Homenaje a Miguel Delibes por Jany

AULLIDOS DE AMISTAD

MIENTRAS SUSTO, EL FIEL PERRO DE PELAJE PARDO, MIRADA ahogada y mimo en el lomo, ladraba a este nuevo atardecer, penoso, triste y melancólico, en el porche de casa, su amigo, su amo, se despedía en silencio de esta vida.
Los aullidos cruzaban el valle de un lado a otro, como esperando una respuesta, como haciendo partícipe a aquel bello paraje de su alma triste. Una lágrima se estrella bajo sus pies... La otra vida había venido a ver a su amigo. ¡Maldita sea! – aulló- y su voz resonó como un trueno, resonó y resonó, hasta que por fin aquella voz se perdió en el misterio de la noche. No podía hacer más, tan solo llorar y aullar; de alguna forma era una despedida, un adiós...
Su amigo se arrastró desde el lecho, con dolor, con angustia, hasta el porche. El frío entró en su cuerpo, apenas lo notó, la otra vida ya había tocado aquel viejo ser, ya había helado aquella añeja sangre, antaño viva, saltarina y, porqué no, soñadora.
Susto notó la áspera mano de su amigo acariciándole sobre su lomo, una, dos veces, y se desplomó. El ruido seco, duro, de la mano al topar contra el raído entarimado del porche retumbó hasta la noche. Era una caricia hacia el infinito, jamás olvidarías esa caricia, ese peinar tu lomo, ese amor áspero, tan bello, tan sincero, tan elocuente...
Le lamiste la cara, como hiciste ahora, en otro tiempo; más tarde la mano, esa mano enamorada, esa mano que tantas y tantas veces has besado. Querías hacer saber de tu amor, de tu cariño al que tantas lunas fue tu amigo.
Notaste el frío de la noche en su cuerpo, y viste cómo el último soplo de vida dibujaba una pequeña sonrisa en su rostro; tu corazón lloró, primero de alegría, después de pena, de miedo. Dos días lloraste a su lado, dos días gritaste tu angustia, dos días esperando, aun sabiendo que era imposible, que el calor que tú le ofrecías, le devolvería la vida, y nada, su cuerpo yacía, gélido, callado, quieto.
No lo abandonaste, temías el acecho de las alimañas, tu sombra dibujaba extrañas criaturas en el valle, ahuyentando cualquier peligro, cualquier amenaza.
Te hubiera gustado ir por la vereda norte, donde el puente de piedra cruza las bravas aguas del río, te hubiera gustado correr, diligente, hacia la casa del Mosén, aquel sanador de almas y vidas, aquel al que alguna vez hubiste de requerir favor para tu amigo, y que nada más verte asomar, solo, por la loma, tomaba sus bártulos y montaba en su descosida jaca. ¡Cuántas veces dio alegría al valle! ¡Cuánto has de agradecer su sapiencia!
Ahora sólo son recuerdos, el ayer hoy en tu memoria.
Rememoras con cariñosa nostalgia cómo cuando al amanecer, cuando todo aun esta mudo, taciturno, escopeta al hombro salíais a que la naturaleza os proveyera del alimento necesario. Tomabais lo justo, jamás por antojo, siempre lo que la buena naturaleza os ofrecía en cada momento, daba igual corzo que liebre, pato que gallo, y cuando eran las aguas las que hacían picar vuestro anzuelo, qué regocijo al saber de su generosidad, qué más da trucha o salmón, agradecíais al misterio de la vida tamaño gesto. Era como una oración, casi como un ruego, a cada pieza cobrada, el mismo sentimiento; lo aprendiste muy bien, "has de tomar únicamente lo que ella te quiera dar, es necio abusar o excederse, lo justo es proveerse sin desproveerla". Recuerdos... Su voz.
Cuántas tardes, con la mirada perdida en el ocaso, la vieja pipa humeante, la longeva mecedora balanceándose, eran el fondo para las más bellas historias; historias que tu amigo contaba, historias que tú recreabas jugando con las nubes, su niñez, su pasado no añorado, aquellas historias de besos y tórridas tardes, aquellas historias... Alegre movías el rabo, torcías en interrogante tu feliz cabeza, aleteabas tus orejas en sorpresa, y él, con tierna sonrisa, te explicaba, o añadía un comentario, o carcajeaba, o lloraba sin que sus mejillas fueran senderos de alguna tímida lágrima.
Recuerdos... ¡Qué lejos dista todo ya! Sólo te queda la memoria, infinita, fotográfica... pero esa sonrisa, esa última sonrisa, la has grabado en tu corazón, la has puesto a buen recaudo y, de tarde en tarde, cuando el sol raya el pico más alto de la cordillera, muestras, y ves, cuando el agua diáfana del río refleja tu rostro, el rostro siempre tierno, sereno, y alegre del que fue tu amigo. Ahora sí, ahora son tus ojos los que sin querer son manantial de felicidad, de pena.
Sabes que allá, en el fondo del bosque, en el lugar impenetrable del agreste bosque, donde las almas de la naturaleza se regocijan en calurosas danzas, esta él, tu amigo.
Ya hiciste lo que tenías que hacer, sabes también que él, por ti, lo hubiera hecho. En una tarde otoñal, en las que el sol se torna anaranjado, estabais, como siempre, en el porche, la misma imagen, la misma postal, y sabíais que el tiempo estaba cercano, que la bella vendría, agazapada, en silencio, y podrías ser tú, podría ser él. Te tomó entre sus manos tu inquieta cabeza, te miró tierna, pero fijamente a los ojos, y con su voz más sencilla se te acercó y dijo: "Si ella tiene a bien danzar conmigo, y que me adentre en el bosque, has de llevar mi cuerpo a la sombra del vetusto roble, enterrarás a este viejo amigo. Lo harás, ¿verdad?". Sabía que le entendías, sabías, que él, tu amigo, haría lo mismo por ti llegado el momento, pero, maldices la injusticia ciega, la sinrazón del juicio, iniquidad de la causa. Maldices, pero en el fondo sabes de sus miedos, de sus temores ocultos, ese terror a la soledad que ahora te invade a ti y que él no podía soportar.
Recuerdas cómo tomaste su cuerpo, inerte, cómo lo arrastraste con suma delicadeza hacia el centenario roble, cómo cavaste, profunda, su tumba, como tapaste con cariño su cuerpo, pero, su rostro, su sonrisa... No quisiste guarecerte esa noche, velaste en la oscuridad, dejaste que la naturaleza rindiera póstumo homenaje. Por delante de él pasaron todos los momentos de vuestra vida, pasaron, segundo a segundo, todas las vivencias y correrías, todas las miradas, todos los gestos, todas las palabras... Dejaste que viera los últimos y primeros rayos de la mañana, por fin, tapaste su rostro.
Todas las tardes, cuando comienza la noche a asomar, corres hacia su tumba, y, como él hizo cada tarde, le cuentas bellas historias, anhelos, deseos, lloros, alegrías... La soledad por un momento se aleja, te olvida y un rastro de felicidad inunda tu entorno. Parece que el universo te escucha...
No buscas nuevo amo, la amistad sobrevive al tiempo y al espacio, se perpetúa en cada gesto, en cada palabra o en cada recuerdo, la amistad no muere. Mosén, viene a verte, ya es mayor, cansino. De vez en cuando se tumba en la vieja mecedora y se fuma una pipa.
Por un momento piensas que es él, por un momento la imagen sacada del pasado parece tomar vida, sólo por un momento Mosén... es él. Te acaricia el lomo, y, casi sin decirlo, os miráis, los ojos se os empañan de lágrimas que no quieren manar, notáis su presencia, el pasado vuelve a su lugar...

JANY