada por encima. Su presencia era muy buena y, en aquellos días, todo un lujo.
    Los meses fueron pasando y la vida comenzó a encauzarse acompañada de una inmensa tristeza interior, que cada uno disimulaba.
    Tendrían que pasar muchos años para que se recobraran tanto la ciudad, como los sentimientos.
    Y pensé: ¿tanto es el daño que hemos hecho a la tierra para que se queje y proteste de esta forma…?
    Yo, que era natural de otro país, con distinta civilización, admiré la entereza y resignación de los habitantes de aquél que mediante mi matrimonio había pasado a ser también el mío.

 

Oviedo, 11 de Mayo de 2011.
Mª Ignacia Caso de los Cobos Galán.

Nota.- Con mi reconocimiento a los habitantes de Japón ante la adversidad.