Coronaveros por Mª del Carmen Salgado Romera -Mara-


NOVENTENA 

Durante la primera quincena reinó el estropajo. Desde que comenzó el confinamiento domiciliario impuesto por el Gobierno las personas palidecían, como si el frenesí de limpieza que contagió a la población fuera borrando las manchas a la par que el color de la piel.
Después, los útiles de limpieza quedaron en segundo plano y el interés general comenzó a centrarse en quién sería el afortunado de cada familia al que le tocaría bajar la basura. Traspasar el umbral del domicilio generaba adrenalina y esa era la única actividad clasificada como inocua que permitía alejarse por unos minutos del calor del hogar cada vez más encendido por las pequeñas disputas domésticas, los ruidos de los solidarios vecinos que salían a sus ventanas las ocho para aplaudir y la incipiente primavera que empezaba a caldear el país.
La restricción de movimientos convirtió a las personas en piezas de ajedrez esclavas de leyes invisibles que la policía obligaba a cumplir. Los que podían ir a trabajar lo hacían con rostro tenso, mandíbula apretada, mentón apuntando hacia el pecho y mirada hipnotizada. Todos, sin distinción de oficio, eran considerados héroes por sus compatriotas quienes solo podían pasear al perro, comprar o sacar la basura.
Pasado un mes, las personas se habían rapado la cabeza y solo vestían pijama. Entonces comenzaron las infidelidades involuntarias: al subir en el ascensor -de bajar la basura- el dedo aprieta el botón equivocado; la hipnotizada mirada no lee el piso; la mano empuja la puerta entornada del hogar ajeno; el cuerpo avanza por un pasillo idéntico a cualquier pasillo y busca refugio en la primera cama que encuentra sin extrañar a su ocupante.
Cada noche las personas equivocaban pisos y camas y tan solo el día en que acabó el confinamiento se comprobó que la ropa no era la propia y las pálidas personas rapadas comenzaron a sospechar, con vergüenza y horror, que su sitio estaba en otro lugar, pero no recordaban dónde y decidieron retomar sus vidas en ese punto haciendo suyos abuelos, cónyuges e hijos ajenos, como si fuera lo más natural.