Retratos II por Mar Cueto Aller (V)
RECUERDOS DE MI MADRE
Capitulo V
MÚSICA, BAILES Y ROMERÍAS
Lo que
más le gustaba a mi madre cuando era pequeña, y de joven, era bailar. Por esa
razón sus primeros recuerdos están muy relacionados con el baile. El más
antiguo, del que reconocía que si no se había olvidado nunca fue gracias a que
se lo recordaron infinidad de veces, se remonta a cuando tenía dos años.
Sucedió que de vez en cuando pasaban por el pueblo alguna pequeña tropa de titiriteros. Dos o tres músicos que a la
vez eran malabaristas y llevaban con ellos algún animal domesticado, una cabra,
un perro o un mono. Recorrían todo el pueblo tocando música y desfilando para
que la gente les lanzase monedas y anunciar las actuaciones que durante unos
días ofrecerían al respetable antes de seguir su camino hasta su siguiente
destino.
Mi madre,
que recuerda estar sentada a la puerta del taller de costura en que su madre
enseñaba a coser, o sea la entrada de su casa, al oír la música se quitó los
zapatos que debían de molestarla para bailar y se fue tras los titiriteros. La
mayoría de la gente la conocía y después de aplaudirla y dar monedas a sus
acompañantes la instaban a que volviese a su casa. Pero a mi madre no le
apetecía nada volver y seguía bailando con la compañía.
-¡Gelina,
ven conmigo que te lleve a casa, que tu madre estará muy preocupada!- le decía
alguna conocida de mi abuela. Pero ella no la hacía caso y seguía bailando.
-¡Oigan,
dejen a esa niña que vuelva con su madre, que seguro que la estará
buscando!-dijo indignada otra vecina tratando de que los titiriteros no se la
llevasen.
Al ver
que ni mi madre ni los titiriteros les hacían caso, las amigas de mi abuela
fueron corriendo a avisarla. Y ella, que estaba trabajando tan tranquila, al
ver que estaban a la puerta los zapatos de la niña vacíos, echó a correr a ver
si alcanzaba a los titiriteros. Corrió sin descanso seguida de algunas vecinas
y de algunos hombres del pueblo, que alarmados por las voces de algunas de
ellas estaban dispuestos a ayudarlas a recuperar a mi madre. Les encontraron a
la salida del pueblo en la que llamaban la curva del Retortorio. Mi abuela nada
más ver a su hija la abrazó y la cogió en brazos y ya no la volvió a soltar
hasta llegar a casa. Cuando regresó estaba extenuada, a causa de la carrera y
la indignación que sentía, casi le da un ataque. Los titiriteros alegaban que
ellos no se habían llevado a la niña, que fue ella la que les había seguido.
Pero no habían hecho ni el menor gesto de devolverla a su hogar. Debían estar
encantados de ver que todos los del pueblo la aplaudían y echaban monedas sin
parar alegando que era la pequeña más resalada que habían visto en su vida.
Al año
siguiente volvieron otros titiriteros y una gitana mientras hacían el desfile
ante el taller de mi abuela se paró a la puerta empeñada en echarle la
buenaventura. Ella no hacía más que decirle, educadamente, que la dejase en
paz. Trataba de explicarle que tenía que trabajar y que prefería que se fuese a
otro sitio donde tuviesen más interés en sus predicciones. Pero la pitonisa no
se daba por vencida y seguía insistiendo. Se fijó en mi madre que a los tres
años, aunque ya quería coser, no la dejaban coger agujas para que no se
pinchase. Pero ella quería hacerlo como las alumnas de mi abuela. Por esa
razón, dejaban a mi madre que se entretuviese deshilachando los trozos de tela
que le daban en lugar de tirar a la basura. Lo hacía con tanta rapidez que la
gitana quedó sorprendida.
-¡Venga,
ande, déme una perra chica y le digo la
enfermedad que tiene su hija!-Se le ocurrió decir a la gitana.
-¿Qué
está diciendo?-Dijo indignada mi abuela-¡A mi hija no le pasa nada, está más
sana que nadie! ¡Me cago en su arte, ya he tenido demasiada paciencia con
usted, o se larga de aquí ahora mismo o la echo a patadas!
No tuvo
que decirlo dos veces. La gitana se fue corriendo al ver que había agotado la
paciencia de mi abuela y que había
cometido el error de meterse con lo que más quería en el mundo. Y mientras la
veía marcharse se encargó personalmente de vigilar a mi madre, muy de cerca,
para que no se fuese bailando con los titiriteros.
Unos años
más tarde, pasó por allí un grupo de titiriteros rusos, de los cuales tampoco
pudo olvidarse mi madre. Dejaron una huella imborrable en todos los niños del
pueblo, pues nunca habían visto un oso más que en los libros, ilustrando la
historia de Miguel Strogov o la del rey Favila. Y se morían de ganas de verlo
aunque les daba cierto temor. La curiosidad venció al miedo y todos quedaron
fascinados al ver que estaba domesticado. Por lo que me contó mi madre: cuando
desfilaron por primera vez, a través de las caleyas del pueblo, el oso iba encadenado. Lo que
hizo pensar a los lugareños que era peligroso. Pero cuando lo vieron actuar en
la plaza se llevaron una gran sorpresa al ver que parecía casi humano y
encantador. Sus dueños no solo le quitaron las cadenas sino que además se
pusieron a tocar música y le hicieron bailar.
-¡Baila
Nicolay, Nicolay de la Rusia! ¡Baila Nicolay, Nicolay de la Rusia! ¡Baila
Nicolay!- Le cantaba su dueño para
deleite de todos los presentes que se morían de risa al verlo bailar.
Aquel
enorme oso dejó tan maravillados a los presentes que según me dijo mi madre
durante una buena temporada todos los niños del lugar cantaban constantemente
su canción e imitaban sus movimientos.
Todos los
niños, e incluso los mayores, esperaron durante varios años a que volviesen los
titiriteros del oso Nicolay, pero nunca volvió a pasar por allí. Pasaron otros
con sus monos, sus cabras o sus perros. A todos les aplaudían, pero no podían
evitar el recordar con nostalgia al entrañable oso y compararle con sus nuevos
visitantes.
Tanto le
gustaba el baile a mi madre que, según me contó, cuando iba a las fiestas de
los pueblos vecinos, con su prima Chelo y con sus amigas, ya iban bailando por
el camino. Pues con solo oír la música de los carruseles ya les entraban unas
ganas irresistibles de bailar. En una ocasión cuando iban a las fiestas de
Laviana les salió por el camino, al encuentro, el cura del pueblo. Como no se
lo esperaban se pararon en seco muy serias y no se atrevían casi ni a hablar,
como si estuviesen haciendo algo malo.
-¡Arriba
con el tirulirulí larí, abajo con el tirulirulá lará!-Iban cantando y bailando
mi madre y sus acompañantes.
-¡Pero,
hijas mías! ¿A dónde vais tan desaforadas?-Las dijo con voz muy fuerte el cura
al salir de una casa que quedaba de camino.
-¡”Vavamos
al bile, papadre”!-dijo la única de las amigas de mi madre que se atrevió a
hablar, pero que lo hizo tan nerviosa que parecía tartamuda y gangosa.
-¡Pero
hijas! ¿Eso qué es?-Preguntó muy serio el párroco -¿No será algo malo?
-¡Qué va,
padre!-Dijo la prima Chelo-Si solo vamos al baile. Pero esta zoqueta no lo sabe
ni pronunciar.
-¡Sí,
padre! Vamos que pronto va a empezar-dijo mi madre tratando de no reírse a
carcajadas.
-¡Ale,
hijas, id con dios! Y portaros bien.
Mi madre
me contó que aguantaron la risa todo lo que pudieron hasta la siguiente curva
del camino. Pero que al llegar allí
soltaron una enorme carcajada, reprimida hasta entonces, y no pudieron parar de
reír en toda la tarde.
No era de
extrañar que se encontrasen al cura saliendo de alguna casa, aunque ellas en
ese momento no se acordasen ni de que existía, pues por aquel entonces entraba
como Pedro por su casa de todos los hogares del pueblo. Pues aunque muchos
mineros se consideraban ateos a la mayoría de las mujeres la religión les
servía de consuelo y de terapia. Como no había psicólogos le contaban al cura
sus problemas y si no sabía aconsejarles por lo menos se desahogaban al
contarlos. Tampoco había ONGs ni Seguridad Social, por lo que el párroco
también hacía de intermediario para que los parroquianos se ayudasen, unos a
otros, cuando alguien tenía algún accidente y no percibía ingresos. Pues los
mineros solían ser gente orgullosa y no les gustaba pedir ayuda por muy
necesitados que pudiesen estar. Los niños también solían ir a misa y ser
creyentes hasta que se hacían mayores. Salvo alguna excepción, como mi tío Kiko
que cuando estaba en la catequesis preparándose para hacer la comunión fue
victima de una injusticia y ya no quiso saber nada de ceremonias religiosas
hasta que se casó y su mujer insistió en que quería hacerlo por la iglesia. Con
lo que tuvo que hacer la comunión, la confirmación y la boda el mismo día. Es
lógico que se enfadase, pues uno de sus compañeros, por lo que me contó mi
madre, se hizo daño con alguna cosa, daría un manotazo o una patada a un banco
y sin querer soltó una palabrota en medio de la lección. El cura al oírlo se
sintió tan indignado que instintivamente le soltó una colleja a mi tío que era
el niño que tenía más cerca.
-¿Qué
hace? ¿Porqué me pega a mí si yo no he sido?-Gritó indignado mi tío.
-¡Entonces dime! ¿Quién ha sido? -Preguntó furioso el cura.
-Yo no
soy ningún chivato. Pregúnteselo a dios si es verdad que puede hablar con él.
-O me
dices quién ha sido o te echo de la catequesis hasta que reconozcas que has
sido tú.
-Pues no
hace falta que me eche, porque voyme yo mismo. Acaba de demostrar que ye usted
un farsante y que nun sabe hablar con dios, si ye de verdad que existe.
-¡Menuda
blasfemia! ¡Vete y no vuelvas hasta que vengas a pedirme perdón delante de
todos tus compañeros!
Mi abuela
trató de convencerle diciéndole que a Jesús también le habían tratado
injustamente y que había que saber perdonar, pero a mi tío no le convencieron
sus palabras y si no llega a ser por que se enamoró de su mujer no hubiese
vuelto a pisar una iglesia.
Mi madre
me contó muchas más anécdotas de cuando iba a los bailes y a las romerías.
Algunas me hicieron reír un montón, pero no todas fueron alegres, también las
hubo tristes e incluso melodramáticas. Recuerdo una en que una amiga suya que
vivía en una casería, en el monte, iba con ella y las demás a bailar a las
fiestas. Según me contó era una chica muy alta, atractiva y agradable. Los
padres la dejaban que bajase al pueblo a casa de una tía para que pudiese ir al
baile y encontrar un novio que fuese formal y trabajador. Esperaban que si se
casaba tendrían más ayuda en las labores del campo. Como era muy buena moza y
muy simpática enseguida encontró la pareja que buscaba. Se trataba de un chico
del pueblo muy alto, formal, simpático y bien parecido. En cuanto se vieron se
enamoraron y se pasaron las tardes bailando y hablando juntos. A todos los
jóvenes que les conocían les parecían una pareja ideal, pensaban que tanto
físicamente como en su forma de ser estaban hechos el uno para el otro. Pero
los padres de él no pensaban igual, en lugar de valorar las buenas cualidades
de la chica y tener en cuenta los sentimientos de su hijo, se negaron
rotundamente a que siguiese viendo a aquella joven que les parecía que por ser
una campesina no tenía la categoría que ellos esperaban. Él debió de intentar
convencerlos de que la mujer a la que quería era una buena persona y que era
ideal para pasar toda la vida junto a ella, pero cuando vio que se oponían
rotundamente le faltó valor para seguir oponiéndose.
La amiga
de mi madre al ver que su casi novio no aparecía por los bailes y si lo hacía
la trataba de esquivar estaba muy nerviosa y preocupada. Sabía que él la quería
pero intuía que había alguien que se interponía entre ambos. Por esa razón, ya
casi no quería bailar ni siquiera con sus amigas, se pasaba el tiempo atisbando
a ver si veía llegar a su anhelado amigo. En una ocasión mi madre y sus amigas
habían quedado en verse en el baile con otra amiga que había ido a comer a casa
de unos tíos y por eso no podía ir a la vez que ellas. Se llamaba Eulalia y era
muy despistada y el casi novio de la amiga más alta de mi madre se llamaba
Eusebio. Por ese motivo, y porque la pobre estaba muy preocupada por que él ya
no venía a verla, un día cometió un error que la dejó tan avergonzada que ya
nunca más quiso volver a ir a los bailes de las fiestas en los pueblos de
alrededor.
-¡Me
parece que allí a lo lejos viene Eulalia, pero es tan despistada, que creo que
no nos ha visto! Mira a ver si la ves tú que eres más alta, dale una voz y hazle
señas a ver si nos ve.
-¡Eusebia!-Gritó con toda la fuerza de sus pulmones como jamás había
gritado en público, traicionada por su subconsciente, que en ese momento había
percibido la presencia de su amado a lo lejos.
-¿Pero
qué la has llamado? ¿Tú te das cuenta de lo que has dicho ahora mismo? -Preguntó
una de sus amigas tratando de reprimir la risa para no hacerle tanto daño como
la estaban haciendo, al reírse, todos los conocidos que había a su alrededor.
Fue un
momento terrible, pues su voz sonó como un trueno anunciando un enorme rayo.
Sucedió que la orquesta se detuvo para pasar a la siguiente canción, los
carruseles se pararon para comenzar otro nuevo viaje y toda la muchedumbre que
abarrotaba la plaza riendo y hablando a voces pareció enmudecer. Fueron unos
escasos minutos que enseguida dieron paso a un sinfín de risotadas y
murmuraciones que resultaron imposibles de olvidar a casi todos los presentes.
Y en especial a la buena mujer que se fue, al momento, a casa de sus tíos y ya
no quiso volver a ninguna fiesta nunca más.
El tal Eusebio, al oírla se puso rojo de vergüenza y quizás de dolor, se
dio la vuelta y tampoco volvió a aparecer por los bailes ni las fiestas nunca
más. O por lo menos, ni mi madre ni sus amigas los volvieron a ver, y eso que
en aquellos tiempos era la mayor diversión que tenían los jóvenes y no querían
perdérsela por nada del mundo.
Según me
contó mi madre aunque ella disfrutaba mucho yendo a las fiestas había veces en
que se había negado a querer ir. Pues sus padres eran muy rigurosos en algunos
aspectos y hacían que se le quitasen las ganas. No solo no la dejaban pintarse,
como hacían algunas de sus amigas para ir a la moda, sino que además querían
que regresase una hora antes que las demás sin darse cuenta de que eso era más
peligroso que quedarse hasta la hora en que terminaba el baile. Así en lugar de
regresar sola la podían acompañaban sus amigas. Cuando me lo contó me parecía muy extraño, tratándose de
mi abuela, que al igual que sus hermanas siempre había sido muy innovadora en
cuestión de moda en el vestir. Sabía de un montón de anécdotas en que habían
causado sensación por ser las primeras en llevar los últimos modelos de su
época y cómo le gustaba que la gente hablase de los vestidos que lucíamos mi
hermana y yo cuando íbamos de vacaciones. Aunque le quitase importancia para
que no nos hiciésemos vanidosas.
-“¡Vaya
guapa que ye tu nieta y que bien viste!”-La decía una vecina del pueblo-.”Nunca
vimos una moza así. Si paez una estrella de cine”.
-“¡Bueno,
bueno! Puede bien pa con ello”.-Decía con indiferencia aunque su sonrisa
denotaba orgullo.
Aunque,
por lo que me contó mi madre, a mi abuela la habían educado con la idea de que
solo las prostitutas usaban cosméticos y por esa razón se los tenía prohibido a
mi madre. Un día le pareció que llevaba los labios muy rojos y delante de sus
amigas le pasó un estropajo por la cara comprobando que estaba equivocada.
-“¡Ah,
pues tenías razón! Anda vete a pasarlo bien con tus amigas. ¡Y que no me entere
yo que andas pintándote como si fueses una furcia!”
-“¡Pues
ahora ya no quiero ir! Que seguro que me habrás dejado la cara toda roja e irritada”.
-“¡Que no,
mujer!”-Dijo una de sus amigas-.”Estás tan guapa como siempre y seguro que lo
vamos a pasar muy bien”.
Mi madre
se dejó convencer por sus amigas y se fue a la fiesta, pero según me dijo nunca
perdonó a sus padres que fuesen tan rígidos con ella sin motivo y la hiciesen
pasar tantos apuros. Aunque les quería igual y les obedecía incluso cuando no
tenían razón. Mi abuela estaba orgullosa de su hija y confiaba en ella pero era
un poco severa. Sabía que en los pueblos a la gente le gustaba murmurar y no
quería que su hija diese motivos para ello. En una ocasión a alguna vecina se
le ocurrió difundir la calumnia de que mi madre se bañaba en leche y cuando se
lo dijeron a mi abuela casi se monda de risa.
-“¡Home,
ya sé por qué la tu fía tien la piel tan guapa y tan fina! ¡Así pocas gracias,
bañándose en leche cualquiera la puede tener bien….!”
-“¿Qué
yé, oh?-Preguntó mi abuela antes de soltar una sonora carcajada-¿De dónde has
sacado una majaradería semejante? Y gracias que tengamos la leche pa beber”…
Sin
embargo, en cuestión de ropa y de calzado no le molestaba que mi madre fuese
muy innovadora y que llamase mucho la atención. En una ocasión, ayudada por mi
abuela se hizo un vestido de una tela que se llamaba de algodón esponja, o algo
así, que era lo más en aquel momento. Solo lo habían llevado las actrices y las
damas más pudientes de las capitales y ciudades turísticas. En el pueblo lo
llevó ella y sus primas de Gijón cuando iban a verla. Según me dijo cuantas
mujeres la conocían querían tocarla para ver lo suave y ligera que era aquella
tela. Lo malo es que aquella alegre y vistosa tela estampada escondía un
problema que nadie había divulgado ni conocido hasta que se hizo evidente.
Sucedió un día de fiesta que se puso a llover justo en el momento en que mi
madre tenía que irse del baile para llegar a tiempo a casa. Su hermoso vestido
empezó a encoger y parecía que iba en camisa dejando a la vista sus bonitas
rodillas en una época en que aún no se había inventado la minifalda. Mi madre
que casi siempre tenía que espantar a los pesados que insistían en acompañarla
cuando se iba sola hacía su casa. Aquél día no sabía dónde meterse. Menos mal que había un
matrimonio joven que la acompañaban algunas veces y que insistieron en llevarla
hasta la puerta de su casa en aquella ocasión. Normalmente ellos se quedaban a
pocos metros y seguían su camino hasta su hogar. Pero ese día insistieron en
hablar con mis abuelos y explicarles que su actitud no era la más acertada.
-“¿Pero cómo
no dejáis a Gelina que se quede hasta que termine el baile como sus amigas? ¿No
os dais cuenta que cualquiera puede seguirla y abusar de ella al verla sola tan
indefensa?”
-“Lo
hacemos para que no tenga que ver a los
borrachos y gamberros que cierran los bailes”.
-“¡Pues
no sé qué será peor! Por lo menos si
viene con sus amigas tendrá quién la defienda. ¿No crees?”
-“¡No sé
qué pensar!”
-“Mira-dijo
el joven con su esposa-si hasta ahora no le ha pasado nada malo. En parte se
debe a que nosotros nos hemos estado fastidiando y viniendo una hora antes para
espantarle a los moscones que pretendían molestarla. Porque nos da pena que le pueda pasar algo
horrible. Pero nos gustaría que fueseis más razonables y así poder quedarnos
hasta el final y aprovechar más el baile”.
-“Pero,
si yo siempre os digo que por mí no quiero que se fastidie nadie. ¡Que ya me
defenderé yo como pueda, a arañazos o patadas, como yo pueda!”-Decía mi madre.
-“¡No,
por dios!-Dijo mi abuela-Ahora sabiendo que vais vosotros, ya no me molesta que
vuelva al final del baile. Creo que teníais razón. Siempre que la acompañéis
que vuelva a la hora que vosotros queráis.
Aunque
parezca que en aquella época en los pueblos toda la gente era formal y que se
sabía todos los pasos que daba la gente, no siempre era así, también había
algún que otro pervertido que de vez en cuando intentaba abusar de las mujeres.
Mi madre me contó el caso de una joven a la que llamaban la pollera porque
vendía pollos en el mercado. Vivía en un pueblo muy cercano llamado Tiraña, que
en realidad eran solo cuatro casas sin tienda, ni chigre, ni iglesia. Cuando la buena mujer iba a vender su mercancía
solía salirle al encuentro un individuo que intentaba abusar de ella. En varias
ocasiones pudo zafarse y escapar de sus repulsivas manos y alertar a sus
conocidas. Pero era tal el pánico que la producía que se acostumbró a llevar
unas tijeras en el bolsillo con fines a defenderse si fuese necesario. Y
Sucedió que un día lluvioso de mercado en que no pudo vender todos los pollos
que llevaba la salió de entre los matorrales el pervertido y apresándola de la
mano libre la tiró al suelo dispuesto a violarla. Estaba tan furiosa y
desesperada que azotó la mercancía, aunque sabía que era el sustento de su
familia, sacó las tijeras del bolsillo y le cortó el pene. Luego echó a correr
y se lo contó a toda la gente del pueblo con la que tenía confianza. Todas las
mujeres se lo agradecieron porque ahora podían recorrer aquél camino de Tiraña
más tranquilas. Hasta la guardia civil le daban la razón a la mujer y el
depravado se tuvo que marchar del pueblo pues no tenía excusa. El día del
suceso dio tantos alaridos que le oyeron a kilómetros de distancia y cuando
llegaron a ver que había sucedido le pillaron in fraganti revolcándose en un
charco de sangre y barro.
No era el
único caso que se dio en el pueblo, pues cuando yo era pequeña había un paisano
que se ofreció para enseñarme a tallar en madera y cuando se lo conté a mi
madre me dijo que ni se me ocurriera volver a acercarme a él. Pues estaba cojo
de la paliza que le habían dado al pillarle intentando abusar de una niña
pequeña, que lloraba y gritaba desesperadamente, y alertó a sus padres con sus
gritos de desesperación. A diferencia del otro pervertido éste no se fue del
pueblo porque no llegó a abusar de nadie, cuando le vieron las intenciones
alertaron a todas las niñas y mujeres y ya ninguna se le volvió a acercar,
hasta que yo fui al pueblo de vacaciones, pues no lo sabía. Pero he de
reconocer que a mí las pocas veces que me vio, como iba con mi hermano y mis
amigos siempre me trató con respeto. Aún así no volví a ir a verlo, pues cuando
me enteré de la clase de persona que era no quise tener más trato con él pese a
que me hubiese gustado aprender a tallar en madera.
-“¿Quién
y dónde te van a enseñar a tallar en madera?”- preguntó mi madre.
-Es en una
casa con la puerta y un ventanal muy grande de color verde que está cerca de la
casa esa que tiene un tubo medio suelto por el que nos gustaba deslizarnos a
Jose y a mí. Él no sé como se llama es un paisano mayor que lleva dos muletas.
-Ya os
dije a Jose y a ti que si volvéis a acercaros a esa escalera no os vuelvo a
dejar salir más en todas las vacaciones. ¿Qué queréis, mataros…?
-“¡Ay
madre!-Dijo asustada mi abuela-Ya sé quien es
el paisanón que la quiere enseñar a tallar. Ye que no sabía a qué se
dedicaba. Es aquél que dejaron cojo de la paliza que le dieron cuando le
pillaron desnudando a una neña”.
-¡Será
desgraciado, el cerdo ese? Por eso quería enseñarte solo a ti y no a tu hermano
y a los otros críos.
-Es que
dijo que solo podía enseñarme a mí porque a los demás no se les da bien
dibujar.
-¿Estuvisteis dibujando junto a ese desgraciado? No vuelvas a acercarte
nunca más a él. Ya sabes lo que dice tu abuela que le quiso hacer a una niña…
-No, pero
nos preguntó si se nos daba bien dibujar y mis amigos reconocieron que a ellos
no se les da bien y Jose dijo que a él todavía tampoco porque aún es pequeño.
Pero yo le dije que a mí si se me da bien, que yo en Madrid siempre soy la
mejor de mi clase en dibujo. Y no es porque lo diga yo, a ti te lo han dicho
muchas veces que en dibujo y matemáticas siempre soy la mejor y a veces en
geografía y en redacción.
-¡Bueno!
Pero ya sabes que no puedes a cercarte a ese paisanón. Tú dibuja y pinta en
papel, como todos los niños, que es mucho más bonito.