Caleidoscopio por Ana Alonso Cabrera



1884. Es verano. Los días son luminosos y las tardes soñadoras. El calor invita a la holganza y se convierte en un pesado fardo que ralentiza los movimientos y el mínimo esfuerzo se realiza con desgana.
Es domingo. Es día de asueto. Las márgenes del río se convierten en lugares de esparcimiento. La gente pasea, descansa y disfruta de pequeños trayectos en barco. Son momentos de conversaciones triviales, de magníficas vistas, de sombras frescas y hierba mullida. No todo el mundo, claro, es más bien una pequeña parte de las poblaciones quienes pueden permitirse esos tiempos de ocio. El resto sigue trabajando en lo que puede, buscándose el sustento propio y también de sus familias.
He oído conversaciones, algunas veces, no tan triviales si no preocupadas por la vida. Aunque se avanzó mucho en París en esos años, las clases sociales siempre se sustentan en la clase más baja y esa apenas ha sentido los beneficios que han procurado la extensión de la educación, los avances científicos y tecnológicos… Si bien es cierto que cada vez llegan a más personas y más familias pueden acceder a ese pequeño bienestar. Y son éstas quienes ese día quedaron inmortalizadas en el cuadro de Georges Seurat “Una tarde de domingo en la isla de la Grande Jate”.
Se nota en la ropa de las mujeres, de telas elegantes y coloridas, los sombreros, que marcaban una clase de mujeres urbanas, mundanas, sofisticadas, muchas interesadas por el arte, la literatura, las ciencias, muy lejos de la apariencia de las mujeres campesinas, obreras o matronas, cuyas ropas de bastas telas, colores desvaídos y pañuelo en la cabeza delatan claramente su origen.
La época rebosaba de investigaciones científicas, descubrimientos y experimentación que proclamaban el intelecto y la razón por encima de creencias y supercherías, también de las creencias religiosas. Preocupadas de su piel pálida utilizan sombrillas para evitar el sol y los corsés apretados para conseguir una cintura de avispa, ofreciendo una imagen delicada y frágil, muy estética pero muy incómoda y limitante. Es un atuendo que impide el libre movimiento, hasta de la respiración. El polisón, ese abultamiento al final de la espalda, la derrièrre que dicen aquí con eufemismo pícaro, aunque supone una ventaja sobre los miriñaques mucho más aparatosos no deja de ser un postizo pesado y voluminoso con el que cargar todo el día solo para realzar la estrechez de la cintura y la generosidad del busto. ¡Ah! Las mujeres siempre sometidas a los dictados de las modas… que a mi me apasiona, sin embargo estas tendencias estéticas que obligan a imposibles físicos, me resultan chocantes a la par que me irritan… ¡sería tan fácil compaginar estética y comodidad!
Los hombres, claro está, disfrutaban de mayor libertad de movimientos con sus holgados trajes con bolsillos para guardar sus pertenencias, que les permiten posturas más relajadas y naturales. También a ellos se les es permitido mayor discrepancia con la moda, como síntoma de mayor libertad y capacidad de elección.
Alejados sus usos y costumbres, también, de los campesinos y obreros, empuñando bastón y luciendo sombrero marcan una imagen de poderío, autoridad y cierto disfrute con la distinción y la elegancia.
Y me sorprende en el cuadro de G. Seurat la presencia, algo discrepante, del hombre del primer plano, fumando en pipa, en camiseta colorida, con los brazos al aire, con una gorra en vez de sombrero, indolentemente recostado, casi tumbado… ensimismado en una visión oculta, en pensamientos o ensoñaciones, tal vez cansado o desilusionado. No está solo pero lo parece aun estando muy cerca de una pareja que está a su lado, sin embargo hay cierta indiferencia instalada en medio del grupo. No sé quién puede ser ni se cómo saberlo.

Filo.