Homenaje a Miguel Hernández por Carmen Martínez.(2)

CANELA AMARGA

Una luz cetrina ilumina las sarmentosas manos del abuelo. Su cara somnolienta acusa  el haberse despertado cuando la luna aún no se había despedido de la terrosa llanura. Espera paciente, ajeno a las quejas de los que de todo se quejan; de que el doctor les dedica poco tiempo y del tiempo que tarda con otros pacientes.

Parece feliz; perdido en su bosque de mutilados recuerdos. Cojo el periódico y le voy señalando con el dedo las noticias, cuyos titulares le relato en voz alta. A las palabras les responden los silencios, pero sé que ninguno de los parientes de los enfermos que esperan, creerán que estoy haciendo un monólogo. Ellos saben por los suyos, y yo sé por el abuelo, que, aunque entrecortado, hay diálogo entre los ojos y la voz.

Una enfermera pronuncia su nombre. Le ayudo a incorporarse y entramos en la consulta. La abuela prefiere quedarse en la sala de espera; piensa que los tecnicismos médicos están más a mi alcance que al de sus escasos conocimientos. No quiero que se ponga más nerviosa obligándole a entrar. La noto cansada, física y, sobre todo, emocionalmente. La enfermedad del abuelo le ha trastocado y se siente impotente ante lo que, dice el especialista, será una demencia progresiva. Fue la primera en darse cuenta del deterioro del esposo y de lo que duele ver como la persona a la que amas sufre con un libro entre las manos cuando adora la lectura; se angustia ante un diálogo cuando disfrutaba tanto conversando y llora como un niño cuando ve deslizarse un negro velo sobre los confortantes paisajes de la memoria.
Primero se sintió desolada, culpable por enfadarse a veces con él, y ahora está resignada y con pasajeros ataques de pánico cuando piensa que puede morir antes y que no habrá quien lo cuide como ella;  que ha renunciado a su vida por él. Si uno se detiene a mirarla, sin que se sienta observada, puede ver la amargura alojada en su corazón; aunque nunca permite que el acíbar aflore al exterior.

El doctor nos recibe amablemente; tomamos asiento y después de preguntarle – ¿qué tal estamos?-, aún sabiendo que le responderá con un lacónico –bien-, le pide al abuelo que se pasee por la consulta. Le tiendo mi brazo para que se levante y camina lentamente de un extremo a otro de la habitación; observo  que los giros comienzan a ser para él un suplicio. Nuevamente nos sentamos y el facultativo inicia el cuestionario; preguntas y respuestas que servirán para determinar cómo evoluciona la fatídica enfermedad. Al final del interrogatorio, una petición con gesto preocupado:

- Escríbame una frase.

El abuelo desliza torpemente el bolígrafo por el folio en blanco. Cuando acaba, mira al médico sonriente y satisfecho. El facultativo mueve la cabeza; - vamos a peor, debe pensar-.

El inquiere y yo sonrío. Una palabra por una oración; una palabra marcada por el tiempo:

- Caudillo.


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El cielo reclina su nocturna sombra sobre las tejas árabes. La techumbre cubre el modesto hogar donde habitan Alberto, David y Angélica.  En la encimera de la vetusta armadura de hierro de la cocina reposa una pota zurcida por un quincallero. Leche de cabra para el llanto del niño acallar; canela en rama para abrir el apetito y rebojos de pan. Angélica desplaza una de las arandelas y atiza con el badil los escasos rescoldos de carbón que van quedando. Alberto arrulla a la criatura con sus brazos; canciones de cuna para un bebé resfriado. Al abrigo del horno se calientan grandes cantos que servirán para caldear el deslucido colchón de lana.

Tres golpes airados perturban la noche. Nudillos de acero; flagelo del viento.

Alberto entrega el niño a Angélica; ojos temerosos en la esposa que no termina de acostumbrarse a los registros del somatén. Ella se estremece porque sabe de las reuniones en la trastienda  del tendero. A la llamada del vendedor acuden el practicante, un labrador acaudalado y su amante esposo; humilde labriego. Se reúnen en torno a la gran mesa camilla; bajo los manteos, en el doble fondo, se refugian libros de autores prohibidos. Al calor del brasero de cisco y simulando partidas de cartas clandestinas bajo una neblina de humo, escuchan las entrecortadas palabras de la Pirenaica, intercambian opiniones y alimentan la esperanza.

Pantalón de pana y alpargatas de esparto; alzar la voz para conjurar el fracaso.

Esta vez la búsqueda ha resultado infructuosa. Angélica, que no sabe si habrá paliza o simple interrogatorio, desnuda presurosa al niño y lo mete en el barreño. Su mano es un canal que recoge agua de lluvia y la esparce por sus brazos.

- Dime, ¿no serás tú el que está repartiendo propaganda subversiva?
- No tengo tiempo; cuando el sol abandona el camino, yo sigo labrando los campos.
-O sea, que es por falta de tiempo y no por falta de ganas.
- Si las había, el desaliento y mi familia me las han robado.
 - Pues alza la voz y di con coraje ¡Viva el caudillo!, cabrón -. Y el vergajo silba al segar el aire.

Angélica abraza al niño y ahoga en el pecho la rabia. Angélica y el dolor que al bebe amamanta.

- Vamos, que no es tan difícil. Por la tardanza lo repetirás tres veces.

- ¡Caudillo! ¡Caudillo! ¡Caudillo!- - ¿Ya estáis satisfechos?-.

- Por hoy es suficiente; cuídate de lo que dices o haces. Y sé un buen cristiano; vete a misa de vez en cuando, que no siempre es sementera.

Y se van, como se va el relámpago; después de cercenar la calma con su espada de acero eléctrico. Creen que han vencido, sin darse cuenta que no ha gritado ¡Viva!; que no se le puede a la muerte, desear la vida.

Alberto consuela a Angélica y Angélica sostiene a Alberto. Entre los brazos un niño, al que hay que borrar de la mirada la amargura de la vida.

-  Sobre la alfombra verde danza la luna; sobre la estera verde, piel de aceituna.

-  En la cuna del arce ríe mi niño; en las sábanas blancas le arropa el cariño.

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Acabada la consulta, vamos en busca de la abuela y nos fundimos en un abrazo.

El abuelo se aferra a mi mano; como si quisiera que yo fuera su perro guía. Aprieto dulcemente la suya y eso le inspira confianza; luego acaricia a la abuela.

- Gerinelda, no te angusties. Aprenderemos, de nuevo, a bailar con la oscuridad.

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Gerinelda, Gerinelda, la más hermosa doncella.
Un duende quiso pintarte en el rostro tres estrellas.

Ay señor de los romances; anciano colmado de amor.
Al ponerse el sol te encontrarán pertrechado, para enfrentar las embestidas
del mastín depredador.