El ascensor por Luis Parreño Gutiérrez


EL ASCENSOR


El edificio era uno de esos caserones imponentes que hay en las calles de la ciudad. 
Vestigio de mejores tiempos eran los arcos que adornaban sus ventanales. Si no fuera porque en el lateral habían pintado en toda su magnitud un cuadro de Manet, podría pasar por una de esas bibliotecas antiguas situadas en la zona noble de la ciudad. Y yo tenía una cita dentro de diez minutos en el sexto piso.

Cuando llegué a la puerta del edificio, ésta se abrió sin darme tiempo a tocar el timbre.

Del lado interior un muchacho joven, con un uniforme distintivo de la compañía de ascensores, me franqueaba el paso con una sonrisa amable en su rostro.

-¡Gracias, joven! –le dije mientras salía.

Me dirigí al descansillo donde se encuentra el ascensor y pulsé llamada ya que subir seis pisos después de comer, por muy ágil que me encuentre, no me pareció buena idea.

-¡Jesús! Este ascensor cada día tiene una tara -dijo una señora saliendo de él-. Esta comunidad no tiene arreglo posible. Como no lo cambiemos pronto va a suceder una desgracia.

Me hice a un lado para que la buena señora pudiera salir con su carrito de la compra y sin más, salió caminando hacia la puerta de la calle, susurrando cosas ininteligibles.

Entré en el ascensor y pulsé el botón correspondiente al sexto piso. Distraídamente, comencé a fijarme en que parecía nuevo, como recién instalado. Sus paredes bruñidas, de acero inoxidable, daban sensación de quirófano de hospital caro. Un gran espejo del suelo al techo formaba parte del fondo del habitáculo. Las luces del techo eran cálidas y la botonera, de última generación táctil, como las pantallas de los nuevos teléfonos. Una cámara instalada en uno de los ángulos superiores debía transmitir mi imagen en algún sitio.

Decididamente la señora estaba mal de la cabeza. Semejante prodigio de la tecnología no podía, bajo ningún pretexto, ser lo que ella había descrito. El ascensor se detuvo en la sexta planta y las puertas se abrieron para permitirme salir. Una voz metálica, andrógina, salió de la pared del ascensor:

-Tenga cuidado con el vértigo. Gracias por viajar con nosotros. Ha sido un placer servirle.

Quedé un poco mosqueado porque era ya el colmo de la modernidad. Un ascensor programado para satisfacer al cliente… En fin, comencé a caminar por el pasillo y de repente vi que el suelo de éste era totalmente transparente.

Casi me da un infarto al comprobar que estaba en medio de ninguna parte, no habías puertas a mi alrededor y la luminosidad del día me deslumbraba por completo. Me sentí un poco perdido, un poco en el cielo, un mucho mareado y caí…

-¡Eh! Amigo, despierte –oí una voz que me decía- se ha desmayado y si no llego a sujetarlo cae usted al suelo y se rompe la cara.

-Pero si yo…-dije mientras miraba asustado a mi alrededor y comprobaba que seguíamos en el aire.

-Ya hombre, ya. A todos les pasa lo mismo cuando llegan al sexto piso. Este viejo ascensor tarda tanto que le crece a uno la barba.

-¿Viejo ascensor? –dije mirando la puerta brillante del ascensor del que me había bajado hacía un momento.

-Sí, viejo… ¿o es que no se da cuenta?

Sin encomendarme a nadie, ni siquiera le di las gracias al buen samaritano, me dirigí de nuevo pisando con cuidado el suelo por si se rompía, hacia el ascensor y aproveché que la puerta se abría para colarme dentro y pulsar el piso bajo.

Una vez en el bajo, salí del ascensor más deprisa que corriendo, sin mirar atrás y casi choqué con la señora que volvía de la calle con su carrito de la compra, del que asomaban unas verduras y unas flores.

-¡Caray! Tiene prisa ¿eh? Se nota que un señoritingo como usted no está acostumbrado a este tipo de ascensores. ¿Qué le ha dicho?

-¿Quién?

-¡El ascensor! ¿Quién si no? –dijo la señora.

-No…nada…yo…

-Desde que pintaron a esos señoritingos en la fachada lateral, este edificio parece una jaula de grillos. Créame, no son alucinaciones, lo que dice a cada uno es diferente y para todos tiene una palabra. Es un ascensor parlanchín.

Sin contestar a la señora, salí a la calle, crucé a un bar que había enfrente y pedí un café solo, bien cargado y una copa de coñac, que despaché antes del café. Tener la tensión baja, a veces produce alucinaciones, sobre todo después de comer.


Luispa