Homenaje a Miguel Delibes por Carmen Martínez (2)

BARAKA


Hojeo el periódico en busca de alguna noticia que valorar. Leo de derecha a izquierda; comenzando por la última página. Algunos me han comentado que este peculiar estilo de lectura, unido a mi espíritu nómada y a mi afición por los caballos, podría indicar que por mis venas circula añeja sangre sarracena.

Apenas he iniciado el comentario del suceso seleccionado, cuando suena el picaporte de la desvencijada puerta de la casa solariega, de añil pintura descascarillada. Una mano ha hecho tañer tres veces la aldaba. Es la señal que mi vecina Azucena, que es para mí como una madre, utiliza para avisarme de su presencia cuando viene a visitarme los fines de semana que regresó al pueblo.

Abro la puerta; me abraza efusivamente y me extiende una pequeña bolsa de papel verde.

─ Hola, Ángela; a tu morada llega la portadora de suerte y salud.

Una vez acomodadas en el jardín ante dos humeantes tazas de semillas del cafeto y unos acaramelados y crujientes feos que Azucena ha preparado, bien abrigadas las piernas con una manta porque ha llovido y se deja sentir el rocío de la mañana, destapo el recipiente que encierra la bolsa y observo que dentro del vidrio se refugia una masa untosa. Circundando el vaso de cristal, se enrosca una hoja amarillenta en la que se detalla el ritual a seguir para elaborar la tarta del Padre Pío; receta del convento de las Madres Carmelitas de Sevilla que me retorna a la infancia.

─He estado colocando los papeles del desván y en el fondo del viejo arcón de madera encontré esta receta de bizcocho que hace unos años cocinaba a menudo para la merienda.

Mientras habla, forma remolinos con la larga y canosa trenza, hasta conseguir un grueso moño que sujeta con doradas horquillas. Sonríe, mientras ejecuta la faena, y las dos depresiones de las mejillas son lámparas que iluminan su moreno rostro.

La invito a pasear, cogida a mi brazo, bajo los pórticos del jardín; en los que se albergan los aromas del florido patio. Los achaques propios de la edad ya no le permiten cultivar su propio oasis y ahora, cuando yo no estoy, viene a casa y dedica parte de su tiempo a desbrozar y regar mi pequeño paraíso; que es también suyo. La recompensa a tanto esmero estacional son las ofrendas de la primavera y la efervescencia de las impacientes flores que rasgan atrevidas el largo silencio del invierno; el esplendor del verano, cromatismo plasmado en laboriosos paños de ganchillo, y su alarde de candentes promesas en cualquier rincón al que dirijas la mirada; la decadencia del otoño, con colores de tal belleza que te conmueve que pasen de puntillas a consagrarse a la desnudez de un invierno de perfiles fantasmagóricos. Exquisitos cuidados que se reflejan en la belleza de las rosas, frescas, marchitas o regadas de lágrimas; en una sencilla flor de madreselva o en las hojas del castaño reposando sobre la hierba fresca.

La lectura de libros y el cuidado del jardín son las armas con las que Azucena presenta batalla a la soledad de la adormecida aldea. El pueblo, antaño populoso, está ahora casi despoblado. Primero se fueron los hijos en busca del pan y luego la edad ha llevado a los padres en busca de la asistencia de los hijos. El despoblamiento fue cerrando los negocios: la carnecería de chicha de oveja del orondo Tomás, pastor y carnicero, balanza romana y papel de estraza para envolver porciones; la bici-carnicería de carne de vaca del ambulante Quiterio, cuyos radios giraban al son del “al olor de la ternera, tralarí, tralarera, al olor de la ternera, moscas verdes zumban en las carguillas traseras”; la olorosa tahona de Amalia y Cayetano: “El pan bendito”, así nombrada porque en tiempos de miseria hasta el pan negro sabía a gloria bendita; la tienda de comestibles de Juana donde, contrariando al unicolor cartel de la fachada, podías encontrar de comer, de vestir, que su marido era sastre y tertuliano, de calzar, de coser, de acicalar, de regalar y hasta de envenenar roedores; la barbería de Pedro en la que, entre rasurados y cortes, los paisanos, no pudiendo hablar en público sobre la gobernación del país, aprovechaban para organizar los trabajos comunales, vender productos y practicar el trueque; la herrería de barro y paja, hogar del fuego y del arte en hierro, de Luis “El escuchimizao”; el viejo bar con olor a posos de café, cáscaras de pipas y madera rancia de Andrés “El bochinchero”, así llamado por lo que le gustaba traer y llevar chismes. Hasta la pareja de cigüeñas que anidaba en el campanario y que antaño volaba aturdida por el fragor de los petardos que detonaban los bulliciosos chiquillos, se ha exiliado a otros parajes; feneciendo derruida de pena la vieja torre. Si no fuera por los que regresan los fines de semana y en verano, a la aldea la devoraría la maleza y sólo sería el espectro de la nada.

He querido llevarla a vivir conmigo. –Tú estás sola; yo estoy sola; nos haríamos compañía─. Siempre que vengo, insisto en la pretensión. ─Si te ocurriese algo, ¿quién te iba a auxiliar?–. Trato de convencerla para que lo haga, no por ella, sino por mí y por sus hijos; que cada día están más preocupados por su salud. – Cualquier día te pasa algo, no estaremos aquí para ayudarte y tendremos remordimientos de por vida─. Pero no hay personas, ni razones que la convenzan. – El asfalto no es para mí. Me moriría si no pudiera pasear por la galería al despertar y beber la luz del amanecer.

No le gusta que le nombren el futuro. ─¿Qué sabréis vosotros lo que está por llegar? El futuro es imprevisible.



Bien lo sabía ella.


Cuando tenía unos diez años, uno de los vecinos del pueblo, Álvaro “El moreno”, enfermó de tifus. La muerte le tenía atenazado y él peleaba con denuedo por salvarse. En esa lucha contra la parca le auxiliaba, noche y día, la abuela de Azucena, Salvadora; que era partera y curandera. El padre de Azucena, labriego de profesión, llegó un día a comer y las viandas no estaban preparadas. Le pidió a la hija que cocinase algo. –Que lo haga la abuela─ contestó ella. –La abuela está haciendo compañía a los de la estación, que se les está muriendo el hijo─. –Pues lo que tiene es que estar aquí y si se muere el hijo que se muera─, respuesta de una niña de diez años, huérfana de madre desde los seis, en edad de juegos que deben arrinconarse para asumir responsabilidades de adulta.

Ese día, el padre se preparó una sopa de vino con pan y unos cascos de picante cebolla; ese día, Álvaro, que entonces tenía veinticuatro años, retornó del lado oscuro para enseñarle a Azucena, diez años después, que si su deseo se hubiera cumplido, la muerte le habría arrebatado al ser que le inundó de dicha el corazón y de vida el vientre.


Su historia con Álvaro había sido una historia a tres. Él, Noelia y ella.

No sabe, porque nunca lo preguntó, cuándo habían dejado de ser dos para convertirse en una triada. Un día fue en busca del marido, que se había acercado a solucionar un problema doméstico a su amiga y vecina, y la imagen que contempló, un incendio desatado en la entrepierna, le heló la sangre.

Volvió a casa desconcertada. Esa noche de confianza traicionada, la cama se atavió con un dosel de desengaño y el dolor desgarró la sábana del alba.

Dejó pasar los días, preñados de silencios para que las voces no se hicieran daño. Y lloró. Lloró y sintió las lágrimas como pasos que la arrastraban a la sombra. Imaginó otros horizontes. Esbozó otros mundos, otros lugares a los que dirigirse; pero en todos iba siguiendo sus huellas, porque él era la hierba sobre la que deseaba caminar.

Transcurridos tres meses desde aquella noche en que la infidelidad talló crestas afiladas en el corazón, se cruzó con Noelia y pudo comprobar que era cierto lo que susurraban las beatas de rosario y misal; su incipiente vientre lo revelaba –será el bastardo de un amor prohibido-, murmuraban. Al pasar frente a ella, la miró y vio la agonía velar su mirada; cuerpo embozado en la pena que vagaba entre el rojizo adobe. Se sintió enojada, y no fue la causa Noelia sino las aviesas intenciones de las comadres que parlotean del prójimo sin tener la valentía de pronunciar los nombres que cuchichean a espaldas de los protagonistas. Se sorprendió de cómo le dolían los decires de las lenguas murmuradoras al referirse como bastardo al hijo que germinaba en su seno. Era su amiga. Había visto sus ojos mirar demasiadas veces al vacío de esa tristeza que la embargaba desde que su madre se ahogara en el río; desde entonces, sangraba el agua y era su corazón un lago seco. Las dos habían sido privadas a temprana edad de caricias maternales, candiles de aceite que alumbran en la adversidad; por eso no iba a permitir que en su presencia nadie trenzase pliegues de vergüenza en el terso vientre de su amiga y convirtiera las calles en un terreno poblado de zarzas que la hirieran al caminar. Sólo su defensa podía proporcionarle un cielo protector para que criara a su hijo sin dejarse asfixiar por el negro velo de la insidia; corrosiva como la plaga que se refugia bajo la corteza.

Al fin y al cabo, pensándolo bien, sin dejarse llevar por emociones negativas y sin sentirse condicionada por normas y convencionalismos, ¿quién se cruzó en el camino de quién? ¿Ella en el suyo por ser ella la primera o ella en el de Noelia por haber llegado demasiado pronto? Tal vez comenzara a amar a Álvaro por cómo le hablaba de su forma de ser, tan lejana del patriarcado reinante; de sus exquisitas maneras; de que se sentía querida y respetada como esposa; de que el resto de hombres del pueblo eran unos patanes y que ninguno sabía valorar a una mujer como lo hacía él. Tal vez el sufrimiento cesase si fuera negativa la respuesta al interrogante de si debe un ser humano pertenecernos en exclusiva; cercenar la libertad emocional es otra forma de morir.

Reflexionar en frío la llevó a convertir la traición en compasión. Padecía por ellos y con ellos y estaba segura de que los dos padecían con ella y por ella. Entonces comprendió que si le daba a elegir, cualquiera que fuera la opción de Álvaro, reinaría la luz en una ribera y la oscuridad en la otra. ¿Cómo hacer o desear el daño a lo que amas? Escoger, cuando la elección no es voluntaria, dejaría tres heridas abiertas. ¿Con qué derecho podía pedirles que renunciaran a sus sentimientos? No son leña que puedas quemar y esparcir la ceniza al viento; no son reflejos en un espejo de vidrio que pueda quebrarse; no son encajes que puedas encerrar en un baúl y tirar la llave.

-¿Nos quieres?- le preguntó al volver al hogar.

-Más que a mi vida.



Y la respuesta hizo desaparecer las sombras. Porque es el temor a no ser queridos lo
que nos hace morir.

Decidida a acabar con el sufrimiento derribó, ante la atónita mirada del esposo cuya estela decidió seguir en la tierra, la derrumbada pared medianera que dividía su hogar de la casa de Noelia, vecina y amiga; luego aprovechó la mitad de cada patio para crear un jardín familiar; puente vegetal que uniría dos puertas.

Un crepúsculo de verano, aposentó dos sillas en el parterre y esperó a que Noelia apareciera para decirle: ─Hemos cruzado el reseco desierto y las dos hemos abrevado en el mismo oasis; beber y dejar beber el agua sólo depende de nuestra voluntad─. No sabía si su amiga la habría comprendido, no tuvo unas tías como las suyas que se afanaron en inculcarle el gusto por la lectura, leyéndole y haciéndole leer los escasos libros que quedaban en la biblioteca del bisabuelo venido a menos; sólo esperaba que hubiera percibido que el cielo azul de esa noche respiraba libertad.

Encadenarse a los convencionalismos y ahogar los sentimientos hubiera alumbrado un negro agujero de infelicidad; por eso puso verjas al qué dirán y abrió las puertas a un nuevo mar; por él navegaría un velero con dos anclas; fértil hontanar donde calmar la sed.

Esa noche, se desprendió la cortina de desencanto que sellaba la alcoba y la rosa volvió a florecer cuando los labios de Álvaro pronunciaron su nombre. Fueron de nuevo agua y arena golpeándose sin piedad; entregándose a la llamada de la vida. Amor torrentoso cuyo rugido se ahoga en el febril delirio que convierte en pétalos las palabras. Y las gotas de sudor fueron perlas de mutuo perdón. –No dejes de amarme─, fue la plegaria. Y los que aman no pueden desear la infelicidad del amado.

Durante años, Álvaro fue de su cuerpo a otro cuerpo, de sus manos a otras manos. Dos mujeres en su corazón, dos mujeres en su mente. Una desposada y una amante; dos abejas libando de la misma flor. Caricias de azahar y limón. No volvió a preguntarle si la amaba; era suficiente saber que cuando estaba con ella se sentía única y olvidaba la dualidad. Sólo le deseaba que cuando estuviera junto a Noelia fueran, como con ella, de oro las horas.


Horas de luz en los cuerpos; días de sueños y nanas.
Tul de verde hilo y anillos de plata.

Los tres se situaron al borde del precipicio por desafiar las reglas en la España rural de los cincuenta y Azucena pasó de compadecida a cornuda consentidora. No les perdonaron que el adulterio no se convirtiese en una letanía de vergüenzas para Noelia y en un rosario de celos y lamentos para la esposa del adúltero.

Porque lo deseaban, se buscaron y se encontraron en este mundo, hasta que la señora de la penumbra abrió la puerta de la morada de las flores marchitas.

Taconeo de la vida; taconeo de la muerte.

El tiempo no quiso ser generoso con Noelia y su debilitado corazón hizo corto el camino hacia el espasmo final. Los dos velaron su agonía y le ayudaron a cruzar sin temor la fría noche. ─Tu Dios, le decían, cuyo mandamiento es amaos los unos a los otros, no va a condenarte por haber querido─. Compartió el pan y el cordero; compartieron el pan y la carne.

Zapateo de la vida, zapateo de la muerte.

Cuando los hijos se independizaron, el barquero de la nada cruzó a Álvaro a la otra orilla. – Está tan sola─ suspiraba y la añoranza por la ausente fue pico que excavó la tierra.

En la madrugada se quebrantó el cuerpo. Campanas de bronce; repiques de viento.

Tres llamas de fuego; dos cirios ardiendo.

Quiso enterrarle en la fosa donde yacía Noelia desde hacia veinte años. Compró la sepultura y les regaló la eternidad envuelta en un sepulcro de níveo mármol.

Cementerio donde descansan en un eterno abrazo dos cuerpos resquebrajados; retrato en sepia sobre una cómoda de pino blanco.

Ceremonias de muerte. Ceremonias de vida. Duelos que alimentar; humo y ceniza.

Fueron las últimas lágrimas que llevaron su nombre. Sólo esperaba que no la añoraran, porque cuando fuese atravesada por la saeta de frío acero, no quería echar raíces de nuevo en la tierra. Deseaba ser cálida brisa sobre el valle; eterno vuelo sobre los árboles; repique de tambores al viento; polvo de estrellas danzando en el cielo.



***************


Observa nuevamente el balcón, su amada galería del ruiseñor; le preocupaba que su partida desdibuje los recuerdos. Ha aceptado irse a vivir con Ángela a cambio de su promesa de volver todos los fines de semana de primavera y verano.

Sube al coche, que abandona lentamente el pueblo. Baja la ventanilla y observa las casas; los rumores se estrellan contra las esquinas. En la plaza se enseñorea la oscuridad; toquilla ribeteada con flecos de muerte.

Azucena sonríe cuando el faro de la memoria ilumina el centro de la plazuela.

Cobijadas por una burbuja de inocencia, dos niñas cantan, los dedos entrelazados, una balada:

En la guarida del moro tiene la luna cautivos tres corazones,
tres deseos que circundan varillas de bronce; tres corazones.


Dicen que lleva el labriego en los labios dos amores.
Uno es la llama que abrasa; el otro es frazada que abriga.
Uno es amor en la luz; el otro es querer en la noche.
Uno es agua que refresca; otro es sombra que cobija.


En la guarida del moro tiene la luna cautivos tres corazones,
tres dagas que quebrantaron varillas de bronce; tres corazones.


Dicen que guarda el labriego en el pecho dos amores.
Uno de piel flor de almendro; el otro de piel aceituna.
Uno de sonrisa franca; el otro de mirada noble.
Uno es vínculo en la tierra; el otro esposa en la tumba.


De la guarida del moro han salido en libertad tres corazones.
Tres vidas contra corriente, tres afligidos adioses.


Tres estelas funerarias ondeando al horizonte.

El pueblo se desdibuja con los últimos compases de la melodía. Azucena mira a Ángela; sus bucles forman un collar alrededor del cuello, como cuando era niña.




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Los crispados puños de la chiquilla se aferran a las piernas del padre. No es que la niña nos extrañe, porque juega todos los días con mis hijos en el jardín y nuestra casa es su casa, de la que entra y sale cuando quiere, es que el invierno ha llegado a su vida cuando aún debía reinar la primavera.

- Sé bienvenida, Ángela. ¿Te apetece amasar con nosotros la tarta de la buena suerte?

De los enrojecidos ojos siguen aflorando las lágrimas y el desconsuelo ha desvanecido las palabras. Limpio su rostro y engarzo mi mano a la de Álvaro.

- No temas; su madre tendrá su lugar y no habrá días de páginas en blanco. Velaremos su recuerdo y su voz nunca estará ausente.


Las mariposas nocturnas danzan alrededor de la mortecina luz; repetida coreografía veraniega. La puerta de Noelia se ha cerrado para siempre y un nuevo miembro ha llegado a nuestro hogar. Un gran lazo azul se desparrama por las ondas que dibuja su cabello. –Nosotros seremos su refugio; algún día volverá a sonreír y el agua brotará de nuevo en la roca.





RECETA DEL BIZCOCHO DE LA BUENA SUERTE


(Esta receta tiene su origen en una tarta que elaboraban las Madres Carmelitas Descalzas de un convento de Sevilla)



- 1º MASA MADRE


 1 vaso de harina
 1 vaso de leche
 1/2 Vaso de azúcar
 1/2 sobre de levadura


Mezclar los ingredientes con una cuchara de madera (no usar batidora) y dejar reposar un día en un lugar fresco (no utilizar el frigorífico).


- 2º RITUAL: (fermentar y crecer durante unos diez días)


1º día: añadir a la masa madre un vaso de azúcar y uno de harina (no se mezcla)
2º día: se mezcla todo con una cuchara
3º día: no se toca
4º día: no se toca
5 º día: añadir un vaso de azúcar, uno de harina y uno de leche (no se mezcla)
6º día: mezclar con una cuchara
7º día: no se toca
8º día: no se toca
9º día: no se toca
10º día: llenar 3 vasos del y entregar a tres personas a las que se desee BUENA SUERTE parte de la masa que ha fermentado.


A lo que sobra se le añade:

 2 Vasos de harina  
 1/ Vaso de aceite de girasol   
 1 Vaso de azúcar
 1 Vaso de leche
 1 Vaso de frutos secos (nueces, pistachos, almendras, etc.), un poco  enharinados antes de incorporar a la mezcla para que no se nos vayan al fondo. 
 100 grs. de pasas de Corinto
 1 Sobre de levadura
 2 Huevos enteros
 1 Manzana en trocitos enharinados
 1 Pizca de sal 
 1 Pizca de azúcar o esencia de vainilla
  1 Pizca de canela



Se mezcla todo; se pone en un molde y se mete en el horno (a 150º una hora aproximadamente)


Tomarlo con un té de frutas, o un licor de guindas, y, lo principal, en compañía de algún ser querido.