Concurso de Cuentos Navideños por Mª Evelia San Juan Aguado




CUENTO DE NAVIDAD 

En la maternidad de los juguetes había un ambiente de efervescencia y bullicio. Todo era actividad febril, ansiosa, apresurada, idas y venidas a los distintos departamentos para comprobar que el funcionamiento fuera perfecto. Bajo ningún concepto se podían permitir fallos que pusieran en peligro la llegada de los ansiados regalos a los domicilios de los niños. Se recibían miles de cartas diariamente con pedidos de lo más variado y era preciso atender a todas.

Las incubadoras ya no admitían ni un muñeco más; de ellas salían toda clase de seres adorables capaces de satisfacer las ansias de cualquier niño. Se les había instalado un acelerador de maduracíón, más un sensor de temperatura óptima, gracias a lo cual la producción había aumentado un 20 %, con resultados que hicieron distenderse los rostros del adusto director general y del jefe de producción.

Desde una ciudad del norte, provinciana y bien novelada, había llegado un pedido singular. Querían un enorme adorno, híbrido entre oso polar y muñeco de nieve, que pudiera lucir por las noches con miles de lucecitas de colores. Buscaban gustar por igual a niños y mayores.

En el departamento de diseño nunca habían recibido nada semejante. Se pusieron a trabajar febrilmente y en primer lugar dibujaron un osazo blanco, con orejas enhiestas y roja lengua golosa. Parecía querer taladrarnos con la mirada, pero la actitud de los brazos era amistosa: había escondido sus garras, parecía querer saludar. A continuación, pergeñaron un muñeco de nieve bastante clásico; quizá lo más inesperado fuera su gorro típico una montera picona de color negro rematado en punta.

En ésas llegó el momento de cerrar el estudio y las dos láminas quedaron encima de la mesa, encaradas y sobre atriles. Apagadas las luces principales, se encendieron las de emergencia, luciendo con intensidad suficiente. Era la hora bruja: los muñecos se miraron de arriba abajo y el primero en extrañarse dijo:

¿Qué hacemos aquí?
Nos han evocado y quieren juntarnos. Lo escuché mientras me dibujaban…
¿Acaso pretenden hacernos siameses?
Me temo que algo así ha de ser, porque ¿qué tenemos en común tú y yo salvo el color?
Bueno, también la procedencia: ambos venimos del norte frío y blanco. Además, somos grandes, gustamos a la gente y huímos del calor, nuestro mayor enemigo.
Hombre, podrían adosarnos y hacernos bifrontes. ¿Sabes lo que te quiero decir? Tú mirarías al norte y yo al sur; así no nos harían sufrir para transformarnos en una quimera.
Bien pensado. Busquemos la forma de juntarnos.
Vamos a necesitar la ayuda de alguien. Te veo lejano, no consigo tocarte con mi zarpa, no quiero lastimarte…

Un silencio atronador se adueñó del estudio. Había algunos ratones huéspedes de la fábrica que solamente podían merodear en momentos como éste. Uno de ellos, más intrépido, se apresuró a trepar hasta la mesa de los atriles y en su veloz carrera los movió hasta juntarlos. Luego desapareció tan ligero como había llegado. Temblaron ambos, cerraron un instante los ojos y al abrirlos se vieron cercanos y amigos.

¡Vamos a darnos un abrazo!
¡Venga!

Y de ese modo, cada uno se quedó para siempre    con una parte del otro, se transformaron en un solo ser.

Cuando a la mañana siguiente llegaron los diseñadores al despacho se quedaron asombrados al encontrar su trabajo casi acabado, perfecto; no lograban encontrar una explicación al caso. Bueno, faltaba la cuestión de las luces; pero se la encargaron al departamento de electricidad y electrónica y se tranquilizaron: “Un trabajo fácil”, les dijeron.

Cuando el dibujo pasó a la zona de incubadoras sí que causó preocupación, pues no disponían de una que tuviera el tamaño suficiente… claro que al tratarse de un “muñecoso” no iba a necesitar temperatura cálida para desarrollarse. Idearon y construyeron una gran urna translúcida y en menos de un mes aquel proyecto de papel se convirtió en una impactante realidad. Una enorme cabeza de oso, con orejas redondeadas, hocico dorado y ojos negros brillantes, unida a un cuerpo como una bola de nieve−panza dorada−con brazos cortos y piernas dobladas: había nacido para estar sentado. Todo él estaba cubierto de un “pelaje” muy tieso, muy corto y totalmente blanco. Llevaba por dentro muchas hileras de lucecitas doradas y plateadas, por lo cual tenía un doble aspecto, tranquilo de día y vivo y resplandeciente por la noche.

Todos los muñecos presentes durante su eclosión de la urna se quedaron atónitos y sólo sabían exclamar:

¡Oh! Es enorme, tan grande que no va a caber en ninguna casa; es monstruoso, a quién se le ocurriría una idea tan extraña… Ignoraban su verdadero destino.

Pronto vieron que lo colocaban con sumo cuidado en un cajón a su medida, embalado con corcho plástico todo alrededor y lo cargaban en un gran camión con remolque, que salió de la fábrica a todo escape.

La llegada a su destino se produjo ocho horas más tarde, cuando el sol se ocultaba en el horizonte entre nubes rojizas y aire frío en el ambiente. Fue recibido con regocijo por los comisionados, que ya le tenían preparadas su ubicación y su compañía.

Al día siguiente, de buena mañana, lo sentaron en la plaza más importante de la ciudad, junto a un gran paquete de regalo tan blanco como él y delante de un árbol navideño en forma de cono altísimo y puntiagudo. Y todo alrededor una valla de tablas.

La prueba de que ha caído con suerte en ese lugar es que todos los visitantes de la plaza se detienen a contemplar el conjunto, comentan entre sí, se sacan fotos y vuelven a verlo por la noche.

Mª Evelia San Juan Aguado