Cuento de Navidad por Mar Cueto Aller


REBELIÓN NAVIDEÑA


De niña le encantaba poner el árbol de Navidad, pero en cuanto empezó a crecer lo aborrecía. Prefería ir a pasear con sus amigas y se buscaba cualquier excusa para posponerlo o incluso evitarlo, aunque su madre no estaba dispuesta a renunciar a la tradición e insistía. En otros tiempos la ayudaba a decorar el árbol y toda la casa con ilusión y alegría, pero desde que el reuma la impedía tener la movilidad necesaria, se limitaba a cocinar y asear la casa mientras su hija se subía a una escalera y llenaba de adornos el abeto de plástico que habían comprado para su primera Navidad.
-Si no quieres que celebremos la Navidad, te haré caso, y no prepararé ni el asado de setas con trufa ni los turrones y mazapanes que tanto te gustaban -dijo la madre.
-¿Pero eso qué tiene que ver? -protestó la hija-. Deberías hacerlos más a menudo aunque no fuese Navidad. Porque eso es algo que nos gusta y llenar la casa de tonterías no. Sobre todo teniendo en cuenta que dentro de unas semanas las volveremos a quitar.
-Antes te gustaban porque tenías más espíritu navideño. Y eso es lo que me mueve a mí a preparar nuestros platos preferidos para Navidad, pero si no lo quieres prepararé una cena normal de sopa minestrone, ensalada y yogur.
-¡Está bien, está bien! Adornaré la casa y tú prepararás nuestra cena preferida de Navidad con turrones y todo…
Sin mucho entusiasmo subió al desván y bajó el enorme árbol destartalado de siempre. A continuación hizo varios viajes hasta tener a mano todo lo necesario para la tarea encomendada. Tenía tantas ganas de terminar que ni siquiera se molestó en extender correctamente las ramas, ni en equilibrar la colocación de bolas y adornos para que su simetría no desafiase las leyes de la gravedad. Con tanta presteza, enseguida consiguió llegar a la culminación estelar de su propósito. Alargó la mano elevándola por encima de la cumbre cuando su pie resbaló de la escalera dándole una patada a una esférica bola plateada. Con los brillos de las luces pareció cobrar vida consiguiendo que en la redonda carita se abriesen sus enormes y redondos ojos, asustada, mientras una medialuna de boca le protestaba indignada.
-¡Eh, mira lo que has hecho! Me has desinflado, torpe estúpida.
-¡A que te tiro a la basura ahora mismo! -dijo la chica furiosa.
No terminó de decirlo cuando la bola plateada infló los carrillos y empujó su pie fuera del peldaño de la escalera. Cayó de golpe agarrándose a cuantos adornos encontró a su paso. Pero ellos no se dejaron amilanar: una seta de color rojo con lunares blancos y tallo plateado se lanzó contra su ojo. Varias bolas plateadas intentaron resbalar de sus manos, pero fue en vano, no pudieron evitar que las abollase e incluso que se hiciesen añicos las que eran de cristal. Las azules fueron las primeras en solidarizarse y atacarla por la retaguardia. Pero no tardaron en unirse las de color rosa, las verdes y también las amarillas y doradas. Unas la golpeaban por la cabeza, otras por las extremidades y, al final, por todas las partes. Hasta las campanillas y los bastones de caramelo se rebelaban azotándola sin piedad mientras cantaban un alegre villancico. No hubo tregua. Aunque se vengó rompiendo cuantos adornos rompibles se cruzaban en su camino, quedó claro que había perdido la batalla: no había ninguna parte de su cuerpo que no estuviese magullada.
Rendida ante la evidencia, pidió perdón a sus enemigos y se durmió agotada. Sus contrincantes, magnánimos, se compadecieron. Cada uno volvió a su puesto, no al que ella les había asignado apresuradamente, sino al que antaño habían ocupado
armoniosamente o al que consideraron más adecuado. Hasta la estrella final consiguió que todos sus rayos se inflasen de nuevo y luciesen en equilibrio.
Cuando su madre terminó de preparar los dulces para la cena quedó sorprendida al ver todos los trozos de bolas de cristal rotos por el suelo y los restos de espumillón antiguos que brillaban bajo el árbol. Parecía que había tenido lugar una batalla campal alrededor del árbol. Ninguno de los cojines seguía sobre el sofá. Incluso uno estaba colocado sobre su cabeza y otro bajo su espalda.
-¿Pero que ha pasado aquí? -dijo la madre asustada-. ¿Te has caído del árbol? ¿Por qué estás en el suelo?
-No lo sé... Creo que las bolas me han atacado… No te lo vas a creer... Pero, a pesar de todo, me ha gustado colocar los adornos y creo que nunca más volveré a protestar cuando tenga que volver a quitarlos o ponerlos.
-¡Por alguna razón te creo! -dijo la madre abrazando a su hija a la vez que la ayudaba a levantarse-. A pesar del estropicio este es el árbol más bonito que he visto en mi vida. Tan sencillo y a la vez tan completo. Pero no te creas que te vas a librar de ayudarme a barrer y recoger todo este lío.



Mar Cueto Aller