Cuento de Navidad por Mª Evelia San Juan Aguado
CUENTO DE NAVIDAD
Había preparado con esmero
la maleta. Al fondo los regalos y sobre ellos la ropa para los dos días que iba
a pasar con su padre. Este año estaba seguro de acertar. Después de recorrer
los mercadillos sin encontrar nada aprovechable, una idea empezó a abrirse paso
en su memoria de la infancia: a menudo le había acompañado en sus visitas a la
librería anticuaria cuyo dueño, amigo suyo, le reservaba las nuevas
adquisiciones y se las ofrecía como primicias, especialmente si se trataba de Biblias.
Recordó el cuidado que ponía en mantener impolutos los estantes de la
biblioteca familiar, repletos de ediciones especiales para bibliófilos de obras
inmortales y los incontables ejemplares de los Sagrados Libros, editados por
las diversas confesiones cristianas, que eran su orgullo.
¡Eureka! Había que buscar
en Madrid librerías de viejo, desplazarse hasta la más cercana y consultar. La
mejoría reciente en su situación laboral le permitía ahora recompensarle con
una satisfacción seguramente inesperada.
Visitó un par de lugares
fascinantes, conoció a los dueños, les puso al corriente de los gustos del
padre y ambos le prometieron darle una respuesta en breve.
Pocos días después recibió
la llamada del primer librero que había visitado: “Creo que tengo algo muy
interesante que puede hacer las delicias de su padre. Prefiero mantener la
sorpresa hasta que usted se pase por aquí”.
El sábado por la mañana se
presentó, según habían acordado, y el vendedor le llevó con aire misterioso
hasta el fondo de su negocio. En un cajón cerrado con llave de su mesa
escritorio guardaba un ejemplar protegido por una funda de terciopelo granate.
Lo sacó con gesto de ceremonia y mirada brillante, como quien sólo muestra su
joya a alguien muy especial: “He conseguido esta Biblia copta, que estoy seguro
de que su padre aún no tendrá, porque es un ejemplar hecho a mano en el siglo
XVI de una rareza excepcional. Observe el gran estado de conservación y la
belleza de las figuras religiosas que la ilustran”. A primera vista, Manuel
recibió la grata impresión de que era lo que había estado buscando, pero
procuró no delatarse para conseguir el mejor precio posible. “No se preocupe
por la financiación, podemos llegar a un acuerdo de plazos. Estoy seguro de que
no va a encontrar un libro más importante y el precio está ajustado, dadas las
circunstancias. Le doy dos días para pensarlo, no puedo más, tengo otro
caballero interesado, le he dicho que usted tiene la prioridad si decide
adquirirlo”.
Esa noche, desvelado por
las imágenes que había grabado en su mente durante la visita, pensó que su
padre se iba a sentir al fin recompensado, que el valor del libro seguiría
aumentado a medida que pasase el tiempo y una alegría a estas alturas bien
merecía el esfuerzo de pagarlo en tres veces. Se veía entrando en casa con el
paquete a la espalda, dándole un abrazo inmenso y preguntándole: “¿Cómo va tu
colección de libros? Aquí tienes uno más”. Saboreaba la cara de sorpresa que
iba a poner, seguro que no esperaba regalo alguno. Siempre decía que le bastaba
y sobraba con que su hijo pasara con él estas fechas, tan melancólicas desde la
ausencia de la madre, ya cuatro años, qué rápido pasa todo.
No esperó, al día
siguiente se puso de acuerdo con el librero y le encargó que lo presentara en
un estuche de madera con letras grabadas en la tapa. Hizo la primera entrega de
dinero y quedó en recogerlo el mismo lunes, a la salida del trabajo. Ese día
adquirió también un chaleco que supuso le vendría bien al padre para combatir
el frío que alegaba siempre que hablaba con él por teléfono.
Se despidió de los
compañeros y el miércoles a mediodía emprendió el viaje. En un mensaje de
whatsapp le avisó de que llegaría al
cabo de tres horas. Un trayecto muy concurrido, que le pareció más pesado que
en ocasiones anteriores. No era demasiado aficionado a conducir.
Al llegar a la casa, ya
anochecido, hizo una llamada para que bajara a abrirle la puerta del garaje.
Como no contestaba, aparcó en una plaza de zona azul unos metros más adelante.
“Menos mal que tengo las llaves de casa”-pensó- “a lo mejor ha salido a comprar
algo, o puede que esté en el baño”.
Descargó la maleta y subió
con presteza, abrió la puerta y avisó con voz cantarina: “¡Papá, ya estoy
aquí!” No hubo respuesta. Al recorrer el pasillo abriendo las puertas lo
descubrió en la biblioteca con los brazos estirados y la cabeza apoyada sobre
la mesa.
Mª Evelia San Juan Aguado