Doce cuentos para trece meses por Isidro Lacoma Benito
FELIZ
HALLOWEEN, CENICIENTA
Mariana perdió a
su mamá cuando era niña, su padre se volvió a casar con Segismunda, esta segunda madre aportó al matrimonio otras
dos chicas. La madrastra soportaba a su hijastra lo justo; sin embargo a sus
hijas les daba todos los vicios, éstas eran holgazanas, sucias y golosas. Con
unas hermanastras feas y gordas, la pequeña Mariana destacaba en aquella casa
como una flor en el estiércol, su padre la quería mucho y la colmaba de afecto.
Esto hizo que entre su mujer y las hijas creciera una envidia insoportable.
Segismunda, harta de la niña, decidió pasar a la acción, sería la dueña de la
casa. Poco a poco fue poniendo veneno en la comida de su marido, éste enfermó y
a pesar del desvelo de su Mariana, iba empeorando, los médicos no acertaban en
sus dolencias y el padre se iba consumiendo. La hija le daba con paciencia el
caldo que le preparaba su madrastra, sin saber que poco a poco ella era la que
estaba envenenando a su querido padre.
El enfermo
llegó a su fin. Durante unos meses, de cara a la galería, todo fueron lutos y
sollozos en la casa, Segismunda y sus hijas recibían dolosas los pésames,
relegando a Mariana a un segundo plano: ella ,que de verdad sentía la muerte de
su progenitor, escondía su dolor sin salir de su habitación.
Cuando las reinas
de la casa se levantaban, al final de la mañana para salir a pasear, ella iba
llena de ceniza de limpiar los hogares de la lumbre; les resultaba muy
desagradable verla tan sucia y pasaron, con desprecio, a llamarla Cenicienta.
Así ésta perdió el bonito nombre que le había puesto su madre, sólo se le
nombraba con el apodo, como sus parientas siempre estaban pidiéndole cosas,
“Cenicienta, Cenicienta” se repetía sin cesar en aquella casa. El tiempo
pasaba, la madre intentaba buscar pretendientes pudientes para sus hijas y casi
todos los días llegaban galanes a merendar, se tomaban los dulces y el
chocolate con gula, daban mucha conversación, pero nadie parecía dispuesto a cargar
con aquellas gordas impresentables.
Un día, las hijas,
que habían salido de paseo, volvieron a casa sofocadas y descompuestas: “Mamá,
mamá”, gritaron al entrar, ésta que como siempre estaba sesteando en el sofá,
se levantó preocupada por si les había pasado algo a sus tiernas “retoñas”.
—Hemos visto en un bando que el
príncipe está buscando novia—dijo sin aliento la mayor—. El 1 de noviembre hay un baile al que están invitadas
todas las chicas casaderas del reino.
—Tenemos que ir sin falta—continuó la
pequeña—seremos las
más elegantes y elegirá a una de nosotras, cuando se case iremos todas a vivir
a palacio y tendremos cientos de sirvientes, además no volveremos a ver a la
insignificante Cenicienta.
La madre las
tranquilizó, llamó a la “insignificante” para que les sirviera un cordial y se
pusieron a preparar un plan.
Cenicienta
escuchaba detrás de la puerta, pensó que ella también podría participar,
guardaba en el desván sus viejos vestidos, seguro que entre todos podría sacar
un bonito traje de fiesta. Ilusionada, se puso a preparar el ajuar, tenía que
sacarle tiempo al sueño ya que si se enteraban sus hermanastras no la dejarían
participar. Una noche, agotada, se quedó dormida sobre el vestido, una de sus
hermanastras bajó para echarle una bronca a la holgazana. Vio la labor y sin
despertarla fue a comentarlo con su madre, ésta estuvo un rato pensando y
decidió que no le dirían nada, dejarían que terminara y el día del baile se lo
quitarían y la encerrarían en su cuarto, una buena lección para aquella
miserable sirvienta que pretendía ser princesa.
La casa se llenó
de sastres, zapateros, peluqueras, joyeros y un sinfín de gremios que
pretendían hacer lucir a las insulsas y poco agraciadas hermanas. El día del
baile, a base de corsés, afeites, sedas, pelucas y joyas, las jóvenes
deslumbraban como farolas en una calle mugrienta. Antes de salir a coger el
coche, Segismunda llamó a Cenicienta, que había escondido el vestido para
ponérselo cuando se marcharan ellas, la mandó a la cocina para prepararles un
té y, mientras, la pequeña bajó al sótano y subió el vestido. Con unas tijeras,
llenas de rabia, las hermanastras lo destrozaron, cuando volvió la chica era
todo un despojo.
—¡Pero qué te
has creído!—le dijo la
madre, mientras las hijas se reían descontroladas—piensas que ni siquiera mereces una
mirada del príncipe y pretendes cortejarlo. Mira qué prestancia tienen mis muchachas, ellas serán las elegidas.
Dicho esto la
cogió de los pelos y la tiró por las escaleras de la bodega cerrando la puerta.
Fue a caer a lo
más profundo de aquel pozo inmundo y en total oscuridad se puso a llorar
desconsoladamente, ya no podía más. Sus lágrimas cayeron sobre algo metálico y
esto relució, lo tomó en sus manos, pasó la manga para limpiarlo y ver lo que
era. Al momento se iluminó toda la estancia, de la vieja lámpara de aceite
salía como un vapor que iba formando una figura.
—Soy el mago de la lámpara y por
hacerme salir te concedo tres deseos.
La muchacha se puso
a temblar de miedo, allí sola con la presencia se sintió en peligro: “Vaya
sorpresa para terminar el día”, pensó. Pero el genio era un gordito simpático y
enseguida congeniaron. Una vez que se tranquilizó, le volvió la rabia acumulada
a lo largo de años de ofensas y humillaciones, vio una oportunidad de venganza.
—A ver, explícame un poco mejor esto
de los deseos—dijo ella—¿puede ser cualquier cosa?
No la dejaban
salir, pero recogía las revistas de cine y televisión que desechaban sus
hermanas y tenía muy buena información de las películas, lo que más le gustaban
eran los tipos raros y asociales, tenía verdadera
admiración por los psicópatas e inadaptados, su vida de humillaciones le había
hecho soñar muchas veces con ser uno de aquellos monstruos para revolverse
contra sus maltratadoras y hacerlas sufrir. Vio su oportunidad.
—Tú pide y veremos—contestó el gordito.
Mariana estuvo un
rato pensando, trayendo a su imaginación los personajes que siempre había querido ser.
─ Vale, primero
quiero que me transformes en “Cara de cuero”, el Leatherface de La matanza de
Texas; segundo, a esos tres ratoncitos que están muertos de miedo en la esquina
quiero que los conviertas en Freddy Krueger, Norman Bates y Hannibal Lecter. Estos,
como son famosos, sabrás quiénes son. Y
tercera, como necesitaremos un vehículo, la bicicleta que tengo en la puerta
para los recados, que sea el coche de la familia Monster.
—Me parece que son más de tres—dudó—, vale, los daremos
por buenos. Pero como esta noche es Halloween, los monstruos están muy
solicitados y solo podrás mantener la apariencia hasta las doce de la noche. Si
estás de acuerdo, cuando vuelva a entrar en la lámpara, ocurrirá la
transformación.
—Hasta las doce me sobra—contestó ella encantada.
Conforme se iba
retirando el genio se iba yendo la luz, al final volvió la oscuridad total en
el sótano. Ella no sentía nada raro en su cuerpo, notaba que tenía algo pesado
en la mano y que otras personas se movían despistadas en la habitación, tanteó
las paredes y cuando localizó la puerta le dio una patada. La madera saltó como si fuera de cartón y un rayo luminoso rompió
la negritud. A los habitantes del sótano les llevó un tiempo acostumbrase a la
luz, pero cuando se miraron el susto fue de muerte. Se pusieron a la defensiva,
no se fiaban del careto de los otros. Cenicienta recondujo la situación.
—Tranquilos, que somos todos amigos,
aunque en la vida real damos miedo, entre nosotros tiene que funcionar la
fraternidad del gremio. Todos somos psicópatas y nos tenemos que apoyar unos a
otros. Esta noche soy yo quien os pide ayuda, pero otro día puede ser
cualquiera de vosotros.
Se volvieron a
mirar entre ellos, esta vez más tranquilos, pero con cierta precaución.
—Por mí está bien—dijo Hannibal, que iba elegante como
siempre con un traje gris, sombrero Panamá y un foulard de cachemir en tonos
grises y blancos—me vendrá bien un poco de acción, además hace días que no me alimento
como es mi gusto, y parece que tengo todas mis herramientas—sopesó su maletín de médico y
satisfecho, terminó con una amplia sonrisa.
Norman, con traje
negro y camisa blanca abrochada hasta el cuello, comprobó que tenía su cuchillo
de cocina en el bolsillo interior de la chaqueta y con esa dejadez que lo
significa, encogió los hombros dando por buena la explicación.
Freddy, con su
sombrero chamuscado y su jersey de rayas rojas y negras, miraba a todos con una
cierta superioridad, era el más conocido y el que más películas había protagonizado,
era el maestro. Se miró las garras y comprobó que las tenía un poco oxidadas,
necesitaban uso para que volvieran a brillar y se pudieran reflejar bien con la
luz de la luna. Intervino en la conversación.
—Yo también estoy de acuerdo, necesito
un poco de acción. Pero considero que por edad tendría que ser el jefe.
"Cara de cuero", puso en marcha la motosierra para
hacerse notar y como intimidación, era el más grande, pero con aquella banda no
se podía fiar, quería demostrar que con un movimiento de brazo les podía cortar
a todos la cabeza. El ruido silbante de la cadena con las uñas de sierra, les
hizo callar y volver la cabeza hacia su anfitrión.
—Aquí el jefe soy yo, sin discusión.
Pero vamos a un baile y allí cada uno podrá hacer lo que mejor se le dé. Ahora
vamos fuera que nos espera un vehículo.
El
"buga" que había en la puerta era impresionante, una especie de coche
de caballos con el pescante descubierto para el conductor, una berlina con
cortinas de encaje, el escudo nobiliario de los Monster y un asiento de
terciopelo rojo en la parte de atrás para los pasajeros, un brillante motor de
tubos inoxidables le daba una prestancia deportiva al coche, que contrastaba
con el lúgubre aspecto del resto.
Norman pidió conducir, el jefe se puso en la parte
cubierta y los otros dos en el asiento de terciopelo. Hannibal se retiró todo que pudo a un lado, Freddy movía sin parar sus
garras y temía que le sacara un ojo. El viaje fue agradable pero corto, Norman
le había cogido gusto a conducir y propuso dar unas vueltas por el pueblo. No
era muy fiable con el volante y los demás declinaron la oferta.
La presencia de
los cuatro monstruos era impresionante, el aparcacoches se escapó corriendo, el
lacayo de la puerta estaba temblando y no acertaba a preguntar para las
presentaciones, "Cara de cuero" le dio un guantazo y lo tiró por las
escaleras, entraron al salón y cerraron la puerta con llave, al principio los bailarines no se enteraron.
Los primeros que los vieron fueron los integrantes de la orquesta, que paró
inmediatamente de tocar. Cada uno de los psicópatas se desperdigó buscando su
diversión. La gente se quedó paralizada,
unos pocos intentaron salir, pero las puertas cerradas no cedieron, una mujer
dio un grito de espanto y seguidamente todos se pusieron a gritar, eso los
estimuló más.
Hannibal se acercó
hasta el príncipe, que estaba en el trono real, le dio un puñetazo que lo dejó sin sentido, abrió su maletín, sacó la sierra de
cirujano y, con mano firme, le fue cortando la base del cráneo, dio unos
golpecitos con un martillo para que terminara de soltarse y dejó a la vista la
masa encefálica, los sesos frescos y sonrosados eran un excelente manjar para
el caníbal, con un bisturí fue cortando unas finas tajadas, que fue colocando en
un plato de los del banquete. Con exquisita corrección y compostura se acercó hasta
el buffet, donde un chef tembloroso,
esperaba sin saber qué hacer, delante de un hornillo portátil, sobre el que se
calentaba una sartén de cobre. “Extraordinaria herramienta culinaria” pensó
nuestro hombre observándola con ojo experto. Movió el brazo con rapidez hasta
el cuello del cocinero abriéndole la garganta con el bisturí, antes de que el
cuerpo cayera al suelo, lo tumbó sobre la mesa y abriéndole el pecho aún con
vida le sacó el hígado, del que cortó un
buen trozo para ampliar su menú. Elevó la llama del infiernillo al máximo y
cuando la sartén estuvo a punto, cortó un trozo de mantequilla, derretida,
colocó los filetes de sesos, a los que aliñó con
unas finas láminas de trufas fresca, inspiró
el aroma y apartó el recipiente del fuego para que se terminara la cocción con
el calor residual. Puso una plancha sobre el fogón, repartió un poco de aceite
de oliva sobre la misma, mientras cogía la temperatura adecuada, fileteó el hígado y lo cocinó vuelta y vuelta, le gustaba
la comida sangrante. Buscó una botella de buen vino y se preparó una bandeja
con servilleta de hilo y cubertería de plata.
Miró por el salón para buscar un lugar tranquilo donde disfrutar de la comida.
Norman lo tenía
claro, lo suyo era acuchillar, le gustaba dar 20 o 30 cuchilladas por víctima,
pero esta vez había mucha gente para matar y no podía perder tanto tiempo, las
diez primeras fueron de tanteo, calculó el
volumen de trabajo y decidió dar solo cinco cuchilladas por persona. Vio que el
de las cuchillas se le estaba adelantando y no quería perder
"clientes". Intentaba seleccionar mujeres rubias y jóvenes pero la
gente se iba amontonando en la puerta y tenía que ir a tajo. Daba dos cuchilladas
en el estómago para no matarlas de primeras,
otras dos en los riñones que también estaban blanditos y la última en el
corazón, al principio intentó dar esta última
en el cuello, pero se ponía perdido de
sangre, que manaba a borbotones.
Freddy estaba
disfrutando como nunca, pensaba escribir un guion con lo que estaba pasando,
para que el director hiciera una película. No había hombres, como era un baile
de debutantes, solo dejaron entrar a las mamás y
a las niñas, vio que el delgaducho del cuchillo se entretenía con las
jovencitas y el guaperas estaba preparando la cena, él se dedicó a las mayores,
estaban gordas y lustrosas, las cuchillas cortaban de maravilla, atravesaba sin
dificultad la grasa del abdomen, y salían libres y limpias las vísceras. Las víctimas intentaban escapar con los menudos colgando,
hasta que otra se los pisaba y se caían las dos desangrándose sin remedio, como
tardaban en morir y no paraban de chillar, aunque no le gustaba, era como un
acto de compasión, les desgarraba el cuello con un golpe.
"Cara de
cuero" había visto a las parientas,
sentadas en unas mesas con otras personas. "Son tan glotonas que han
preferido cebarse antes que bailar, no se han podido resistir a la comida
gratis", pensó. Puso la motosierra a tope y se presentó ante ellas, las
comensales estaban mirando a todos los sitios, intentando enterarse de qué iba aquel follón, hizo un movimiento circular y
cortó la cabeza de las compañeras de mesa,
las mujeres se quedaron paralizadas, estaban con la boca llena y a punto
estuvieron de atragantarse. Cenicienta se quitó la
careta de cuero para que vieran bien la horrible cara del psicópata.
─ Soy Cenicienta
y vosotras me habéis transformado en este adefesio, como os gusta tanto hacer
jueguecitos con los pretendientes de las niñas, mientras les limpio las botas,
ahora vamos a jugar todas juntas. Tú, mi querida madrastra, si quieres salvar
tu vida tienes que matar a tus dos hijas. Veremos, ahora, si las quieres tanto.
Segismunda volvió
la mirada a la mesa para localizar los cuchillos de carne, pero sus hijas, en
un afán de supervivencia, no lo pensaron y se lanzaron a por ellos, el segundo
de indecisión le costó la vida, una se lo clavó en
el corazón y la otra en el cuello. Las chicas, descompuestas, con los ojos
inyectados en sangre y sin soltar los cubiertos, que goteaban la sangre de la
madre, se volvieron a mirar al monstruo, que intentaba sonreír creando una
mueca terrorífica en su horrible cara.
─Sólo puede
quedar una...
Antes de terminar
la frase, la menor, más ligera que la gorda de su hermana, atravesó el corazón
de esta, al igual que la madre cayó fulminada con medio cuerpo apoyado sobre la
mesa.
"Cara de
cuero" escuchó un movimiento detrás de él y se volvió como un rayo con la
motosierra en ristre.
─Tranquilo,
campeón, que somos nosotros, como verás ya
hemos terminado y estamos disfrutando de tu espectáculo.
Los tres colegas
se habían sentado detrás de él; Hannibal disfrutaba de su tentempié
principesco, Norman sacaba brillo a su cuchillo de cocina con el mantel y
Freddy, a falta de nada mejor que hacer, lamía la sangre de sus garras para
limpiarlas. Los tres, con una sonrisa en la boca, bajaron sus pulgares a la
vez.
Habían empezado
las campanadas de las doce, se iba el tiempo y Cara, con la decisión tomada, cortó a su horrorizada hermanastra
en dos, el tronco quedó quieto y se desplomó, pero las piernas comenzaron a
desplazarse en una especie de baile patoso, cayeron al suelo con la última
campanada de las doce.
Cenicienta tardó unos instantes en reconocerse
como ella misma, miró a su alrededor, el panorama era desolador; las alfombras
empapadas en orín y sangre, cadáveres mutilados y destripados se amontonaban
junto a la puerta, el príncipe con la sesera al descubierto movía los brazos
como un autómata, tripas y vísceras pisadas y reventadas cubrían los mármoles
del suelo y el olor a muerte impregnaba todo el salón. La chica no se inmutó,
era su obra y lo consideró como una venganza
justa por todo lo sufrido, su familia por las humillaciones y resto que se
decían muy amigos de su padre, por no haberle ayudado a quitarse las brujas de
encima.
Vio a los tres
ratoncitos sobre las sillas, cogió un bolso del suelo, vació su contenido y
dijo a los animalitos que saltaran dentro, tenían que volver en bicicleta. Al
pasar junto a la chimenea que mantenía una buena lumbre, tiró el bolso al
fuego. No quería testigos.
Salió por una
ventana, la puerta estaba atrancada con los muertos, encontró su bicicleta
donde dejaron el coche y se puso a pedalear hasta su casa, disfrutando del aire
puro de la noche de difuntos.
"Como ahora
soy la dueña de todo, me buscaré un novio venezolano, como los de las
fotonovelas, haré un crucero por el Caribe y
me pasaré el día tumbada en cubierta con mi chico, tomando el sol, bebiendo
mojitos y piña colada".
Isidro Lacoma Benito