Flores Literarias por Mª del Carmen Salgado Romera -Mara-



Digitalis purpurea

  La pequeña máquina de maniobras de Renfe avanzaba sobre una vía secundaria próxima al puerto de Gijón. La limitada velocidad del vehículo en ese tramo me permitió percibir a la entrada de un corto túnel una cascada de flores de un rosa intenso con forma de estilizadas campanas.
  Quedé asombrada por su belleza y esperaba poder volver a ver esos delicados capuchones al regreso, cuando acabáramos de realizar las maniobras previstas que consistían en unir entre sí los vagones vacíos dispersos por distintas vías de unas instalaciones industriales para formar un tren “de vacío” y llevarlo a su destino para ser cargado de nuevo.
  No pudo ser. Aunque la primavera de aquel año 1.984 nos regalaba cada día más minutos de luz, se hizo de noche antes de regresar.
  Volví al cabo de unos días a trabajar en aquella zona. Allí, misteriosa, seguía la flor, capaz de mantener su belleza durante varias semanas. Pendía de un largo tallo sobre la curva pared del túnel: la naturaleza es pródiga en Asturias y las plantas enraízan en los lugares más insospechados. Pasó un tiempo hasta que supe su nombre, Digitalis purpurea, también conocida como dedalera, digital, chupamieles, guante de Nuestra Señora, bilicroques, guantelete, estaxón (Asturias) o viluria y, veinte años después, encontré en una tienda de plantas sus semillas, que sembramos ilusionados mi marido y yo en el jardín de nuestra casa.
  El nombre de Digitalis purpurea se debe a la forma y color de las flores. Digitalis proviene de la palabra latina digitus que significa dedo y purpurea significa lila o purpúreo.
  Curiosamente, a la par que mis Digitalis iban creciendo, pude disfrutar de otra flor que me había emocionado cuando tenía doce años: la pasionaria. La había visto por primera vez en La Toja. Recuerdo que iba con mis padres y mi hermano por un sendero sobre un acantilado y me detuve a observar aquel prodigio redondeado que se abría a mis pies, una sucesión de círculos morados y blancos, alternativamente, sobre los que se asentaban unos pequeños martillos verdes y tres clavos marrones.
  La bellísima pasionaria que en la actualidad me recrea pertenece a mi vecina y corre a lo largo de la valla medianera que separa nuestras casas.
  Pero no quiero desviarme de mi objetivo, la protagonista de estas líneas es Digitalis purpurea, que antes pertenecía a una familia de nombre impronunciable, las escrofulariáceas, mas la investigación filogenética reciente la ha colocado en la familia de las plantagináceas. Supongo que a la planta, igual le da (aquí me detengo a pensar en nuestra sociedad y en el sufrimiento absurdo que nos causan nuestros sistemas de clases sociales, castas, etnias… cuando fomentan la rivalidad, la incomprensión, el desprecio y el alejamiento entre los seres humanos).
  En el siglo XVI un médico alemán, Leonhartus Fuchs, uno de los tres padres fundadores de la farmacognosia -ciencia que se interesa por las sustancias, las plantas y otras materias primeras de origen animal susceptibles de ser utilizadas con objetivo terapéutico- manifestaba haber observado que ningún tipo de ganado la comía.
Linneo la describe en un libro de finales del siglo XVIII, Parte práctica de botánica del caballero Cárlos Linneo, que comprehende las clases, órdenes, géneros, especies y variedades de las plantas, con sus caracteres genéricos y especificos, sinónimos mas selectos, nombres triviales, lugares donde nacen, y propriedades.
  Es una especie de planta herbácea bienal cuyas flores forman racimos colgantes terminales; son tubulares, de hasta 5 cm de largo, con pétalos de color que varía desde el amarillo pálido hasta el rosa intenso por el exterior y púrpura en el interior de la corola.
  En Birmingham, en el año 1785, William Withering, un médico de su hospital general, expone su exhaustivo conocimiento sobre esta planta y sus propiedades en su libro An Account of the Foxglove and some of its Medical Uses y nos dice así:
  “M. Salerne, un médico de Orleans, después de haber oído que varios pavos habían muerto por ser alimentados con sus hojas, le dio algunas a un pavo grande y vigoroso. El pájaro estaba tan afectado que no podía sostenerse sobre sus piernas, parecía borracho, y sus excrementos se volvieron rojizos. Tras una buena alimentación, recuperó la salud en ocho días. Pero el médico estaba decidido a llevar el experimento más lejos y cortó más hojas, las mezcló con salvado y se las dio a un vigoroso pavo que pesaba siete libras. Este pájaro pronto apareció alicaído y sus plumas decayeron. Las hojas se le dieron por cuatro días más y los excrementos, que son naturalmente verdes y bien formados, se volvieron líquidos y rojizos, como los de un paciente disentérico. El animal se negó a comer más de esta mezcla que le había hecho tanto daño y el médico comenzó a alimentarlo con salvado y agua solamente, pero, a pesar de esto, continuó alicaído y sin apetito. A veces tenía convulsiones; en los intervalos caminaba como borracho y lanzaba gritos lastimeros.   Finalmente, rechazó todo alimento. En el décimo octavo día murió y ya solo pesaba solo tres libras.
  William Withering advierte a sus lectores que el fracaso de cualquier otro método le obligó a prescribirla y que si las propiedades de la Digitalis no hubieran sido descubiertas, la mayor parte de esos pacientes hubieran muerto”.
  Yo pasé un par de tardes leyendo emocionada su libro. Sentía, a través de la narración de los casos que documentó, las humildes dudas de ese valiente médico: “Después de todo, a pesar de la opinión, prejuicio o error, el Tiempo arrojará luz sobre este descubrimiento y determinará si he contribuido al beneficio de la ciencia y de la humanidad”.
  Mientras leía, admiraba su objetividad al mostrar tanto los casos en que los pacientes llegaron a curarse, como aquellos en los que morían finalmente; su capacidad de análisis para proceder a ajustar las dosis y, por encima de todo, su entrega en cuerpo y alma a su profesión: intentar aliviar y curar a sus semejantes.
  La utilizaba como diurético, para curar la hidropesía y otras dolencias tan lejanas como la epilepsia. En su libro señala unos efectos, reglas y precauciones. Por ejemplo… “Cuando se administra en dosis muy grandes y repetidas rápidamente, ocasiona vómitos, purgas, vértigo, visión confusa, objetos que parecen verdes o amarillos; aumento de la secreción de orina, incontinencia, pulso lento, incluso tan lento como 35 pulsaciones por minuto, sudores fríos, convulsiones, síncope, muerte”.
  La cantidad de principios activos que contienen las hojas varía mucho durante todo el día. Durante la tarde se acumula la máxima cantidad, luego empieza a decrecer, porque la propia planta destruye los principios activos formados. Al amanecer, las hojas carecen total o casi totalmente de ellos. Por eso la recolección se hace durante las primeras horas de la tarde y se recolectan las hojas inferiores más sanas y enteras, cuando ya se han empezado a abrir las primeras flores de la planta. Por el contrario, se recomienda no coger las hojas viejas de la parte externa de la roseta basal así como las de la parte superior.
  Son extremadamente venenosas si se consumen, de igual manera que otras flores bastante habituales en jardines, como el trompetero o floripondio (Brugmansia), la belladona (Atropa belladonna), el rododendro (Rhododendron) o la adelfa (Nerium oleander).
  Esto me hace pensar que lo que agrada a la vista no siempre es bueno para el cuerpo. Menos mal que son pocas las flores venenosas en proporción a las que no lo son y por eso, utilizar las flores en gastronomía cada día está más de moda: violetas, capuchinas, caléndulas, la flor del calabacín, begonias, clavel del poeta, jazmín, azahar...



Mara