Las bromistas por Pilar Torres Serrano

 

LAS BROMISTAS

 

Texto: Pilar Torres Serrano -Amigos Escritores y Lectores

 

La noche estaba transcurriendo en paz y armonía. Hacía dos semanas que las cuatro amigas no se habían vuelto a ver para cenar, chismorrear, contarse las confidencias, las alegrías y las penas.

El sitio que habían elegido como restaurante les agradaba. El ambiente era bueno, no existía necesidad de abandonar la mesa a una hora concreta; la algarabía era aceptable, pues no había que elevar por demás la voz para poder oír y ser oído; el servicio de camareros era diligente y rápido, además de atento y servicial.

Las cuatro amigas decidieron pedir platos para compartir, que era más grato y amistoso que el que cada una pidiera un menú o plato a la carta.

La decoración del restaurante era de los años 70, la vajilla y cubertería era de porcelana blanca y les evocaba su niñez a las cuatro amigas: Esther, Paula, Ana y Teresa.

Llegaron los primeros platos. Las había que charlaban más y las que comían también más, todo resultaba muy natural, como siempre. La amistad, entendida como transferencia recíproca, exhalaba por todos los poros de la piel de las cuatro.

Esther y Paula llevaban ya dos copas de más de buen vino de Rioja y empezaron a desinhibirse y a farfullar la una y la otra, como si sus otras amigas no estuvieran presentes. Se decían, sonriendo y brindando, que eran unas buenas bribonas y que habían sido unas buenas madres. Se miraban fijamente la una a la otra, el resto del mundo no les importaba lo más mínimo. Se lo estaban pasando en grande las dos, a la vista de las otras amigas situadas enfrente una de la otra Ana y Teresa, que gorgoteando débilmente las observaban, dejándose llevar por las circunstancias. La amistad entre ellas ya venía de largo y solían hacer quedadas cada poco tiempo.  Antes de empezar a cenar, Esther y Paula contaron que estaban un poco cansadas de la vida que llevaban, que si mucho trabajo, que si los hijos… a Ana y Teresa, por el contrario, parecía que la vida les sonreía. Teresa acababa de empezar a salir con un chico y Ana no tenía importantes problemas que no supiera ni pudiera solucionar, bien por sí misma bien pidiendo ayuda a los de su entorno.

El problema interpretativo que se planteó fue que Ana, que tenía un problema de salud mental y a veces le fallaba la percepción, en este caso interpretaba que, cuando Esther y Paula se llamaban bribonas, era porque lo eran en realidad y no que era una broma fruto del alcohol que llevaban encima. Teresa no tuvo duda en ningún momento de que se estaban gastando una broma, pues las conocía hace mucho tiempo y, racionalizando la cuestión, pensó que no podían haber cambiado en su personalidad de la noche a la mañana y menos que lo hubieran hecho las dos.

A la media hora de estar las cuatro amigas cenando bajo estas circunstancias ese “punto de locura” de Esther y Paula desapareció al seguir cenando y absorber su cuerpo el alcohol y después eliminarlo y las cuatro volvieron a normalidad. Bueno… tres, porque Ana trataba de disimular su enojo, pues alterando la realidad seguía pensando que sus dos amigas eran unas madres y que habían cambiado de creencias y valores, tal y como habían dicho mientras estaban ebrias, como que ahora tenían en mente otra religión u otro partido político, temas candentes en cualquier conversación.

Cuando marcharon del restaurante, Ana no se despidió de Esther y está la dio un beso y con una gran sonrisa la llamó por su nombre. Ana no entendía nada, pero su mente decidió no elucubrar nada más en torno a este encuentro y siguió pensando en lo suyo y olvidando por completo lo ocurrido en aquella cena.

A los quince días aproximadamente, Ana y Esther y el marido de esta se encontraron por casualidad en una agencia y ambas amigas se saludaron amigablemente, pero Esther decía:

«y que me llame bribona…» y lo repetía una y otra vez mientras el marido levantaba la cabeza en señal de aprobación hacia su esposa.

Ana no entendía nada, pensaba que fue Esther la que se llamó así misma bribona aquel día y que ella, Ana, no había comentado este hecho a nadie, a nadie, a nadie. Entonces por qué le imputan a Ana esta falsedad si Ana no había hecho nada en su perjuicio.

Ana, estupefacta, puesto que Esther hablaba a bocajarro, no supo qué contestar, se quedó fuera de juego y en su cerebro solo tenía interrogantes: ¿Qué estaba pasando?

Afortunadamente el entuerto se fue descubriendo.

Por un lado, saliendo de un taller sobre crecimiento personal, a los pocos días del reencuentro en la agencia, Ana se encontró con la hija de Esther y le dijo que su madre tenía un problema de autoestima y que la cuidara.

Por otro lado, en esos días Ana, como hacía diariamente, habló con su madre por teléfono

-pues no residen en la misma localidad y coincide también que la madre de Ana tiene otro problema de salud mental-. A bocajarro, la madre de Ana le dijo «qué bien se lleva ahora con Esther». Ana, que sabe que su madre hace de las suyas, captó inmediatamente que algo había liado su madre desde aquella cena y lo hiló con el reencuentro de la agencia y con lo que le dijo la hija de Esther.

Ana estaba decidida a saber qué era lo que había ocurrido desde la cena y, ni corta ni perezosa, llamó a Esther y le dijo que si le apetecía tomar algo porque tenía ganas de verla. Esther, le dijo que sí, que por supuesto.

Las dos amigas quedaron en una panadería cafetería recién inaugurada y, nada más llegar, Esther le preguntó a Ana, que ya llevaba sentada unos minutos en el local: ¿Me llamé a mí misma bribona? Fue por el alcohol. ¿Tu madre tiene un trastorno de personalidad? Ana solo tuvo que contestar que a todo que sí con una sonrisa y mucha ternura.

A ninguna de las dos amigas se les va a olvidar que el inconsciente juega a veces malas pasadas.

Tomaron un té y charlaron de la vida, amigablemente, si cabe más amigas que nunca y se despidieron con un fuerte abrazo.