El reencuentro por Pilar Torres Serrano
EL REENCUENTRO
Texto: Pilar Torres Serrano- Amigos Escritores y Lectores.
Voz: Enrique Tejón
Acababa
de estacionar su automóvil en el aparcamiento de la plaza Nuestra Sra. de
América. El viaje desde su residencia hasta la localidad riojana de Haro
transcurrió con una cierta calma agitada. En la primera estación de servicio,
cuando aparcó con el fin de satisfacer a su intestino y saciar su hambre
matinal, entró en el bar de la gasolinera y la muchedumbre se le quedó mirando
fijamente con aire ausente esperando ver su reacción.
David
no se intranquilizó, permaneció impávido ante estas fijas miradas y, astuto,
desatendió las frases que la jalonaban entre sus oídos reclamándole una cierta
agitación o algún gesto de interacción.
El
ambiente era inhóspito, pero él se limitó a inquirir al camarero una ración de
bizcocho y un té con leche. Presto, se sentó en una mesa y, cuando el pinche le
llevó la consumición, comenzó el ritual de tocar, oler, gustar, sentir y
llevarse a la boca el bizcocho y el té blanco depurativo a primeras horas del
día.
No
tenía prisa, las personas allí presentes se habían ya olvidado de él y estaban
cada uno a lo suyo: ya no manifestaban ningún interés por el forastero recién
llegado a la localidad.
Al
cabo de veinte minutos, se levantó de la mesa, pagó la consumición y salió por
la puerta de la cafetería con un aire displicente.
Se
encaminó a la población de la capital de la alta Rioja. En concreto, al lugar
del mundo donde se concentran el mayor número de bodegas de vino envejecido.
Era
el lugar idóneo para el esperado reencuentro.
Se
trataba de un antiguo amor de verano. Había ocurrido en junio del 75 y fue de
una forma casual, circunstancial e inesperada. Ambos pasaban unas preciosas
vacaciones en la playa de Salou. Eran dos jóvenes adolescentes. Fue en la noche
de San Juan. La chavalería de las urbanizaciones decidió hacer una fogata con
los enseres viejos para dar la bienvenida a lo bueno y nuevo que habría de
llegar.
A las
doce de la noche, empezaron a saltar los concurrentes. Solos algunos, en
parejas otros, y hasta en grupos, los menos.
David
y Ana no se atrevían a saltar por separado y se fueron quedando rezagados. Tímidamente
se fueron acercando el uno al otro, metro a metro, mirándose de reojo con
complicidad. Alguno tenía que dar el paso, alguno tenía que hablar al otro con
alguna palabra o alguna frase y ese fue David. «Eres hermosa, ¿quieres saltar
conmigo la fogata?». Ana le extendió su mano caliente y fueron con las manos
entrecruzadas corriendo hacia el fuego y, ¡hala!, lo saltaron con creces. Todo
el público allí congregado los aplaudió y les pidió que se besaran pues ya era
hora de hacer pública la relación amorosa que acababa de comenzar.
Pasó
un tórrido mes de verano maravilloso y al terminar su estado y circunstancias
hicieron que se tuvieran que separar físicamente. Se estuvieron chateando
durante dos largos años. Se escribían a diario largas cartas de amor.
Ana y
David con el paso del tiempo no pudieron vivir afectivamente con esta relación
que se convirtió en algo superficial e inestable y comenzaron a ser infieles.
Declaradas las infidelidades públicamente, se carteaban por última vez para
despedirse de forma sincera, sin rencores ni malos entendidos, dejando la
puerta abierta a una segunda oportunidad en el futuro, si la vida les volvía a
reencontrar.
Hacía
una semana, Ana, leyendo el periódico en su Ciudad, reconoció a David en una
entrevista que le hicieron sobre las energías renovables. No se lo pensó dos
veces, era el momento idóneo. Le faltaban las fuerzas para llamarlo, pero pensó
que era Navidad, momento de encuentros y reencuentros, y llamó al teléfono de
David que le había dado el periódico.
David,
en un primer momento, quedó atónito al oírla. Su voz no había cambiado y, enseguida,
surgieron unas risas nerviosas deseosas de abrazos y caricias, como ocurrió de
adolescentes. Al principio, para romper el hielo, Ana le comentó que había
leído su entrevista en la gaceta. Eso sonó para ambos, sin embargo, frío y
distante, significaba que cada uno había seguido un camino dispar en la vida.
Sin embargo, rápidamente, David, cariñoso, hábil y afable, le volvió a decir: «¡Sigues
tan hermosa!... Recuerdo que tienes unos ojos muy bonitos, de color violeta».
Ella calló, aliviada, y se sonrojó. Ninguno se veía con el impulso de dar por
terminada la conversación telefónica y proponer reencontrarse en algún otro lugar
próximamente. Sin embargo, ambos lo deseaban con ansiedad y pasión. Les hacía
recordar su vida de adolescentes, era como si no hubiera transcurrido tiempo
para ellos.
Finalmente,
lo propusieron a la vez. Se dijeron: «¿Te apetece que nos veamos?» y, seguidamente,
volvieron aquellas risas de la juventud del día de San Juan.
Acababa
de estacionar ella también a la hora acordada su Renault en la plaza del
Ayuntamiento de Haro. Ambos se dirigieron a la calle de la Herradura. Por el
teléfono se habían intercambiado sendas fotografías para que no hubiera
problemas al reencontrarse y no confundirse con otras personas.
No hubo confusión, si lo que ocurrió en junio del 75 fue un amor de verano, lo que pasó veinticinco años más tarde fue un flechazo que perduraría el resto de sus vidas.