Caleidoscopio por Mª del Carmen Salgado Romera (Mara)



Tarde libre (sobre el cuadro de Seurat)

Tan solo una mujer que hace carantoñas a su pareja se ha percatado de mi presencia. Espero que no se acerque a recogerme. Me gustaría seguir siendo libre durante un tiempo en este lugar tan apacible tumbada sobre la hierba fresca y mullida, bajo el cielo de este atardecer despejado escuchando el sonido que hace el agua de la laguna al acariciar a las piedras de la orilla, mis hermanas;  escuchando los ladridos de los perros que juegan cerca de sus amos, el arrullo de las palomas; escuchando la melodía de una tuba que flota sobre los murmullos quedos de algunos paseantes y los chillidos de un mono que quisiera alcanzar a una libélula que se aleja.
No, la mujer no me ha visto, aunque mira hacia aquí. Es imposible a esta distancia, solo soy un cabujón de malaquita que cabe en un puño. Sin embargo, tengo la sensación de que sabe que estoy aquí, invitada a vivir en un tiempo que no es el mío y en un espacio que no me pertenece. Las demás personas tampoco me han visto, ensimismadas en sus contemplaciones, pensamientos o conversaciones. Me llama la atención su forma de levitar levemente sobre la hierba cuando caminan y su capacidad para flotar sentados sobre el agua. También los gestos de algunas mujeres que doblan sus codos derechos para alzar sus puños en una extraña e incómoda posición. Un hombre y una mujer adelantan su puño en otro gesto cuyo simbolismo igualmente desconozco.  Quizás sujeten algo que no puedo ver, mi percepción solo alcanza a lo creado por la Naturaleza, pero sé que los seres humanos son también creadores de objetos que para mí son tan invisibles como para ellos los seres inorgánicos que juguetean al lado de una niña que, sentada,  sostiene entre sus manos un ramo de fragantes flores, ignorante de la belleza de las irisadas alas de las hadas que revolotean a su alrededor soplando en sus oídos palabras dulces de amor que ella aún no comprende y cree imaginar.
Las personas que están sentadas o recostadas parecen haber perdido su capacidad de flotar. Quizás sea un deporte cansado, porque cuando yo vuelo, cuando un dueño se deshace de mí lanzándome lejos de sí, noto la acción de la gravedad contrarrestando a ese impulso que me hizo elevarme en el aire. En una titánica lucha entre dos fuerzas siempre tiene una ganadora: la gravedad. Por eso no soy capaz de entender cómo las nubes son capaces de flotar, ahora estoy viendo una. También veo dos columnas de humo sobre el agua y una pequeña voluta cerca del pecho de un hombre que, indolente, está tumbado sobre la hierba.
Las hadas ahora vuelan hacia la arboleda. Ellas y los duendes son los únicos seres que se mueven en este momento del espacio-tiempo que parece haberse detenido para los demás. No hay ningún humano cerca del bosquecillo, quizás intuyan que allí moran fuerzas que podrían dominar sus mentes y sus corazones, entes que buscan su energía para aumentar sus primarios poderes.   Todos los árboles son altos, frondosos, de fino tronco, tan delgados como la gente que disfruta de este momento plácido, pletórico. La tarde viste de gracia y de elegancia sus figuras y sus sueños.

Malacu (Mara)