Coronaveros por Isidro Lacoma Benito


ODISEA

Ulises sacó la última media barra de pan del congelador y la puso en el microondas. Ya atemperada intentó abrirla por mitad para tostarla, pero la corteza se cuarteó y la miga parecía de plastilina.

—¡Esto no puede ser! —dijo cabreado—, una cosa es pasar la cuarentena con estoicismo y otra tragarnos estos sucédasenos de masas prefabricadas, hoy toca salir a comprar y conseguiré pan de pueblo como debe ser.

Con muy mala leche se llegó hasta el ordenador y buscó panaderías artesanas, localizó una que tenía muy buenas críticas; no le caía muy cerca, pero decidió llegarse hasta ella.

Desde el estado de alarma, como buen ciudadano, solo salía una vez a la semana para hacer la compra. Estos días era más cuidadoso en el aseo. Después de afeitarse comprobó que el pelo le salía por encima de las orejas, no había peluqueros y su cabellera ya de por si escasa necesitaba de barbero; solía llevar el pelo “al dos” y después de ducharse se quedaba en su sitio sin mayor necesidad de cuidados; aunque quiso peinarse, en todo el aseo no encontró útil adecuado para tan personal labor. Recordó que hacía más de cinco años que no usaba de tal instrumento; pensando cómo resolver el problema se acordó de que en un viaje nocturno que hizo a Vigo en el tren le dieron un neceser, no lo había abierto porque tenía el suyo propio, pero seguro que lo guardó en la maleta; lo recuperó y al abrirlo… ¡ahí estaba!: negro de plástico y con púas gruesas y púas delgadas, como debe ser. Pudo terminar su aseo matutino, incluso se puso un poco de colonia, la señorita de la frutería estaba de muy buen ver y jugaban a una especie de cortejo sin compromiso, eso al menos creía él.

Tomó el carro de la compra, un capazo para la verdura y la bolsa del pan: otra cosa que no podía soportar de las panaderías modernas era que daban las barras en unas bolsas de papel pequeñas que no llegaban a cubrirlas. Él empleaba una bolsa de tela verde que ya era de su madre donde podía meter todo el pan sin problemas y cerrarla con una cinta.

La primera parada fue en la verdulería, una caja en la puerta limitaba el paso, saludó a la chica con una sonrisa algo empalagosa, le dejó el capazo y la relación de sus necesidades, diciéndole que pasaría luego a recoger el pedido. Ella asintió con la cabeza sin acercarse mucho y no le hizo más caso. Se adelantó unos metros hasta la tienda de ultramarinos del barrio y le dejó al tendero el carro con la lista de la compra, explicándole la aventura que iba a correr para llegar a la panadería tradicional. El abacero, emocionado por el valor de su cliente, intentó despedirlo con choque de zapatos, que era la última moda; el hombre ya mayor no pudo levantar debidamente la pierna y el otro más joven le dio un sonoro golpe en el calcañar. El dependiente intentando disimular el dolor le dijo que le haría un gran favor si le podía traer uno de aquellos panes.

Ulises llegó hasta la esquina de su calle, miro ambos lados y comenzó su aventura; a partir de allí entraba en terreno desconocido. La avenida principal estaba desierta, no había nadie por las aceras y el asfalto mojado por las lluvias de la noche anterior parecía un mar en calma, se sintió como un náufrago en la ciudad. Caminaba sin prisa mirando los escaparates de las tiendas vacías cuando, de pronto, escuchó el tono de una sirena a todo volumen junto a él; se dio un susto de muerte, puesto que concentrado en las lunas no se había percatado del vehículo policial. Al momento salió del coche un municipal alto y fuerte con un parche en un ojo; al joven, aún sin recuperarse del sobresalto, le pareció un gigante.

—¡A ver usted, documentación! —le gritó el guardia— ¿no sabe que estamos en estado de alarma y no se puede circular?
–Vera agente –contestó balbuceando el hombre entregándole el DNI—, iba a comprar el pan, pensaba que eso estaba permitido.
—Sí, pero por lo que veo en su dirección tiene usted un establecimiento que despacha pan en los bajos de su casa.
—Ya, allí solo sirven pan de masas congeladas y no me aguanta toda la semana.
—Pues sí que es usted rarito, queda avisado: no se puede desplazar de su zona; la próxima vez le pondré una multa de 300 euros. Circule y vuelva a su domicilio.

Ulises se metió por una calle lateral, no pensaba volver a casa, aquel Polifemo no iba a hacerle desistir de su viaje. Sería más prudente y evitaría las arterias principales. 

Buscando calles poco transitadas dio con un pequeño parque, vio bastante gente moverse y se acercó extrañado; cuál sería su sorpresa cuando observó que los paseantes iban con perros, pero su asombro fue que los hombres llevaban bozal y los perros no, se acordó de la maga Circe que convertía a los hombres en cerdos, podía ser que en este caso los hombres fueran los perros, por lo del bozal, y al revés los perros, hombres. Admirado por el encantamiento se alejó por si al entrar en la plaza le afectaba la magia de la hechicera.

Iba a llegar otra vez a la arteria principal, tenía que cruzarla para llegar a su destino, cuando al volver la cabeza para comprobar que no había moros en la costa, vio a lo lejos un cartel luminoso donde se podían ver las letras de “BAR”, era como un faro en aquella soledad. Enseguida se le hizo la boca agua pensando en una caña de Ambar bien tirada, casi helada y con su coronita de espuma y si además tenían surtido de tapa ya el paraíso; el proveedor de su tienda solo tenía Heineken y en lata que sabe a pipi holandés. Se tenía que desviar de su ruta, pero no se lo pensó y sin precauciones se dirigió a la luz.

Al final el desencanto, no podía tener tanta suerte, el bar estaba cerrado, seguro que el letrero luminoso funcionaba con un sensor de luz y como el día estaba muy nublado y oscuro se puso solo en funcionamiento, para el colmo miro el rotulo y el establecimiento se llamaba “EL CANTO DE LAS SIRENAS”.

Estaba asimilando su decepción cuando sintió que le siseaban desde la acera de enfrente, se volvió y cuál sería su asombro cuando desde una ferretería una señorita en paños menores le hacía señas para que se acercara; comprendió que aquel bar además de cerveza ofrecía otros productos y las sirenas se habían instalado al otro lado: la ferretería era en estado de alarma un lupanar. Como no parecía muy decidido a pasar salió otra señorita, esta si cabe con menos ropa que la anterior. «Dos por cien euros» pareció entender el asombrado ciudadano. Ulises pensó que solo llevaba cincuenta euros y calderilla para la compra semanal; aunque la oportunidad era única, con su magro presupuesto solo podía imaginar y para contentar su libido tendría que recurrir al pecado de Onán. Se despidió de las chicas enseñándoles la bolsa de pan, un tanto compungido. 
Ellas estaban heladas de frío y como no consiguieron al cliente dieron un portazo como despedida.

Había superado el canto de las sirenas, no por falta de ganas sino de presupuesto. Lo malo era que había perdido un tiempo precioso y se había desviado de su ruta, volvió sobre sus pasos y cuando iba a llegar a la vía principal apareció el coche del ogro. Esta vez tuvo suerte y se abrió un portal junto a él, salió un hombre-perro con su mascota que en cuanto se percató que él no llevaba bozal, salto al otro lado de la acera dejando la puerta abierta, donde se pudo refugiar nuestro naufrago. Paró un momento el coche de la policía frente a la casa, el joven desde la penumbra del fondo pudo ver el ojo del ogro que intentaba observar que había dentro del patio, al final el coche siguió su ruta.

Era el momento de continuar el camino antes de que volviera la policía, pero al intentar cruzar la avenida se levanta una ciercera descomunal acompañada de granizo y agua que le impedía continuar. Ulises piensa que su travesía ha enfurecido a Eolo y se cubre con la bolsa del pan para que este no lo reconozca; despistado el dios deja de soplar, momento que aprovecha el héroe para cruzar corriendo hasta la otra acera y meterse por la calle donde debía estar la panadería. A unos cien metros se topó con una fila de gente, por lo que la aventura parecía haber llegado a su fin.

Vio con desesperación que la cola era muy larga, los clientes aguardaban pacientes su turno detrás de unas rayas en el pavimento, que marcaban las líneas de seguridad. Él no podía esperar, eran casi las dos y las tiendas donde le guardaban los comestibles de la semana cerraban a esa hora. Sin pensarlo dos veces comenzó a estornudar ruidosamente, al momento todos de la hilera salieron de estampida, cosa que nuestro hombre aprovechó para entrar en el establecimiento, entonces se dio cuenta de que la panadería se llamaba Itaca.

Abrió la puerta y se dejó embriagar por el olor a pan recién hecho, retrocedió mentalmente a las tahonas de su niñez y se sintió de nuevo en casa: las estanterías llenas de todo tipo de manjares de harina y levadura le alegraron el día más que si hubiera encontrado el Vellocino de Oro.

La dependienta que estaba de espaldas reorganizando las existencias se volvió al escuchar el cascabel de la puerta

—¿Qué desea el caballero?

Ulises vio que en un cartelito cogido a su bata ponía «Penélope», se quedó como atontado, aquello no podía ser causal, el destino lo había llevado hasta allí por alguna causa y, aunque estaba embozada y solo se le veían los ojos, pensó «En cuando termine el estado de alarma tengo que volver a pedirle que se case conmigo».

Aunque sabedor de su facilidad para enamorarse quiso ser práctico y presentándole la bolsa verde le dijo:

—Por favor, llénela con un pan de cada clase.