El ascensor por Ana Alonso Cabrera


EL ASCENSOR


Desde aquel día, todo cambió.

Aquella mañana salí de casa con prisas, la nota de la compra sujeta entre los labios, el carrito vacío en una mano y en la otra las llaves para cerrar la puerta. El ascensor estaba en mi piso y entré. Pulsé el botón de bajada al portal y me miré en el espejo un segundo, se apagó la luz y el ascensor se paró.

Un fastidio, además, la alarma no funciona, no funciona ningún botón... Tras un primer momento de incredulidad, comencé a golpear y grité: ¿Me oye alguien? ¿Hay alguien? Un silencio sepulcral entre pregunta y pregunta. Nada. Ni un solo ruido cotidiano: ni una puerta que se cierra a lo lejos, ni un televisor a todo volumen, ni un perro ladrando… nada. Creo recordar que ahí empecé a sentir cierta ansiedad. Miré el móvil y recordé una conversación de ascensor reciente que mantuve con mi vecina del sexto sobre que nuestro ascensor es una jaula de Faraday, es decir, que el habitáculo del ascensor es metálico y no deja pasar las ondas del teléfono y bromeamos sobre que si hubiera un ataque cibernético de esos que mandan los chinos o los rusos, podríamos refugiarnos en el ascensor… Me doy cuenta, también, que es una conversación un tanto rara, pero nos salió así cuando entró hablando por teléfono y se quedó sin cobertura en el mismo momento de cerrarse las puertas.

No tenía cobertura, claro. La jaula de Faraday. Encendí la aplicación linterna, al menos podría tener algo de luz. La apagué enseguida. Tenía un 7% de batería. Mi cuerpo se encogía de pura angustia. Quise sobreponerme. La oscuridad dentro del ascensor no era total. Intenté forzar mi visión para aprovechar al máximo la poca luz que se colaba por las rendijas de las puertas. Por suerte esa mañana amaneció un día luminoso y soleado, como pocos.

Grité y golpeé unas cuantas veces más deseando que alguien me oyera y pudiera llamar a averías, o a quien fuera necesario… Sin querer me acordé de la película de la cabina, que llegó a obsesionar a mucha gente en los tiempos en que se estrenó… aquel pobre hombre que no pudo salir de la cabina de teléfono… No quería pensar en esas cosas. Respiré profundamente y adopté una actitud racional e indiferente. Me senté en el suelo dispuesta a esperar con calma, aunque ahora me doy cuenta de que no sentía calma ni de lejos, mi corazón se aceleraba y sentía como un mareo continuo, producto, creo yo, de la oscuridad que borra los contornos.

Me obligué a respirar rítmicamente, concentrada en inspirar y espirar. Volví a encender la linterna del móvil. Me vi reflejada en el espejo del ascensor y no me reconocí. Enseguida mi jueza interior comenzó con la matraca que viene siendo habitual estos últimos años, el pensamiento que estaba a punto de aparecer cuando entré en el ascensor, me miré al espejo y se paró: que si ya no tengo juventud, que si las arrugas, que si la expresión… ¡Eso que me ahorré cuando se estropeó! Pero entonces, antes de que terminara el habitual rosario de flagelaciones, aquella imagen mía se volvió más y más oscura y una vorágine de estrellas se manifestó en un remolino de luz. Creo, intento explicar lo que sucedió, que asistí a mi propio nacimiento y desde el embrión las imágenes de mí misma, en todas las edades hasta el momento aparecieron reflejadas en el espejo del ascensor, en semi-sombra. Era como ver una película a través de un tubo… la película de mi vida… Sentí miedo, se me paró el corazón y mis pulmones se volvieron de plomo… Fueron unos segundos nada más y de nuevo la oscuridad y en el espejo sólo permanecían los ojos vibrantes y brillantes, una mirada, la mía, intensa y mi propia imagen actual que me dice: 

¡sigues siendo tú!

De pronto se encendió la luz y el ascensor se puso en movimiento. Mi alma volvió a mi cuerpo en un aroma de confusión. La puerta se abrió en el portal. Mi percepción había cambiado para siempre.



Ana Alonso Cabrera