Doce cuentos para trece meses por Mª del Carmen Salgado Romera




LA CASITA DE CHOCOLATE- VERSIÓN DE MARA


Érase una vez una familia opulenta que vivía en su isla particular, en la cima de un acantilado desde donde se divisaba la lejana ciudad. En la familia había dos niños. El chico se llamaba Haensel y su hermana mayor, Gretel.
Cada noche, los hermanos salían a la terraza común de sus dormitorios y enfocaban sus anteojos hacia la ciudad. Se preguntaban cómo sería la vida en ella. Nunca la habían visitado, pues Haensel tenía los ojos muy saltones y sensibles a la luz y Gretel una mandíbula enorme. Sus padres temían que la gente se burlara de ellos o les hicieran daño.
Una  tarde les dijeron a sus padres que iban a buscar ramitas por el bosque que se extendía a los pies del acantilado. Les gustaba la naturaleza y sabían distinguir muchas plantas y setas. Su mamá les advirtió que no se entretuvieran mucho porque apenas faltaba un par de horas para que oscureciera.
Haensel y Gretel no le hicieron mucho caso pensando que las luces de su casa se verían desde el bosque y que, aunque anocheciera, se podrían orientar para regresar.
Al llegar a la mitad del camino, Haensel –que aunque era el más pequeño siempre llevaba la iniciativa- le dijo a Gretel:
"Vamos a separarnos, yo iré por ese sendero. El jardinero me ha dicho que en el bosque está La Fuente de los Deseos. Voy a buscarla. Tú quédate por aquí. Antes de que oscurezca nos vemos en este banco para volver juntos a casa, ¿vale?".
"Sí, hermano, no te preocupes. ¿Crees que la fuente existe?"
"No lo sé, voy a  averiguarlo. Así podríamos pedir que tu cara y mis ojos fueran como las del resto de la gente y nuestros padres podrían llevarnos a la ciudad”.
Los dos hermanos se separaron. Cuando Gretel perdió de vista a Haensel, empezó a meter piedrecitas de colores en su cesta. A cada paso encontraba una más bella y más rara y cuando quiso darse cuenta estaba frente a una verja con palos de caramelo, desde donde se veía una casita de chocolate. A un lado, de una roca manaba una fuente de sirope. Sobre ella, un rótulo con su nombre: “Fuente de los Deseos”.
Emocionada, la niña deshizo sus pasos dejando caer sobre el camino las piedrecitas que había ido recogiendo. Al llegar al banco esperó pacientemente a su hermano quien, al cabo de un rato, apareció abatido y cansado:
“No he encontrado la fuente”.
“Yo, sí. Ven”.
La niña, señalando hacia la hilera de piedrecillas, fue encaminando a su hermano hasta la verja de la casita de chocolate. Ninguno se fijó en que estaba anocheciendo.
Cuando llegaron, la luz de la casita estaba encendida. Pensaron que lo mejor sería volver al día siguiente, pero ya no podían ver las piedrecitas del camino y, desde donde estaban,  tampoco se veían las luces de su mansión del acantilado.
Haensel se asustó, pues aunque era valiente, nunca había estado fuera de casa por la noche, pero su hermana le dijo:
“Vamos a dormir aquí. Llamaremos a la puerta, seguro que nos darán cobijo”.
Miraron por la ventana y vieron que no había nadie dentro. Sobre una mesa, en el suelo o apoyadas en las paredes había toda clase de dulces en forma de tejas, ladrillos, vigas, tornillos y otros elementos con los que se construyen las casas.
Tenían mucha hambre y pensaron que si le daban un bocado a un ladrillo no pasaría nada. Entraron y así lo hicieron. Un gato negro les miraba desde una silla con sus ojos verdes. Mientras comían oyeron como se cerraban la puerta y la ventana de la casa. Probaron a abrirlas, pero no pudieron.  
¡Estaban encerrados! La mesa se transformó en un gran fuego con un enorme caldero; los materiales de construcción en jaulas que colgaban del techo y el gato en una horrenda bruja:
“¡Ja, Ja, Ja, Ja! ¡Creíais que os podías comer mi casa! Ja, Ja. Pues ahora yo seré quién os comerá, pero antes tenéis que engordar porque estáis muy flacos”.
Alrededor de cada niño, una soga de regaliz giró y les envolvió como si fueran capullos de mariposa, dejando fuera solamente sus pies y su cabeza. Luego, dos gigantes murciélagos de azúcar les colgaron de unos ganchos de caramelo, cerca del techo.
Cada día la bruja ordenaba a sus murciélagos que bajaran a los niños y les hacía sorber batido con una pajita. Luego hacía una marca sobre la pared.
“Ya ha pasado una semana, mañana encenderé el fuego y os comeré” –dijo la bruja contando las marcas de la pared.
Haensel se había dado cuenta de que la bruja era bastante sorda, apenas veía y, como tenía más de cien años, se pasaba la mayor parte del tiempo durmiendo.
Gretel había notado que los ganchos que les mantenían colgados cada día se aflojaban más.
 “Cuando la bruja esté dormida, vamos a rebotar con los pies sobre la pared hasta que se suelten los ganchos. La soga de regaliz que nos envuelve impedirá que nos hagamos daño cuando caigamos al suelo” –decidieron tras haber pensado  sobre la forma de escapar de allí.  
En cuanto la bruja se durmió, los niños pusieron en marcha su plan, cayendo con gran estrépito. Pero la bruja no se despertó. Rodaron sobre el suelo hasta que el cable de regaliz con el que estaba envuelto Haensel quedó al alcance de la fuerte mandíbula de su hermana, quien consiguió cortarlo a mordiscos. Luego él liberó a Gretel y como sus ojos veían muy bien en la oscuridad enseguida encontró las llaves.
“¿Qué hacemos con la bruja?”. “La ataremos con el cable de regaliz y la echaremos al caldero”.
Echaron a la bruja al caldero, con silla y todo,  con la ayuda de los murciélagos gigantes que obedecían a quien tenía las llaves, pero la bruja ni se despertó.
Los niños abrieron la puerta y Haensel quedó deslumbrado por la luz del exterior. Su hermana le agarró de la mano y le llevó hasta la Fuente de los Deseos. Al lavarse la cara con el sirope, Haensel sintió que sus enormes ojos se iban achicando y que podía ver a plena luz del sol. Su hermana se lavó también y su deforme cara se convirtió en una cara normal. Fueron a la casa a buscar un recipiente para coger agua y echársela por encima a la bruja, a ver si se transformaba en un ser bueno, pero la bruja ya no estaba. Desde la ventana vieron a un gato negro adentrándose en el bosque.
Los hermanos se dirigieron alegremente a su casa, y ¡cuál fue su sorpresa cuando se dieron cuenta de que sus padres no les habían echado de menos! Entonces pensaron que el tiempo donde la casita de chocolate  corría mucho más rápido, pues en el acantilado habían pasado solo dos horas y media. Lo que sí extrañó a sus padres fue que hubieran recobrado las facciones que tenían de pequeños. Su padre les contó que la maldición de una bruja les había desfigurado y los cuatro se besaron y abrazaron felizmente cuando los niños contaron su aventura.  
A los pocos días, entre la isla y la ciudad navegaba un barco para enseñarle gratis a todo el que quisiera la casita de chocolate y la fuente mágica. 
Los dos hermanos aprendieron una gran lección:
"No te fíes de las piedrecitas de colores".
Y si véis a un gato negro desconocido... No os acerquéis. Yo me tropecé el otro día con uno y ahora las orejas me cuelgan hasta las rodillas.

Mara
Versión 1 de “Haensel y Gretel”