Retratos II por Mar Cueto Aller (VI)


RECUERDOS DE MI MADRE

Capitulo VI

EL TERRIBLE ACCIDENTE
Aunque mi madre guardaba muy buenos recuerdos de cuando iba a bailar. También me contó que uno de los peores recuerdos de su juventud sucedió en un baile. Fue un día en que llovía como tantos otros en Asturias, ella bailaba feliz y contenta con sus amigas y con alguno de sus pretendientes, cuando un mozo que bajaba del monte a bailar y llevaba botas de clavos para no escurrirse en su regreso a casa le dio una terrible patada en el tobillo izquierdo. Fue tal el dolor que se desmayó y no sabe ni como se las arreglaron sus amigas para llevarla a casa. Lo cierto es que cuando llegó el médico a verla y le hizo una operación de urgencia el resultado fue desastroso. La tuvieron que escayolar y mandarla reposo absoluto. Lo cual para una persona tan activa como mi madre era casi imposible.

Cuando la vio un tío suyo que era médico, en la Felguera, quedó asustado de lo mal que habían cosido la herida, pero le mandó lavarlo diariamente con infusión de raíz de espino blanco, causándola gran mejoría. Y también que, poco a poco, fuese haciendo ejercicio de rehabilitación para que pudiese volver a caminar y así consiguió recuperarse.

La llevó casi un año volver a caminar y aunque el médico de familia auguraba que nunca volvería a hacerlo con normalidad se equivocó totalmente. Cualquier otra persona se hubiese hundido ante la perspectiva que la anunciaban, pero mi madre, no lo hizo. Ella aprovechó para hacer un curso de modista por correspondencia y sacarse el titulo. Pues, aunque ya la había enseñado mi abuela sabía que tenía mucho que mejorar. Algunas conocidas trataron de quitárselo de la cabeza alegando que varias mujeres del pueblo lo habían intentado y que nadie había sido capaz de aprenderlo y conseguir el preciado documento que lo acreditase, pero mi madre lo consiguió. Y además, siguió trabajando para la sastrería de Laviana para la que trabajaba antes del accidente. Incluso el sastre del pueblo se ofreció a volver a darla trabajo, en su sastrería, como cuando había trabajado por primera vez. Pero mi madre no quiso volver a trabajar con él, pues en una ocasión había intentado propasarse y no quería que volviese a suceder, aunque la había pedido perdón a ella y a su madre y había prometido no volver a intentarlo jamás.

Sucedió un día en que estaba ella sola en el taller pues sus compañeras habían ido a hacer recados, y él la había estado contando chistes y gastando bromas sin importancia. Como mi madre tenía mucho sentido del humor, cosa conservó hasta el final de sus días con casi noventa años, se rió de todo lo que la hacía gracia sin pensar que él lo iba a interpretar como si fuese coqueteo. Lo cierto es que aunque siempre había sido como de la familia, ya que en temporada de la ópera en Oviedo, junto a su mujer y mis abuelos habían contratado al único taxista del pueblo para que los llevase y les esperase hasta la salida. Y pese a ser de la competencia, pues mi abuela en el taller enseñaba a coser y confeccionaba ropa de hombre y de mujer a quienes se lo encargaban, se ayudaban mutuamente y si tenían demasiados clientes se recomendaban él uno a la otra y viceversa. Aún así, tuvo la osadía de ponerle el brazo por encima de los hombros a mi madre mientras cosía, dejándola tan sorprendida que se quedó sin habla mientras se preguntaba a que venía tal exceso de confianza. Al ver su mudez, lo debió de interpretar como que era de su agrado y deslizó la mano hacia el pecho. Y eso, terminó de crispar a mi madre, pues según me contó aunque fue incapaz de articular palabra, se levantó y apartó de él casi de un salto. Le miró con desprecio, como solo se puede mirar a alguien que ha traicionado su confianza y acto seguido cogió un poco de carrerilla y saltó por encima de la parte inferior de la puerta de dos jambas. Jamás había pegado un salto así, pues medía algo más de un metro y siempre estaba cerrada mientras que la parte de arriba solía estar siempre abierta para que entrase el aire y la luz. Luego, fue corriendo a casa y se lo contó a mi abuela. No había terminado de contárselo cuando entró toda sofocada, como si hubiese realizado la misma carrera, una vecina que la había visto saltar despavorida y quería saber si el sastre se había sobrepasado como ella se temía. A los pocos minutos llegó el sastre y le pidió perdón a ambas prometiendo que jamás lo repetiría y que podía volver a su sastrería tranquilamente sin miedo. Pero mi madre ya no quiso volver a trabajar con él nunca más, aunque dijo que le daba su perdón si no volvía a repetirse. Mi abuela le dijo que también le perdonaba que hubiese intentado propasarse con su hija pero que de ahora en adelante prefería guardar las distancias. Cuando me lo contó mi madre por primera vez, no me explicaba como podía haber pegado un salto semejante, teniendo en cuenta que en aquella época las mujeres aun no llevaban pantalones. Y se supone que una señorita que se pasaba muchas horas sentada cosiendo, leyendo o bordando no debía ser muy ágil. Pero me explicó que las faldas por aquél entonces solían llevar amplios pliegues o aberturas cruzadas que permitían levantar la pierna todo lo necesario como para subir los altos peldaños de los trenes o los autobuses sin tropezar ni enseñarlas. En cuanto a la agilidad, mi madre me recordó lo estrechos, empinados y peligrosos que solían ser la mayor parte de los caminos del valle del Nalón, por lo cual la mayoría de los niños, jóvenes y adultos con salud hacían mucho ejercicio sin darse cuenta. Además, solo estaban asfaltadas las carreteras generales, por lo que a veces con la lluvia se formaban unos charcos de más de un metro o dos de diámetro que tenían que saltar si no querían empaparse el calzado. Tanto ella, como muchas de las personas que conocía eran capaces de caminar numerosos kilómetros los días de mercado o de fiesta. Los trenes, por aquél entonces, iban a tope y no daban abasto para tanto usuario y si lo perdían el siguiente tardaba horas en llegar. Otra de las razones de que tuviese tanta agilidad se debía a que estaba acostumbrada a ir a la huerta de mis abuelos, llamada el Foxiaco, que estaba en lo alto de la montaña. Para no perder mucho tiempo cada vez que subía a por flores para el jarrón, frutas para el postre u hortalizas para la comida lo hacía corriendo a toda pastilla aunque era peligrosísimo. Yo nunca pude subir corriendo ese camino y para bajarlo solo era capaz de bajar corriendo y saltando la parte de abajo cuando se acercaba a la parte de las balsas de la mina en ruinas que era menos peligrosa, aunque también empinada, pero si llegué a sentir la euforia que producía bajar corriendo y saltando. La misma que parecía revivir mi madre cuando me contaba la rapidez con que ella lo hacía para así aprovechar luego el tiempo leyendo, cosiendo o practicando cualquiera de sus aficiones.

Yo conocí a aquél señor al que llamaban el sastre cuando era pequeña y me parecía increíble que un viejecito tan insignificante aparentemente fuese tan mujeriego, como decían mi madre y mi abuela, pues sabían que había estado liado con varias mujeres del pueblo. Recuerdo que era muy bajito y regordete, con madreñas y boina calada hasta media frente, para disimular la calvicie. No me imaginaba a nadie seducida por él. A su mujer no la conocí, pero a la hermana si, y era mucho más alta y con mejor tipo aunque ya era muy mayor. No se había casado, porque era una mujer con mucho carácter, pero tenía pinta de haber sido atractiva y mi madre me dijo que su hermana se parecía mucho a ella.

Podría pensarse que en aquella época y lugar todos los ancianos fuesen tan poco atractivos como el sastre, pero lo cierto es que al menos uno que yo supiese, no era así. Se trataba de un señor que vivía a la entrada del pueblo cerca de Blimea y paseaba a veces por los alrededores de la casa de mi abuela. Era más bien alto y fuerte aunque delgado. Llevaba una melena blanca que le cubría media espalda y una cuidada barba, haciendo juego, hasta el pecho. En una época en que solo los jóvenes más audaces se atrevían a llevar el pelo de esa manera. Vestía incluso en verano, que fue cuando yo le vi de niña, unas botas lustrosas de cuero negro hasta la rodilla y un traje de cazadora y pantalón abotinado de pana lisa en color granate o negro. A veces llevaba sombrero de ala ancha y otras no. Parecía recién sacado de una película del siglo diecinueve. Las primeras veces que le vi me recordó al hombre del casino provinciano al que Antonio Machado inmortalizó en un poema y Joan Manuel Serrat le puso música difundiéndolo entre la juventud. Por esa razón creí que era un superviviente de los liberales republicanos y le veía con una estela de héroe, pero se desvaneció por completo cuando le pregunté a mi madre y me dijo que era justamente lo contrario un monárquico que había jurado no cortarse el pelo ni la barba hasta que no volviese a tener España un rey.

Desde ese momento ya solo me parecía un elegante chiflado. Murió un año antes de que volviese la monarquía.

Mi madre me dijo que normalmente quien pasaba más tiempo en la sastrería del pueblo mientras ella trabajó allí, no era el sastre en sí, sino su sobrino que pasaba largas temporadas hasta que sus padres que vivían lejos, no recuerdo si en Llanes o en que otro lejano pueblo, reclamaron su regreso. Era muy diferente a él, según me contó, pues era alto, delgado y bien parecido. Pero no le gustaban las mujeres, lo cual en aquella época era muy peligroso pues si se enteraban las autoridades le podían apresar y torturar. Todas las trabajadoras de la sastrería lo sabían pero por nada del mundo lo delatarían ni deseaban que nadie lo hiciese y cuando se lo contaron a mi madre la hicieron prometer que no se lo diría a nadie ni siquiera a su tío, pues tenía fama de ser muy delatador.

Según me contó, transcurridos muchos años, nunca se lo contó a nadie ni siquiera a su madre. Pues ella también le apreciaba por ser una bella persona siempre dispuesto a ayudar y permitir que las trabajadoras pudiesen salir a hacer algún recado personal que fuese muy urgente, o que se acercasen a sus casas un momento si tenían algún familiar enfermo. Mientras que el dueño de la sastrería, les solía decir con bromas o sin ellas, que lo hiciesen fuera del horario de trabajo, que durante él solo podían salir a por material o a entregar pedidos cuando fuese indispensable, aunque ellas se ofreciesen a recuperar luego el tiempo empleado. Por esa razón, entre las trabajadoras había un acuerdo tácito para avisarle hablando más alto de lo normal cuando venía su tío, un guardia civil o algún vecino de derechas.

-¡Uy, ya está usted aquí! ¿Qué nos cuenta?-Decía, a gritos, una de las compañeras.
-Hoy hay poco que contar. Pero hija no hables tan alto. ¿Dónde está mi sobrino?
-Es que, con el ruido de las máquinas, sino, no nos oímos. Su sobrino está adentro tomando medidas a un cliente.
-Éste, menos cortando y cosiendo, siempre está haciendo cualquier cosa. Menos mal que estoy yo para llevar la sastrería….
-¡No diga eso, que nunca ha estado mejor atendida que desde que está él aquí!
-Porque sigo yo al mando. Aunque mis muchas ocupaciones no me permiten estar más tiempo. Si tuviese un hijo…, pero como no lo tengo, tendré que confiar en que sepa llevar bien el negocio.
-¡Pues claro que lo lleva bien! Le da calidad y prestigio a la sastrería ¿Cuándo habíamos tenido clientes de La Felguera, Sama, Gijón u Oviedo hasta ahora?

Poco después de que mi madre dejase de trabajar en la sastrería del pueblo, tuvo la suerte de que mi abuela conociese de modo casual al dueño de una de las sastrerías más prestigiosas, por aquél entonces, de Laviana. Sucedió que estaba comprando material para su taller en una de las mejores mercerías y tienda de tejidos del lugar, que pertenecía a un primo lejano, pues un primo suyo segundo estaba casado con una prima tercera suya, y la tenía tanto aprecio como si fuesen primos carnales. La solía guardar siempre los retales que le quedaban, de las telas más exquisitas que le llegaban, a muy buen precio. Aquél día, mientras esperaba se le acercó otro cliente, muy elegante, que también esperaba su turno.

-¿Puedo hacerla una pregunta personal?-La dijo en tono educado.
-Si no es impertinente. ¡Adelante!-Le avisó mi abuela.
-¿Sabe quién realizó los ojales de la chaqueta que lleva puesta?
-¿Cómo no lo voy a saber, si los hice yo misma?
-¡Pues sepa que ha realizado un trabajo excelente! Y que, como dueño de una de las sastrerías de más prestigio de toda la comarca del Nalón, si me demuestra que realmente los ha hecho usted, tendría a bien contratarla para que trabaje para mí.
-¡Mire, que ponga en duda mi palabra, es algo que no tengo porque soportar! Y en cuanto al trabajo, ya tengo un taller donde enseño a coser a quienes lo necesitan y lo desean, y a la vez realizo los encargos que me
hacen quienes no lo pueden pagar en una sastrería tan prestigiosa como la suya.
-Perdone si la he ofendido. Es que estoy un poco nervioso porque el mejor oficial ha enfermado de la vista y me temo que las demás personas que trabajan para mí, aunque son muy buenos trabajadores no están a su altura a la hora de realizar los ojales. Pero creo que usted quizás podría sustituirle.
-Acepto sus disculpas. Pero me temo que ya tengo todo mi tiempo ocupado.
-Yo podría pagarle lo que usted quisiese. Y me da la sensación de que el público para el que trabaja no está a la altura de saber apreciar su fino trabajo.
-¡Oiga no se confunda! Que la gente sencilla y humilde sabemos apreciar un fino trabajo tanto como usted- dijo mi abuela.
-Seguro que tiene razón. ¿Y no conocería usted, entre sus alumnas, alguna que sepa hacer los ojales tan bien como los que lleva en su chaqueta?
-Pues yo diría que todas terminan haciéndolos, cuando menos, aceptablemente. Pero, no sé si será suficiente para usted…
.¡Si, oh!-Dijo el dueño de la tienda de paños y mercería-La su fía, que ye como si fuese mi sobrina, faelos tan bien como ella. Digotelo yo, que ya sabes, que de eso sé un rato.
-¿Podría su hija trabajar en mi sastrería? Le aseguro que su sueldo sería mucho mejor que el que ahora esté cobrando y en cuanto a las condiciones de horario seríamos flexibles teniendo en cuenta que tendría que desplazarse hasta aquí.
-Me temo que ahí está el problema. Seguro que ella trabajaría encantada para su sastrería, pero ya tuvo un incidente en la sastrería del pueblo donde trabajó recientemente y no estoy dispuesta a que nadie vuelva a intentar sobrepasarse con ella. Lo siento.
-Por eso, no se preocupe. Mi empresa es de una respetabilidad indudable y yo respondo por el trato que le dispensen a su hija. Ya les avisaré, aunque la puedo asegurar que no sería necesario, que si alguien la falta al respeto en lo más mínimo sería despedido de inmediato.
-Conozco su reputación y la de su sastrería y no pongo en duda sus palabras. Créame que si solo se tratase del tiempo que estuviese en su trabajo yo no pondría objeción. ¿Pero quien la protege de la estación hasta aquí y de la estación hasta casa? Sobre todo en invierno que anochece tan rápido.
-¡Tengo una idea que creo que le puede solucionar sus temores! ¿Qué le parecería si uno de mis ordenanzas le llevase el material y la lista de encargos y se los fuese a recoger a su taller?
-¡Por mí no habría inconveniente! Pero, comprenderá que primero tendré que hablarlo con la interesada…

Por supuesto, mi madre aceptó encantada. Se había acostumbrado muy rápido a tener su propio sueldo y a disponer de él a su antojo y no le hacía ninguna gracia tener que pedir dinero a nadie para sus gastos. No es que no la gustase trabajar con mi abuela, es que sabía que mi abuela necesitaba todo lo que ganaba para los gastos de la casa y del taller, pues aunque mi abuelo era vigilante de la mina se gastaba todo su sueldo en el juego normalmente. Aún así todos le querían, porque cuando tenía ganancias siempre se lo gastaba en regalos para todos, incluso para los niños necesitados de la calle. Y a mi abuela, muchas veces, si sus alumnas no la podían pagar o los clientes tampoco, porque tenían familiares enfermos o por la contrariedad que fuese, ella en lugar de despedirlas o de no entregarles la ropa encargada, les perdonaba las deudas o les permitía que la pagasen en especies lo poco que la pudiesen dar. Según me contó mi madre, porque yo no le llegué a conocer ya que falleció antes de que yo naciese, mi abuelo en ocasiones cuando ganaba a las cartas se compraba una piña entera de plátanos, lo cual era un gran lujo en aquellos tiempos e iba regalando uno a cada niño que veía. Ellos en agradecimiento le iban acompañando hasta casa saltando y revoloteando a su alrededor de alegría. Cuando llegaba, ya no le quedaba ni la mitad de la fruta, pero nadie se enfadaba con él. Todos, según me contó, le veían como a un héroe que había conseguido que muchos niños del pueblo, al menos por un día, comiesen y fuesen felices. Creo que yo no hubiese podido verle de esa manera, pero mi madre parecía verle así incluso al recordarlo.

-¡Muches gracies, señor,taba muy rico!-le decían algún niño agradecido.
-Nun fae falta que me deis les gracies. Con veros contentos ya tengo bastante.
-Es que ye lo más rico que probé en mi vida-decía otro niño entusiasmado.

Cuando sucedió el accidente, mi madre estuvo unas semanas sin poder atender los encargos que la traían de la sastrería de Laviana. Pero en cuanto se encontró mejor le pidió a mi abuela que fuese a hablar con el dueño y él se mostró encantado de volver a contar con ella. Así volvió a contar con su generoso sueldo que la permitía costearse todos sus caprichos e incluso algunos de sus hermanos. No es que ellos no trabajasen, pues sus hermanos Kiko y Arturo, para disgusto de mi abuela dejaron muy pronto los estudios y se pusieron a trabajar de guajes en la mina, que era algo así como de ayudantes de minero.

Pero estaba muy mal pagado pese a lo peligroso que era. Como tenían que ayudar a algún minero, al principio les costó trabajo encontrar alguno que respondiese por ellos. Kiko trabajó durante unos días para un conocido que decía que su hijo no valía porque era muy vago. Eso le hizo sospechar a mi abuela de que quizás el problema fuese que no le pagaba, pero quiso que le sirviese de escarmiento a ver si volvía a los estudios. En seguida lo dejó al ver que a los pocos días era día de paga y que no le daba ni una perra chica. 

Aunque, su intención no fue la de volver a estudiar sino la de buscar otro minero que fuese menos abusador. El individuo tuvo la osadía de pasarse por casa de mi abuela a ver si volvía con él y mi abuela le llamó para que dejase claro el motivo por el que no quería volver a ser su guaje.

-¿Qué, guaje, cuando vuelves conmigo a la mina?
-¡Contigo nunca! Ya me falaron de otru mineru que enfermó el su fío de silicosis y voy dir con él.
-¡Home, primero toy yo! Yo te cogí primero. Esperote el lunes y vienes conmigo.
-¡De eso nada! Trabajé tres días pa ti y no me diste ni una perra cuando cobraste. Lo siento yo no trabajo pal inglés. Iré con el otru mineru siempre que me pague como a los demás guajes.
-¿Qué ye esu de trabayar pal inglés? ¿Qué quier decir?-Preguntó el minero a mi abuela.
-Quier decir que no trabaja sin cobrar. Y que ya le preguntó al tu fíu ¿Porqué no quiere trabajar contigo?

Como mi madre estuvo una temporada grande sin poder ir al cine su hermano Kiko cuando no tenía dinero se lo pedía a ella y se lo daba sin dudar. Pero al momento le pedía también para alguno de sus amigos y esto me contó que ya no la hacía tanta gracia y que en principio solía negarse. Aunque al final acababa dándole dinero también para su amigo.

A mi madre no la parecía justo, pensaba que lo razonable era que se lo diesen en su casa, pero cuando la explicaban que en casa de su amigo casi no les alcanzaba para comer, era incapaz de negarse. Pues la gustaba que sus hermanos fuesen al cine y luego la contasen la película con todo lujo de señales. Así la resultaba casi tan divertido como cuando podía ir ella a verla. Y aunque de tarde estuviese en casa leyendo no se quedaba sin saber el argumento y las impresiones que habían causado a sus hermanos la película semanal.

Cuando llegó la época de fiestas y verbenas mi madre sintió mucho no poder ir a disfrutarlas, pero se consolaba notando que empezaba a sentir gran mejoría. Además, tenía un admirador, hasta entonces anónimo, que la echaba de menos en los bailes y cuando se enteró de lo que la había sucedido quiso llevar la música de la orquesta hasta ella. Para lo cual contrató varias veces a una orquesta para que al finalizar el baile fuese a tocar delante de su casa. Según la contaron, les pagaba una cena a todos los músicos para que tocasen lo mejor de su repertorio y ellos aceptaban de buena gana. Al principio la daba vergüenza y me contó que les mandaba marchar alegando desde el balcón que se fuesen que no quería que molestasen a los vecinos. Pero los vecinos salían de sus casas y la decían que no les molestaba en absoluto, por el contrario, que estaban encantados y agradecidos de que les viniesen a tocar cerca de casa ya que muchos no podían ir a las fiestas tampoco, por ser mayores, estar de luto o también enfermos. Pese a que se quejaba porque la daba vergüenza que la pusiese en evidencia, a mi madre le encantaba el detalle, y al principio le gustaba el joven. Pero, influenciada por su hermano Kiko que siempre estaba con bromas y por sus amigas que se las reían, quizás porque estaban celosos, prefirió no llegar a comenzar la relación en serio. El único defecto que encontró su hermano era tan absurdo que hoy en día se vería como un don. Ya que era demasiado delgado y ahora está tan de moda que mucha gente se gasta dinerales para poder estar así. Aunque en aquella época la gente se guiaba por el canon griego de belleza que prefería los cuerpos más atléticos.

-¡Ya está ahí esi que parez un paraguas desalambrao! ¿No pensarás casarte con él verdad?-decía su hermano haciendo que todos los presentes se riesen.
-¡Cállate, sin vergüenza!-Le reprendía mi madre-¡Qué como te oiga él te mato! Estaría bonito que después de traernos la música hasta aquí se enterase de que le andas insultando…

Todos los que le conocían hablaban maravillas de él. De lo inteligente que era, de las buenas notas que había sacado en la carrera, de lo formal que era y lo bien que hablaba, a diferencia de muchos mineros, y de un sinfín de virtudes más. Todas ellas a mi madre le encantaban, pero no quería que se enterase del mote que le había puesto su hermano, y para no hacerle daño prefirió cortar por lo sano. Además de tanto oír el mote ya le parecía hasta que tenía razón, cosa que en principio la parecía una tontería. Decidió que lo mejor era hacerle saber lo que la recomendaban los médicos respecto a casarse o tener hijos, ya que la auguraban que si los llegaba a tener podía sufrir una descalcificación y quedar invalida para toda la vida. Eso le hizo creer que no pensaba casarse y no solo no volvió por allí sino que se fue a vivir a Oviedo y no le vio más. Pues sus deseos eran los de formalizar un matrimonio y lo que no le dijo mi madre es de que los suyos también eran los mismos pero con alguien de quien no se pudiese burlar ni su hermano ni nadie. Según me dijo muchos años después, ella siempre creyó, contra todo pronostico, que volvería a caminar perfectamente y que haría vida normal como cualquier mujer de su época y eso fue lo que la dio fuerzas para llevarlo a cabo.