La caja de Pandora por Isidro Lacoma Benito
EL RABO DEL
DIABLO
Lancelot se despertó aturdido, al
sonido de las trompas de Camelot que anunciaban la entrada en el castillo del
rey Arturo. Sin comprender qué había pasado, descubrió horrorizado que se
encontraba en el lecho, junto a la reina Ginebra. Ésta aún dormida, no se había
percatado de nada, se puso la camisa encima, recogió el resto de sus prendas,
teniendo buen cuidado de no dejar nada suyo en la habitación, y se dirigió a su
aposentos, no sin antes asegurarse de que
no le veía nadie.
En el sosiego de su cuarto, ya
completamente despierto, repasó lo acontecido en las últimas horas. La noche
anterior se había realizado un banquete, para celebrar la próxima llegada del Rey,
él compartía mesa con la Reina y Morgana. Sabedor de la antipatía que tenía
esta última, de la bella reina, pensó, “La maldita hechicera ha puesto un
filtro de amor en el vino de ambos, que ha hecho que nos acostemos juntos, sin ser conscientes de
ello, esperaba que Arturo nos encontrara en su lecho y nos matara a los dos. Si
no hubiera sido por el sonido de las trompetas reales, ahora estaría degollado
y mi cadáver tirado a los perros”.
Estaba absolutamente descompuesto, no
podía soportar aquella afrenta a su amigo y mentor. Necesitaba encontrar un
remedio, aunque su vida se fuera en ello, para calmar su conciencia y poder
mirarlo a la cara. Tomó sus armas y
equipo de batalla, y antes de saludar a su rey partió del castillo.
Montó en su caballo, y galopando no paró,
hasta llegar a la gruta donde Merlín, el Mago, preparaba sus conjuros y
hechicerías.
—Ya sé a qué vienes, tu falta es muy
grave, nunca tendrás el perdón de tu Señor. Morgana se lo contará todo si
vuelves a aparecer por el Reino. Solo puedo ofrecerte una causa, para lavar tu
conciencia. Todos los esfuerzos del monarca están dedicados a conseguir el
Santo Grial. Si lo recuperas, es posible que te destierre, pero no te
ajusticiará. Voy a explicarte cómo
encontrarlo, pero pondrás en riesgo tu vida.
—Estoy
dispuesto a ello—contestó el
joven.
—Tendrás
que dirigirte a Hispania, allí buscarás un lugar mágico; el bosque de
Oma. Penetrarás en él y pasarás una
noche completa, deberás estar sin dormirte y al acecho, si los espíritus malignos
consiguen que caigas en los brazos de Morfeo, te convertirás en uno más de los
árboles que lo pueblan. Si estás vivo cuando salga el sol, encontrarás una raya
recta que te llevará al lugar del bosque, donde hay un gran agujero de hojas
rojas y amarillas.
Este túnel es el camino, al lago Obscuro,
allí verás una espiral gigante, es el Rabo del Diablo. Deberás cortarlo, justo
donde se une a la tierra firme, de esta manera tendrá que salir el Dragón del Averno, para volver a unirlo. Entonces, antes
de que acabe de retornar de los infiernos, deberás ensartarlo con tu lanza,
justo en el corazón. De esta manera no podrá moverse, cuando le tengas en tus
manos, debes decirle que, si quiere que le sueltes, tiene que contarte dónde se encuentra la copa de la Última Cena. Solo él
lo sabe, cuando te haya contestado, saca tu lanza de su cuerpo y desaparece sin
detenerte a mirar atrás. Busca la reliquia y entrégasela a tu Rey. La
providencia decidirá lo que pase después. Ahora, parte sin tardanza.
El caballero corrió caminos y cruzó el mar,
una vez en la Vasconia Hispana, los campesinos le guiaron hasta el bosque
mágico, éstos al oír el nombre, se santiguaban y señalaban el camino sin
hablar.
Un muro de árboles lo detuvo, estaban pintados con distintos juegos de
colores, cuyo significado, si lo tenían, no comprendió. Al ponerse el sol, bajó
la visera de su casco, preparándose para el combate y forzó a su caballo, no
quería caminar, a entrar en el interior. Era noche profunda, pero se percató de
que los arboles tenían ojos que lo iban observando, a su paso entre ellos.
Suaves y sensuales sonidos,
provenientes del viento entre las hojas, le iban dando una sensación de
agradable sopor, cerró los ojos un instante. Una rama le golpeó el rostro.
Sobresaltado, se acordó de las advertencias de Merlín y enseguida se despejó.
Otras formas como humanas lo observaban, desenvainó la espada, fue dando
mandobles a diestro y siniestro, le servían para no dormirse y ahuyentar a los
espectros: no sabía si duendes o espíritus, que lo rondaban sin parar. Ya
agotado vio la luz del amanecer. Envainó su arma y dirigió el caballo hacia un
claro del bosque que destacaba entre las sombras. Allí vio la línea recta que
formaba un limpio camino entre los árboles, Al final, escondido entre la
maleza, un gran agujero de tonos amarillos y rojos relucía como un gran sol
entre los demás colores de los árboles. Sin pensarlo cruzó hasta lo
desconocido.
No
tuvo noción del tiempo pasado, pero le pareció un instante. Un gran lago
apareció a sus pies. La gran espiral, el Rabo del Diablo, destacaba poderosa en
un lateral. Llegó hasta la unión de ésta con la orilla, intentó cavar con su
espada, para hacer un surco que la abriera, pero ésta se melló en la piedra.
Desesperado, buscó a su alrededor, para encontrar algo que le sirviera, para
abrir la tierra.
Se empezó a formar un remolino en el
centro de las aguas, la Señora del Lago emergió sonriente portando una espada.
—Toma,
Lancelot, esta es Arondight, la espada gemela de Excalibur, con ella, si tienes
fe, podrás cumplir tu destino,—lanzó el arma al aire y se clavó a los pies del
caballero, ella desapareció como había
venido.
El guerrero, admirado por la presencia de
la dama, sopesó el acero en su mano y lo sintió ligero y manejable. Fue hasta
donde tenía que realizar el corte, golpeó con fuerza la roca y un crujido,
fuerte como un lamento, sonó bajo sus pies. Montó su caballo, puso la lanza al
ristre y esperó. Una especie de monstruo rojo comenzó a elevarse por la grieta,
mirándole con ojos de fuego. Cuando asomó el lugar del corazón, espoleó su
montura y cargó contra la bestia.
Isidro Lacoma