Cajas de Pino por Mª del Carmen Salgado Romera (Mara)
EL ATAUD DEL CUATRO
MARA
Pedaleaba
con fuerza y mi cuerpo oscilaba a izquierda y derecha sobre la vieja bicicleta.
Los domingos las calles de las zonas de los ricos, a esa hora que media entre
su café de la comida y su té de la merienda, estaban vacías. Al llegar a la
Calle Ancha reduje la velocidad ayudándome con las puntas de los zapatos.
Aunque la pendiente no es muy grande los frenos no aminoraban la marcha lo
bastante como para girar hacia el Paseo del Río sin derrapar.
La
casa del balcón verde domina las hileras paralelas de árboles y farolas de gas
que bordean la calzada y la barandilla que acompaña al curso del río. Me
gustaba fijarme en ella, especialmente cuando volvía de pescar y
la veía de frente. A medida que me acercaba,
miraba con curiosidad hacia el balcón de su segundo piso a ver si ya
había alguna mujer en él. Si no era así, recorría varias veces la manzana para
darles más tiempo para salir a las variadas señoritas que tenían por costumbre
ocuparlo.
A
mis quince años no podía pretender conquistarlas, lo sabía. Pero eso no me
impedía fijarme en sus bustos, marcados
por ceñidos vestidos, que parecían hechos con nubes, y en sus largas melenas, que en el balcón verde
mostraban sin sus sombreros.
Decían
las malas lenguas de mi barrio que eran
mujeres de la vida que posaban
desnudas en el estudio del célebre pintor cuando no estaba en la casa Mme.
Claudine, su mujer. No era cierto. Esas
señoritas que encendían mis sueños eran artistas, amigas de sus célebres
anfitriones, aunque no tan reconocidas en la ciudad como ellos. Lo supe aquella misma noche.
Yo
regresaba del río con unas truchas en el zurrón y más hambre de la que nadie
pueda imaginar. El balcón estaba aún cerrado.
Solo una mustia planta aguantaba erguida junto a la balaustrada verde,
una hortensia con su flor marchita, mudo testigo de la vida diaria de aquella
inquieta mansión. El calor era tan asfixiante en aquella tarde primaveral que
no tenía ganas de pedalear para dar tiempo a que salieran las mujeres.
Dejé la bicicleta apoyada sobre la
barandilla del Paseo del Río, cerca ya de la casa, y me senté en un poyete para
espiar a la sombra de un magnolio. Mientras masticaba un palo de regaliz pensaba que sería duro volver de pescar y no
ver a las señoritas, pues faltaba ya poco tiempo para que los ricos cerraran
sus casas y se trasladaran a sus villas de verano, dejando muerto el centro de
la ciudad mientras la vida seguiría bullendo
en nuestros arrabales.
Cuando
sonaron las seis en la Torre del Homenaje, las puertas verdes del balcón fueron
abiertas por un criado de fino bigote y pelo rizado al que ya había visto otras
veces. A continuación se oyó la risa cantarina de una joven de boca pequeña y
labios tan perfilados que parecían dibujados a plumilla. Lucía una gran flor
sobre su frente y se ponía los guantes mientras portaba su sombrilla, quizás
dispuesta a abandonar en breve la casa. Algunos domingos la había escuchado entonar
bonitas melodías, e incluso bailar cuando estaba a solas en el balcón.
Creyéndome
invisible desde mi puesto de vigía seguí observándoles con la misma curiosidad
con que miro las figuras del reloj de la torre: luego salió un hombre alto con
una corbata que parecía un pez boca abajo colgado de su cuello. Fumaba un
cigarro con aire de suficiencia y carraspeaba
levemente. Algo a mis espaldas, quizás una bandada de pájaros, llamó su
atención pues quedó un rato absorto con la mirada perdida en la lejanía.
Un
instante después emergió de la oscuridad de la casa mi favorita, una mujer de
mirada triste y melena ondulada con una cintura tan delgada como el cuello de
un reloj de arena y se sentó en una silla. Su perro, tumbado a su lado,
empujaba con el hocico una pequeña pelota que cayó a través de los barrotes y
rodó por la calzada hasta cerca de mis pies.
Doblando
su cuerpo sobre la barandilla para llamarme, la mujer de la flor me pidió con una sonrisa que recogiera el
juguete del perro y lo subiera. En ese momento el criado pasaba por el pasillo
de la casa aledaño al balcón con una bandeja y el servicio de té y pensé que
sería estupendo que me invitaran a merendar.
Recogí
la pelota y caminé hasta su portal con mi bicicleta de la mano. Mis zancadas retumbaban sobre los escalones
de madera como si caminara dentro de un tambor. El criado que me entreabrió la
puerta, el mismo que les había servido el té, me dio con ella en las narices en
cuanto le entregué la pelota. Ni un dulce, ni una moneda, ni siquiera las gracias.
Le deseé toda clase de infortunios a esa gente tan mezquina mientras bajaba las
escaleras, mientras cogía mi bicicleta, mientras regresaba a mi casa.
Por
eso me sentí espantado cuando supe que los cuatro habían muerto un rato
después. Me enteré por la noche, cuando
un gendarme me llevó a la comisaría a declarar, entre la intriga de mis vecinos
y sus conjeturas y la preocupación de mi familia. Un vecino de una casa próxima
a la del balcón verde me había visto entrar en el portal. Me conocía de verme merodeando
por la vecindad los domingos y afirmó a los policías que había estado espiando
aquella tarde a los ocupantes del balcón.
Yo poco pude decir, nada sabía de las muertes. Solo podía afirmar que
todos ellos estaban vivos cuando entré al edificio y que cuando marché me juré
no volver a mirar al balcón verde nunca más, indignado por el egoísmo de
aquellas personas tan insensibles hacia las necesidades de los demás.
A
mi madre y al cura sí les confesé, unos días después, mis malos deseos hacia aquellos
burgueses sin que la comprensión de la
primera y la penitencia del segundo
aliviaran mi conciencia. La muerte de las mujeres de mis sueños y de los dos
hombres me deparó noches de insomnio y pesadillas en las que les veía en el
balcón, exactamente en la misma posición que tenían cuando salieron aquella
tarde, pero cada uno de ellos estaba
dentro de un ataúd de madera. El ataúd de la dueña del perro tenía forma de
cuatro, para dar cabida a su cuerpo sentado. El perro no salía en mis sueños y
tampoco su pelota, pero sí la hortensia rebrotada, con su flor que asemejaba un
cerebro azulado lleno de vida. Si la imagen ya era de por sí pavorosa, el
terror que me invadía cuando los cuatro féretros se abrían al sonar las seis
campanadas era ya insoportable. Salían de sus cajas de pino y, deslizándose
sobre el aire, ellas con sus vaporosos vestidos blancos y ellos con los mismos
trajes con que les vi por última vez, llegaban hasta el paseo del río, donde yo
estaba encadenado a la barandilla y me decían al oído que era el culpable de
sus muertes. Cuando despertaba, sobresaltado, bañado en sudor, jadeando, e
incluso gritando, me parecía que mi habitación tenía ese hedor de carroña que
en mis sueños salía de sus bocas.
Las
malas lenguas dijeron que el criado tenía un turbio pasado que pesaba demasiado
sobre él y que los envenenó por envidia. Al menos, habría sido a él a quien
hubieran colgado de no haberse suicidado, aunque nunca quedó claro por qué los
dueños de la casa no bebieron de aquel té. Y, si por envidia fuera, varios de
los que vivíamos en los arrabales que rodeaban las anchas avenidas de los ricos
tendríamos carne de asesinos.
Yo
me di cuenta a tiempo de que la vida y la muerte son extraños regalos que a
todos nos llegan por igual y que los bienes materiales son necesarios, pero
solo dan una felicidad momentánea. Por ello decidí dedicar mis días al servicio
de Dios. Abandoné los paseos por el río
y emprendí en el seminario el camino hacia la salvación de mi alma, con la
esperanza de que, si algo tuvieron que ver mis malos deseos en la consumación
de aquellas muertes, la divina clemencia tendrá en cuenta mi vida de penitencia
cuando mis días, y mis aún sombrías noches, lleguen a su fin.
Mara