Pequeñeces por Mª del Carmen Salgaro Romera -Mara-
La cojera
En la mochila llevaba algo más
que una muda limpia: la foto de nuestra graduación, treinta años atrás;
ropa deportiva para hacer senderismo; recuerdos de rostros jóvenes que,
por un instante se superpondrán a los reales intentando encontrar diferencias y
similitudes; un pantalón y una camisa enrollados formando un rulo para que no
se desplanchen demasiado; las noches de años atrás sin dormir pensando en ella
y las precedentes a ésta, pensando también en ella (y en él, una sombra sobre
mi vida, sobre lo que hubiera podido ser y no fue por su culpa); una petaca con
coñac que beberé a escondidas para compensar las sonrisas postizas que tendré
que poner, los chistes gastados que en su día fueron ingeniosos
<> y los milagros de mi
vida, repetida como un eco a cada cual; botas de recambio y varios pares de
calcetines. Cuando quise cerrar la mochila de su boca redonda se escapaba,
burlona, una lengua de trapo.
Me metí en la bañera y dejé
correr el agua sobre mi cabeza pensando en ella, en hacer palanca en cualquier
fisura en su relación. Si el abismo de tantos años empeñados en empequeñecer
mis virtudes y acrecentar mis defectos sería lo bastante grande para que mi
ángel, hada buena, Campanilla, mariposa… de quererme un poco aún, consiguiera
llegar volando a mi lado.
Pisé mal y me sujeté a la barra
del grifo. Menos mal, pensé. E ignorante de que, unas horas después, acabaría
en el consultorio de un pueblo de montaña, me vestí, me perfumé y añadí una
bufanda de marca a mi cuello, el mismo cuello que antes vestía pañuelos
vaqueros para tapar indiscretas marcas de pasión.
Me recogió Alfredo en su coche.
A los demás los veríamos directamente en el hotel rural. Y, a medida que
pasaban las horas, que el sol se gastaba, que el CD giraba absorto, ajeno a
nuestros cotilleos, suposiciones y escasos silencios –Alfredo era capaz de
hablar de todo, con todos, a todas horas- un dolor, cada vez más fuerte,
comenzaba a subirme desde el pie hasta la cadera.
Debía tener mala cara cuando
paramos a tomar un café. Y mi incipiente cojera fue motivo de interrogatorio.
Paramos en el primer pueblo con consultorio que nos indicaron. Un pueblo
grande, pesado de atravesar con tanto semáforo. Yo no veía más que a gente que
cojeaba. Me acordé de mi hermana pequeña, de cuando quedó embarazada y me dijo:
Carlos, yo hasta ahora no veía ni viejos, ni niños por la calle. No me fijaba
más que en la gente joven. Desde que estoy embarazada, no hago más que ver
barrigas y cochecitos de bebé. A mí me hizo gracia su observación, nunca me
había parado a pensarlo. Es curioso cómo lo semejante atrae a lo semejante.
En el ambulatorio me dijeron
que tenía que hacerme unas placas, y eso se hacía en la ciudad. Le pedí a
Alfredo que me dejara en la estación de autobuses. No iba a fastidiarle el fin
de semana. Ya me apañaría yo para regresar a casa.
Así terminó mi fin de semana,
la mochila arrinconada, la petaca vacía. La pierna en alto.
Tres meses después volví para
el alta y para recoger unos resultados de unas pruebas. Dichosos médicos, qué
pesados son. No soy aprensivo e iba pensando en que, de nuevo, los de mi
promoción habían programado otro encuentro: <>. Esta vez no podía faltar.
Cuando salí de la consulta, lo
único que veía por la calle eran sábanas negras de las que una esquelética mano
sobresalía portando una guadaña.
Mara