Homenaje al Verano por M. Ignacia Caso de los Cobos Galán




AQUELLOS VERANOS

                                                                                 I   

    Rememorando años pasados me han venido a la mente aquellos veranos.


   Con la llegada del estío el ambiente estaba muy sofocante en la ciudad, por lo que los mayores comenzaron a hacer los preparativos para el traslado a aquel pueblo chiquito, que tenía una gran playa.

   El equipaje era el centro de todo, pues pasarían casi tres meses antes de retornar. En el pasillo estaba un gran baúl en el que había de meterse todo lo necesario para las cinco personas que componían la familia.

   En la galería, jugando en el suelo, había quedado la más pequeña, Nachina, con un carácter muy terco, que se negaba a andar a no ser delante de su madre y de la costurera que tenían en la casa. Cuando llegaba su padre, que pensaba que la niña no andaba y que todo era fantasía de su mujer, le decía:

   - Ven, Nachina, ven, pero ella, con el ceño fruncido, decía:

   - “Pes no”, y se sentaba en el suelo.

   Clara, a pesar de su corta edad, fue a ayudar a su madre y, al mismo tiempo, curiosear lo que allí se preparaba.

   Y de pronto unos negros nubarrones se echaron sobre la ciudad, quedando todo oscuro, y comenzó a escucharse un lejano rum rum que, poco a poco, se fue acercando con terribles rayos y posterior estallido del trueno.

   Clara, un poco sobrecogida con tanto ruido, dice:

   - ¡Madre!, mira quién viene.

   Y no era otra que Nachina, muy tiesa y muerta de miedo, que corría llorando hacia su madre.

   Desde aquel momento anduvo también delante de su padre.

   Una vez pasado el incidente continuaron colocando con sumo cuidado todos los enseres personales que requerían.

   El viaje lo hacían conjuntamente toda la familia, abuela, tíos y primos, en un achacoso autobús de la época, que renqueante les llevaba a su destino, la preciosa Casa de los Abuelos.

   Por la mañana iban a la playa, donde jugaban con la arena y se bañaban en los charquitos. Y por la tarde estaban en la pradería, donde hacían comiditas con pétalos de las flores, o iban de excursión, con la merienda, hasta los pinares.

   Pasados unos años nació Andrés, un niño precioso de pelo moreno, pero transcurrido poco más de un año, repentinamente, se fue el cabeza de familia.

   Nachina acudía todos los días al balcón para ver si su padre la saludaba con la mano.

  - No le veo, gritaba desolada.

   Su madre intentaba consolarla diciéndole:

   - Padre se ha ido al cielo. Ella miraba hacia arriba, lo veía muy azul, pero no entendía nada.

   Poco a poco, se fue acostumbrando. Se hizo retraída y en muchas ocasiones rebelde.

   Y así los niños fueron creciendo hasta que, después de unos cuantos veranos pasados en la ciudad, volvieron al pueblo chiquito, que tenía una gran playa.

   Esta vez lo hicieron en tren. Era emocionante; cada vez que llegaba un túnel había que cerrar las ventanas de los vagones, para que no entrara la carbonilla que despedía la máquina. En aquella ocasión el equipaje lo habían mandado a través de un transportista llamado Cancelas, por lo que no llevaban ningún bulto que les entorpeciera; luego tenían que tomar un tranvía que llevaba un vagón descubierto por los costados, que llamaban jardinera.

   Y después de tanta peripecia, llegaron al pueblo.

                                                       II

   La Casa de los Abuelos estaba cercada con un muro pintado de blanco combinado con amarillo ocre, rematado en sus esquinas con grandes bolas del mismo color; tenía un enrejado de madera marrón y un seto de un arbusto llamado “san juanín”. Hasta allí corrían los pequeños para ver, a través del mismo, a los muchachos que todos los veranos ocupaban el Campamento y que de mañana pasaban, camino de la playa, en formación y cantando.

   En el jardín había caminitos que rodean pequeños parterres con distintas flores: dalias, bocas de dragón color fuego, cinias, una planta de nombre “don diego de día” porque, al atardecer, se cerraban sus flores para descansar hasta la salida del sol. En los chaflanes estaban colocados bonitos macizos de hortensias color azul-malva.

   El edificio constaba de dos plantas y sótano. Dos partes de su fachada tenían una enredadera de yedra de un color verde intenso, hasta que, con la llegada del otoño, se tornaba rojizo; la zona que daba a la pradería estaba cubierta por buganvillas moradas.

   Al entrar en el edificio se hallaba un gran porche cuyas paredes se encontraban revestidas hasta su mitad con azulejos traídos expresamente, a principios del siglo XX, de la Cartuja de Sevilla; en el mismo porche se podía observar una imagen de la Virgen de Covadonga, también de azulejos, que siempre permanecía adornada con claveles turcos, amarillo y naranja, o con bellas hortensias malva, colgadas en un pequeño búcaro. Tenía una mesa y bonitas butacas de mimbre, pintadas en verde, y también un banco de piedra, con una colchoneta de tela de alpujarra.

   En este porche jugaban los pequeños que, al llegar a la adolescencia, bailaban al ritmo del rock de Elvis, con música de un tocadiscos, o se reunía la familia, después del almuerzo, en animadas tertulias.

   La puerta de entrada, así como todas las ventanas del hall estaban hechas con cristales emplomados formando bellos dibujos; las paredes recubiertas hasta poco más de la mitad, con cuero labrado, producían un ambiente acogedor. Desde el mismo hall se accedía al piso superior por una escalera de madera de pino tea, con pasamanos de cerezo.

   En el despacho que había sido del abuelo, Miguel Angel daba clases de latín y matemáticas a sus hermanos pequeños, con gran desesperación al escuchar las contestaciones de éstos, tales como, al indicar a Nachina que dibujara un cubo, se refería a un cubo geométrico, ella pintara un cubo de fregar el suelo. Pero ¡qué sabía la niña! La clase era para aprender y su hermano debería tener más paciencia. Lo mismo con el declinar el “rosa / rosae”.

   En el “cuarto de costura”, que daba a un bonito corredor, todas las noches se reunían los ocupantes de la casa: familia y sirvientes, para rezar el Rosario, con gran divertimento por parte de los jóvenes que observaban cómo, al llegar a la letanía, una de las tías mayores cabeceaba adormecida mientras repetía:

   - Rueegaaa por nosoootrooos.

   La pradería tenía varios árboles. Los plantados en línea eran tilos. También había un sauce llorón y una mimosa con grueso tronco y grandes ramas, por las que trepaban los chavalillos para ver cuál podía llegar más alto. En primavera, con la floración, era delicioso ponerse a su sombra y aspirar su delicado olor. En todo su alrededor estaban plantados grupos de geranios y rosales de distintas tonalidades.

   Los dos grifos existentes para facilitar el riego, siempre fueron la delicia de los más pequeños que, en cuanto se alejaban de la vista de sus madres, comenzaban a salpicarse unos a otros hasta que terminaban calados por completo y, a pesar de la regañina, repetían la travesura tan pronto se les presentaba la ocasión.

                                                         III    

                                                  
   Pero lo que más ha gustado a todos los niños de las sucesivas generaciones, que pasaron por allí, era sin dudarlo el sótano, por ese halo de misterio que siempre había tenido. Allí, en días de lluvia y tormenta, se reunían varios amigos, que formaban una pandilla, en uno de los huecos, en el que había una antigua embarcación de madera llamada patinadora, (similar a un catamarán), y, subidos a ella forjaban grandes fantasías de navegación por un mar embravecido, como valientes e intrépidos marinos.

   En otro lugar estaban las niñas, que inventaban historias de brujas y hadas. Sucedió que, un verano, comenzaron a recibir cartas, una cada día, en las que alguien, que desconocían, les comentaba sobre los juegos, chistes, canciones y cuchicheos que habían mantenido en la fecha anterior; esto se fue sucediendo día tras día, por lo que cada tarde, cuando bajaban las escaleras del sótano, lo hacían todas unidas, cogidas de la mano, con miedo y al mismo tiempo expectación, e invariablemente encontraban una carta, encima de un alto taburete allí abandonado, de aquél misterioso personaje que nunca faltaba a la cita.

   Estaban intrigadas, no sabían qué hacer. Era un secreto celosamente guardado, porque no querían que se enteraran los chicos, y se mofaran de ellas.

   El escrito del décimo día decía:

   - Mi emblema es una Rosa de Te, y aquél día en que la encontréis, desapareceré para siempre.

   Transcurridos catorce días, desde que recibieron la primera carta de aquella enigmática ¿bruja…, hada…?, al bajar al sótano sólo encontraron una cuartilla en blanco, sobre la que reposaba una Rosa de Te.

   Nunca supieron la identidad de aquél ser que las había mantenido en vilo durante tanto tiempo.

   Entre las primas se encontraba Cecilia, mucho menor que sus hermanos, a la que su madre cuidaba el poco pelo que tenía peinándola con un solo tirabuzón.

   Por otra parte estaba Marisol, hija única, siempre presta a inventar maldades. Un día de lluvia no discurrió nada mejor que lavar el mimado pelo de Cecilia en el agua que caía de un canalón estropeado. Ya no quedaba nada del tirabuzón, sino una maraña de pelo chorreante. El castigo fue importante, pero Marisol se olvidaba y pronto volvería con otra barrabasada.
                                   
                                                         IV


   Han pasado muchos años y hoy, echada en una hamaca debajo de la mimosa, me he deleitado con el recuerdo de aquellos maravillosos veranos, mientras veo pasar las nubes y aventuro personajes con sus variadas formas.


Oviedo, 7 de noviembre de 2011.
Mª Ignacia Caso de los Cobos Galán.