Coronaveros por Isidro Lacoma Benito


ALICIA EN LA NOCHE DE LAS MARAVILLAS

   Alicia cerró el ordenador con muy mala leche; había terminado el vino por la red social, que se tomaba con sus amigas todas las tardes, y le había fastidiado mucho la propuesta de su amiga Maruja para que el sábado siguiente preparan un fiesta virtual y que se pusieran todos sus mejores galas para quitarse el muermo del confinamiento; a todas y todos les había parecido genial, ella también había tenido que aplaudir la idea pero malditas las ganas, llevaban mes y medio enclaustrados y llevaba el pelo fatal, se le había pasado el alisado y se parecía a Bisbal, odiaba el pelo rizado, desde que tenía uso de razón había peleado con su peinado para hacer desaparecer los tirabuzones, su cuadrilla sólo la conocía con el pelo liso, era su secreto mejor guardado, tenía que localizar una peluquería como fuera antes del sábado; hasta ahora se conectaba con coleta y camiseta, pero arreglada y maquillada no era de recibo el pelo con la gomita.

   Llamó desesperadamente a su peluquería de siempre, pero nadie cogía el teléfono, intentó el Google, puso BUSCAR PELUQUERIAS CLANDESTINAS EN ZARAGOZA; aparecieron un largo listado de webs sobre todo con la palabra clandestina, como vio que aquello no le servía puso comillas al principio y final de la frase para acotar todo lo posible la búsqueda. Pero no apareció nada. Quitó la palabra CLANDESTINA y le apareció un listado cuasi infinito de direcciones; su única opción era  mirar una por una, tenía que entrar a las webs y comprobar si daban cita.

   Estaba agotada, cansada, las búsquedas eran muy lentas, internet estaba saturado y su conexión no era muy buena.  Llevaba muchas horas en el ordenador, salió al balcón para despejarse, miró la calle; el vacío y el silencio eran impresionantes, nunca había sentido aquella sensación de soledad, normalmente en aquellas horas siempre había noctámbulos, coches particulares, taxis… Al mirar hacia una esquina vio un personaje curioso, iba disfrazado de conejo blanco y llevaba un chaleco reflectante como los que solemos llevar en los coches; al principio no se extrañó mucho, en la televisión había visto gente disfrazada de dinosaurio u otros monstruos, pero nunca tan real ni tan cerca, vio que le estaba haciendo señas para que bajara. Estuvo un momento indecisa, pero pensó que igual necesitaba ayuda, iba con un chándal cutre pero como parecía que la cosa corría prisa se cambió de calcero y bajó a la calle.

   No hice más que llegar a la acera cuando el conejo desapareció por una esquina; apuré el paso, no quería correr para no llamar la atención, no lo perdía de vista, pero no conseguía alcanzarle; cuando volvía por una esquina aguardaba hasta que veía que me había percatado de la ruta; así estuvimos un largo rato, al final no sabía ni donde me encontraba, era nueva en el barrio y no había transitado mucho la zona. Por fin se detuvo en la puerta de un local, escuché que daba tres fuertes golpes, se abría la puerta y desaparecía. Cuando llegué al bajo estaba cerrado, pensé en volver, pero si el tal personaje disfrazado me había llevado hasta allí por algo sería. Di tres fuertes golpes en la puerta, al momento apareció una jovencita muy sonriente con una camiseta negra con unas letras brillantes, me dejó pasar sin mayores problemas y me dio una llave, al momento desapareció, en el hall había varias puertas; fui probando la llave, pero no encajaba, sólo me quedaba una, pero era tan pequeña que parecía un gatera, se abrió, pero casi no pude pasar.

   Como era todo tan extraordinario no me quise plantear dudas, la pequeña puerta daba a un amplio departamento con todas las apariencias de ser un bar. ”Por fin algo interesante, sólo por esto merece la pena la salida”, pensé encantada con el descubrimiento. Unas estanterías llenas de botellas de Bombay Shaphiro, iluminadas por la parte de atrás, daban un espectacular ambiente de color azul a toda la estancia. Una larga barra de madera contrastaba con la moderna decoración de las estanterías, pero cuadraba con la antigua máquina de discos que se veía en un rincón, todo el conjunto daba un peculiar ambiente muy moderno, había visto algo igual en Barcelona, pero no me imaginaba algo así en Zaragoza y sobre todo que nunca hubiera oído hablar de él, pues soy bastante noctámbula, seguro que era un club para vips.  

   Aquella estructura azul dominaba todo el recinto, al fondo un pequeño escenario para algún concierto, unas pequeñas mesas con unas lamparitas, también de luz azul completaban el salón, algunas estaban ocupadas por solitarias parejas que iban a lo suyo; se levantó un chico y fue hasta la sinfonola, introdujo una moneda y pulsó dos teclas. 

  Comenzó a sonar Barry White, que es todo noche, pero lo que más me llamó la atención era que el chico que puso la música iba con un cigarrillo en los labios. ¡Un bar donde se puede fumar! ¡Aleluya! Por fin algo bueno del coronavirus; como no se veía el conejo fui hasta la barra; al momento un camarero calvo y con barriga cervecera, con una camiseta negra como la chica de la puerta, con unas letras con brillantina azul, ponía “ORUGA”. La verdad es que daba el aspecto de un bicho un tanto baboso.

    — Oye ¿esto es real? un bar abierto y además se puede fumar.
—Bueno, afuera está todo prohibido y esto es una isla de libertad, hasta te hemos dejado entrar con ese chándal—contestó el chico con sorna—¿Qué tomas?

  Me dejó hecha polvo; hasta entonces no me había percatado de las pintas que gastaba, el chándal me venía gigante, era de mi hermano y para el colmo era azul, amarillo y rojo, como el que lleva Maduro, acompañado de unas alpargatas viejas de esparto. Me puse toda colorada, pero reaccioné al momento.

  —Me pones un Cosmopolitan, me imagino que sabrás lo que es, en casa nunca me sale como me gusta.
  —Señorita, me ofende, soy un barman de reconocido prestigio.
  —Si, de los que se arrastran.
  Esta vez ataqué para borde yo no se inmutó, tenía muchas tablas.
  —Esto—dijo, señalándose el dibujo de la camiseta—es una exigencia de la dirección, pero no te pienses que soy tan fácil.
   —Por cierto, no he visto ningún rótulo en la puerta, ¿cómo se llama este local?
   —A ver, lista, cómo te imaginas que se va a llamar.
   —Pues… ¿No sé? vaya borde que era el tío.
   —Se llama AZUL, ¿no se nota? tampoco había que discurrir mucho.

Me quedé sin saber qué decir, a pesar de lo borde del barman el combinado estaba delicioso, pero en aquel ambiente necesitaba un cigarrillo, hacía tiempo que no fumaba, lo dejé cuando había que salir a la puerta, aquello me parecía degradante, además cundían los moscones que aprovechando la vulnerabilidad de la situación pretendían ligar.

—Lo siento, no me queda tabaco, pero te puedo dar uno de los míos—dijo, sacando de debajo del mostrador un paquete de Camel sin boquilla.

    Me acerqué el cigarrillo a la nariz y aquel olor a tabaco especiado me llevó a otros tiempos. Eran los cigarros que fumaba mi padre, a los 15 años se los robaba para fumarlos a escondidas con mis amigas: las toses, escupir el tabaco que se metía en la boca al no saber fumar, las arcadas de las primeras caladas, pero todo se aguantaba para demostrarles a los chicos que también sabíamos fumar. Luego la misma marca, pero con boquilla, a los 20 con la vida golfa pasé al sin filtro. Molaba mucho sacar el Zippo dorado con un trébol de 4 hojas y dar sobre él unos golpecitos a cigarrillo antes de chuparlo. Aquellas memorables madrugadas en la barra de garitos oscuros con enésimo vaso de tubo de Bacardí con tónica, harta de humo y noche, quitándome una hebra de la lengua para besar otra lengua tan saturada de alcohol y humo como la mía, era igual que lamer un cenicero.

     Ahora, a los treinta y tantos, todo se ha desnaturalizado, la gente sólo bebe batidos de verduras y no trasnocha para poder levantarse a las 8 del sábado para ir a correr. Por lo menos este bar da esperanza, igual después de la alarma necesitamos disfrutar más de la vida y aparecen bares de verdad.

   Le pedí otra copa y le dije que me vendiera un paquete.

—Lo siento, no vendo, es de contrabando, Camel puro que no tiene nada que ver con la mierda de marca que venden en los estancos. La bebida la pagas, pero si quieres un paquete tendrás que darme algo a cambio, un trueque.
—Y qué quieres, sólo tengo chándal y no creo que te interese.
—Pareces una chica lista, sé creativa.
—Pues no sé, pero ya que estamos, en realidad he salido buscando una peluquería, me imagino que conocerás alguna que esté abierta, los bármanes sabéis todo.
—Pues no caigo, pero ahora actuará el Sombrerero Loco y te dará razón; para salir tómate estas setas —dejó un plato con los hongos en el mostrador.

  Al instante se paró  la sinfonola, se escuchó una musiquilla de circo, se encendieron las luces del teatrillo y apareció un hombre alto, extremadamente delgado, con una chaqueta de lentejuelas rojas, pantalón verde de seda, un gran lazo amarillo y un descomunal sombrero de copa negro, hizo varias reverencias al público, puso la chistera sobre una especie de atril y comenzó a realizar números de magia; no es que fuera muy interesante, hacía los trucos clásicos de sacar pañuelos y palomas del sombrero, al rato bajo la tarima y fue pasando por las mesas haciendo numeritos a los clientes. Cuando llegó a mi lado sacó un cigarrillo del sombrero y me lo ofreció con una sonrisa.

   —Mira qué bien, muchas gracias, lo estaba necesitando —le dije con mi mejor sonrisa —y ya que estás aquí querría preguntarte dónde puedo encontrar una peluquería clandestina.
  —Bueno, bueno, bueno, para lo que quieras encontrar al conejo seguirás, as, as.

   Sin casi darme tiempo a preguntar dónde estaba el gran gazapo, desapareció por una puerta detrás del escenario, en ese instante volví a ver al conejo que se dirigía a la puerta de salida, me tomé las setas para no desairar al camarero y lo seguí para no perderlo pensando los apuras que me había costado pasar por la pequeña puerta, pero cuál fue mi sorpresa cuando la puerta que me encontré era mucho más grande de por la que había entrado.
  
   Alicia estaba desconcertada: era en el mismo sitio por donde había entrado, pero parecía todo diferente, las puertas habían cambiado de tamaño, tenía prisa y no se paraba a considerar el asunto, pensaba volver y ya pediría explicaciones de las setas mágicas, no podía perder de vista al guía.

    Ya en la calle lo vio volver por una esquina; antes la fue mareando por calles desiertas, el ambiente la asustaba un poco según la luz de farolas: a veces el disfrazado parecía un gigante, otras un enano, pero no podía dejar de seguirlo, se justificaba a sí misma pensando en que era imprescindible encontrar la peluquería. Vio un bazar chino, no parecía abierto, tenía la persiana a medio bajar, pero el conejo entró sin dudar, ella tampoco dudó y agachándose pasó al interior.

    Vaya sitio para poner una pelu, pensé al ver un almacén lleno de fardos y cajas sin desembalar, el conejo desapareció, vi unas personas al fondo y me acerqué para preguntar, se asustaron al verme y desaparecieron como alma que lleva el diablo, al rato apareció una joven.

     —Esto sel propiedad privada, no podel estal, ahora il a vel a la Duquesa.

     Me tomó de la mano y me hizo acompañarla, estaba absolutamente despistada y me dejé hacer.

      Llegamos a un almacén pequeño donde estaban desembalando los fardos e introduciéndolos en cajas más pequeñas, cuando vi la mercancía me quedé paralizada ¡No podía ser! Eran mascarillas y batas de hospital, miles de ellas, eran traficantes de material sanitario, ahora sí que me preocupé.

     Nos paramos delante de lo que parecía una poltrona, donde se sentaba una señora muy enjoyada, con un gran gato sobre una mesa a su derecha, la joven hizo una reverencia y desapareció. La mujer era muy fea, cargada de maquillaje y con una especie de capa plateada. Parecía una estatua de esas vivientes que hay en los paseos y se ponen a moverse cuando les echas unas monedas, se me quedó mirando.

     —¿Qué quieres?

    Me preguntó con bastante hostilidad, le dije que buscaba una peluquería que, si sabía de alguna y pensando en llevarle algo al camarero para cambiarlo por el Camel, y pagarle a la peinadora si me podría vender unas mascarillas, seguro que me las aceptaban en los dos casos: era el material más escaso y solicitado del mercado, todo dicho con mi mejor sonrisa.

     —Me tienes que dar algo a cambio.

     Otra vez con el dichoso trueque, aunque la verdad es que no sé cómo podría pagar, de todas formas no puedo estar lejos de casa y mañana le podré traer lo que me pida; vi que el gato se acercaba al oído y le susurraba algo.

     —El gato dice que te daremos lo que quieras si nos cantas una canción.

     Aquello no me lo esperaba, empezaba a ser todo bastante surrealista, que un gato quisiera oírme cantar desbordaba mi imaginación, sólo me sabía “Cumpleaños feliz”, era algo sosa, pero seguro que negociando aceptarían, los chinos son buenos negociadores. No me han dado opción, han sacado un Karaoke y me he desgañitado imitando canciones de Bustamante. Después de la tercera y de torturarles los oídos se han dado por satisfechos. 

     —En esta mochila tienes las mascarillas y para la peluquería sigue al conejo, ahora márchate antes de que me arrepienta.
    
    El conejo salió de estampida y Alicia al entretenerse en el local tuvo que correr para alcanzarlo. Fueron recorriendo la ciudad por calles secundarias, la muchacha conocía algunas, otras no. La verdad es que no le daba mucho tiempo de mirar por dónde iba, el conejo daba grandes saltos y le costaba seguir su ritmo. Por fin llegaron al Paseo Independencia, estaba algo mareada y sentía que caminaba despacio, se había levantado viento, toda la avenida estaba desierta y bolsas blancas de plástico rodaban por entre las vías del tranvía como palomeras por los Monegros, hojas de periódico volaban sin impedimento por los porches. Un sonido indescriptible le hizo volverse hacia el sur, una procesión se acercaba. Unos monjes dominicos cantaban misereres delante de una cuerda de penados con sayas y sambenitos, detrás unos penitentes con cruces al hombro y autoinfligiéndose latigazos, se dio cuenta de que de las farolas patíbulo colgaban nudos de horcas. La chica restaba horrorizada, se sentía rodeada de fantasmas, aquella procesión era una mezcla de la película EL SÉPTIMO SELLO y los autos de fe de la Inquisición, miró al conejo, éste estaba dando patadas a las bolsas y daba saltos para dar manotazos a las hojas de periódicos que volaban arrastradas por el viento, cuando vio que iba hacia él comenzó a caminar.

      Pasaron el río y el conejo entró en una especie de casita con jardín, había un rótulo con una cabeza de liebre “Peluquería de la Liebre”; era de noche y el letrero no estaba iluminado, pero pudo distinguir el nombre; el gazapo volvió a desaparecer y Alicia pulsó el timbre con mucha precaución, en el interior se oía una algarabía de mil demonios.

     Qué mal rato que me ha hecho pasar la procesión, pensaba que había comenzado el Apocalipsis y llegaba el fin del mundo. Las setas que me ha dado el cabrón del camarero eran buenas, a ver si consigo que además del tabaco me pase unas pocas y en la tranquilidad de casita tengo alucinaciones más lúdicas. Al fin hemos llegado al final del camino, pero vaya peluquería rara, esta noche parece como si hubieran soltado a todos los locos del manicomio.

 —Pasa, pasa, te estábamos esperando, ahora terminamos de merendar y te atiende la liebre, espera sentada y no comas de lo nuestro, está justo, además vienes de parte de la Duquesa y no nos gusta.

    Me quedé mirando al personaje, una especie de enano con mucho pelo, algo desagradable, no pensaba tomar nada y menos de aquella mesa tan desgobernada y sucia. Al rato la que debía ser la liebre, llevaba un postizo de orejas de conejo, me llevó a lo que era la peluquería, me senté en el sillón y sin decir palabra  comenzó con su cometido. Intenté decirle cómo quería el pelo, pero se puso un dedo en los labios ordenándome silencio, vi que se preparaba los instrumentos para alisar y la deje hacer, no me extrañó, durante la noche había visto que parecía como si todo el mundo supiera lo que estaba pensando.

    Quedé contenta con el peinado y le pregunté si podía pagarle con mascarillas, ella volvió a silenciarme y me señaló una puerta, entré y volví a encontrarme con el Sombrerero Loco.

   —Para pagar la prenda tienes que ver a la reina de Corazones.
   —Me imagino que para encontrarla también tengo que seguir al conejo—contesté con guasa un poco harta de los jueguecitos, ahora ya tenía lo que quería y me apetecía volver al bar para intentar conseguir otra copa y el cartón de Camel.
      —Esta vez no, te espera en el jardín.


     Alicia salió al jardín y lo que al entrar era un pequeño espacio con césped ahora se había convertido en un gigantesco parque cubierto con parterres de rosas y arbustos que lo cerraban completamente, se encontró con todas las criaturas que habían aparecido a lo largo de la noche y otras nuevas disfrazadas de tortuga y otros animales, incluso un grifo; se empezó a preocupar e intentó vislumbrar una salida, pero parecía que si quería salir tendría que volver por donde había llegado y sabe Dios qué se podía encontrar al abrir la puerta de la casita. Al momento, apareció lo que parecía un cortejo, una señora vestida con sobrecarga de ropajes dorados y plateados, con un gran corazón rojo en el pecho y una corona de brillantes, sobre una peana y acompañada de toda una corte de chicas vestidas con los dibujos de los palos de las cartas de la baraja, éstas armadas con picas y garrotes comenzaron a dar palos a los asistentes que despejaron el centro del jardín, los valets que portaban la peana la colocaron sobre el suelo, todos estaban en silencio con la cabeza agachada en señal de respeto, Alicia no sabía qué hacer y los imitó.


   —¿Quién es esa chica?

    Como tenía los ojos mirando al suelo no me percaté de que la señora se dirigía a mí, alguien me dio un codazo y levanté la cabeza.

 —Es la chica que nos ha enviado la duquesa para la peluquería—contestó uno de los valets.
 —Seguro que tiene lengua, que conteste ella.
 Como vi que la mujer tenía malas pulgas,(le dio un golpe al valet que había contestado con una especie de cetro que portaba), respondí enseguida.
 —Me llamo Alicia, no encontraba una peluquería por el coronavirus y el conejo blanco me trajo hasta aquí; la Liebre  me dijo que tenía que pagarle a usted.
 —¿Quién es el coronavirus?, la única que puede portar corona aquí soy yo. Si aparece le cortaré la cabeza. Como me has alterado propongo que juegues al póquer conmigo, si me ganas te vas sin pagar, si gano yo me das todo lo que tienes.

    No intenté contradecirle, tenía pinta de ser muy autoritaria, además soy muy suertuda y las cartas se me dan bastante bien.

   —De acuerdo, contesté, ¿Dónde están las cartas?
   —Aquí no hay cartas, jugaremos con mis doncellas, harán un corro de espaldas, dando vueltas sin parar, elegirás tú primero a cinco que se darán la vuelta frente a ti y veras las figuras, luego yo.

Solo habrá un descarte y presentaremos nuestro juego.

   Las chicas en un momento se cogieron de la mano, parecía que ya estaban entrenadas seguro que la reina había jugado así muchas veces. Iban muy rápidas y conforme las seleccionada paraba el corro y se ponía frente a mí. Así hasta cinco veces. Después las eligió la reina.

      Intenté no sonreír y como vulgarmente se dice puse cara de póquer. Tenía muy buenas cartas: dos reyes, dos dieces y un caballo. Dobles parejas, si me descartaba del caballo podía hacer full de reyes o dieces: una gran jugada. No me lo pensé y envié el caballo al corro que volvió a girar. Elegí una carta y salió un diez. Jugada completa. La reina no se descartó nada por lo que debía tener una buena mano.

  —A mi palmada se volverán las doncellas elegidas hacia el público para que veamos todos las cartas y sepamos la vencedora.

    La Soberana dio una fuerte palmada con las manos y se descubrió la jugada.

     Me quedé sin habla: ella tenía cuatro reyes y un as, aquello era imposible; las barajas sólo tienen cuatro reyes y como yo no había hecho trampas las tuvo que hacer ella.

    Todos se pusieron a felicitar a la reina gritando ¡Campeona, campeona! Ella sonriente y eufórica les hizo una reverencia para agradecerles su apoyo.

   —¡Esto no puede ser, yo he jugado en buena lid, pero usted ha hecho trampas, no sé si será una reina, pero es una tramposa!

   La verdad es que estaba muy cabreada y lo dije sin pensar en las circunstancias.

  Al momento se hizo un absoluto silencio, todos se me quedaron mirando, yo mientras observaba a la reina que iba cambiando de color, su cara se transformó de la risueña euforia pasó al odio extremo, el rostro sonrojado los ojos saltones parecía que le iban a salir de las cuencas y del rictus de su boca espumaba una especie de saliva que le goteaba sobre el vestido.

    —¡Tramposa yo! ¡Nunca me había insultado así una insignificante plebeya a la que nadie ha invitado a mi jardín! Se merece un castigo ejemplar, hay que hacer un jurado, el pueblo tiene la palabra.

  En principio no estaba preocupada, aquello parecía una broma e incluso les sonreía a los allí presentes. Pero parece que se lo tomaban en serio, me dejaron sola y al momento se hicieron corrillos que cuchicheaban entre ellos. Al rato, el que parecía el portavoz de cada grupo se acercó a la reina, conferenciaron con ella y se retiraron.

     —El pueblo ha hablado, ya tenemos sentencia, se condena a la forastera a que se le corte el pelo y rape la cabeza en público. Como ya estamos todos, la sentencia se ejecutará inmediatamente.

   No me lo podía creer, aquello no podía ir en serio, quise replicar, pero no me dejaron defenderme, vi horrorizada que aparecía el Sombrerero Loco con unas tijeras gigantes y dos de los valets de la reina me sujetaron y me taparon la boca con una de mis mascarillas.

    El verdugo cogió mi hermosa cabellera, chasqueó las tijeras mirándome con ojos de loco, estaba disfrutando y yo perdida.
  
   Alicia se despertó sobresaltada, se había dormido sobre el teclado del ordenador, había vivido el sueño como real y se acercó a la ventana para comprobar que todo estaba bien en la calle. Se fue inmediatamente a mirarse al espejo y comprobó con satisfacción que mantenía todo su pelo, rizado pero entero, sólo se le notaban pequeñas señales de las teclas del ordenador en la mejilla sobre la que se había dormido, se lavó la cara y desapareció el único rastro que le quedaba de su aventura en la otra dimensión.

   Volvió al ordenador, borró todo el rastro de su paseo por la red oscura, entró en Amazon, buscó planchas para alisar el pelo, compró la mejor que tenían. En 24 horas la recibiría en su casa, pasaría el resto de la semana alisándose a conciencia el cabello y para la quedada del sábado no le quedaría ni un solo tirabuzón. De todas las maneras, había disfrutado del sueño, por lo menos aquella era una buena forma de romper la rutina del confinamiento.