Retratos II por Mar Cueto Aller (VII)


RECUERDOS DE MI MADRE
Capitulo VII
LOS AIRES Y LAS AGUAS DE GIJÓN
    Desde que mi madre tuvo uso de razón su tío, el que era médico en la Felguera, siempre les había recomendado a sus padres que cuidasen mucho de ella. Les había mandado que procurasen darle leche de vaca morica, que según él eran las de color negro y las que daban mejor leche, y que la llevasen a Gijón a tomar los aires y las aguas siempre que pudiesen. Por más que le contase mi abuela montones de anécdotas que demostrasen que mi madre lejos de ser una niña débil, era bastante fuerte, él se obstinaba en recomendar y casi obligarles a que la cuidasen como a oro en paño. Quizás porque se debía de parecer físicamente a una tía suya a la que habían prohibido relacionarse con un joven al que consideraban de poca categoría para ella, como consecuencia a los pocos meses empezó a enfermar y en menos de un año falleció.  Mi madre me contó que al enamorado le pasó algo semejante y poco tiempo después se murió él también. Aunque mi abuela estaba segura de que a mi madre no le sucedería lo mismo, siempre que podía la llevaba a Gijón y cuando se lo recomendó después del accidente hasta la dejaba quedarse varias semanas en casa de su hermana Balbina.
    -¡Con esta niña hay que tener mucho cuidado, que es tan bella y tan frágil como una flor de invernadero!-Solía decir su tío médico-¡Que no me entere yo de que por descuido pueda llegar a enfermar!
    -Por la cuenta que nos tiene, ya procuramos cuidarla lo mejor posible-le contestaba mi abuela-pero, gracias a Dios, de frágil no tiene nada. Quisiera que hubieses oído a su amiga contar la paliza que le dio a un crío de esos de Carrio que están medio salvajes  y siempre se andaba metiendo junto con su pandilla con ellas.
    -¡Pues muy bien no la cuidareis, cuando tuvo que defenderse ella sola! ¿Dónde estaban los mangantes de sus hermanos que tenían que haberla defendido?
     -Desde que dejaron los estudios Kiko y Arturo trabajan de guajes en la mina y ya no pueden acompañarla porque ya no van al colegio.
      -¿Cómo dejasteis que se pusiesen a trabajar de guajes? Esos sí que merecían una buena paliza para que siguiesen estudiando. ¿Qué porvenir les espera ahora?
     -¡Si ellos lo quieren así, allá ellos! Yo en mi casa no quiero ni palizas ni peleas. Y prefiero que ganen poco dinero y sean formales, a que ganen mucho y  sean pendencieros.
     Mi madre era mucho más fuerte de lo que parecía. Y tenía tanto carácter que era capaz de hacerle frente a quien la provocase por temible que fuese. Como sucedió cuando tenía unos diez años, que para ir al colegio tenía que pasar por un camino donde casi siempre había un grupito de niños que se subían a los árboles y tiraban piedras y chinas a su amiga y a ella. Creo que en el fondo no deseaban hacerlas mucho daño pues según me dijo nunca les llegaban a dar con las piedras grandes, solo las tiraban cerca de ellas para asustarlas, siempre que atinaban  lo hacían con las chinas pequeñas. Seguro que era porque les gustaban y sabían que sería la única manera que tenían de llamar su atención. Eran niños a los que sus padres no les pagaban el colegio porque esperaban que fuesen a trabajar a la mina en cuanto les diesen ocasión y estaban tan ociosos y salvajes que todos los que se cruzaban en su camino les aborrecían. Mi madre y su amiga les tenían pánico, pues temían que un día les diesen con una piedra en la cabeza. Por esa razón, un día mi madre, ya harta de ellos, propuso a su amiga hacerles frente. Al principio a la otra niña le parecía que no era buena idea, pues eran muchos y algunos mayores que ellas, y se moría de miedo solo de pensarlo. Pero mi madre la convenció diciéndole que en el fondo seguro que eran unos cobardes y que si conseguían hacerle daño a uno, los demás saldrían corriendo, y ya nunca volverían a molestarlas. Para hacerles heridas, sin hacérselas a la vez a ellas mismas, le propuso a su amiga que envolviese una piedra en un pañuelo y que no la soltase. Pues así cuando le diesen un puñetazo al primero de los gamberros que se le acercase le dolería mucho más y protegería su mano. El resultado fue excelente, dejó descalabrado al cabecilla, que se quedó tan sorprendido de que tuviese tanta fuerza y le pegase tan fuerte, que se fue corriendo y por vergüenza ya no volvió a molestarla más ni él ni ninguno de su pandilla.
     Según me contó mi madre, desde que nació casi todos los familiares por parte de su padre la querían sobreproteger demasiado. Decían que era por ser la única niña de la familia, pues los demás hijos de sus padres y tíos eran  varones. Pero eso no era del todo cierto, pues se olvidaban de mencionar a  su prima Chelo y a su hermana Gloria. Cuando le pregunté por qué motivo eran tan cariñosos con ella, que no lo necesitaba tanto, pues tenía a sus padres y hermanos y tan fríos con sus primas que no tenían cerca a los suyos. Me explicó lo triste que era la historia de los padres de sus primas, pues tenían tantas ganas de casarse que no quisieron esperar a conseguir lo necesario para comprar una casa cerca de sus familiares de la Felguera y se fueron a vivir a Moreda donde también tenían familia. Allí compraron un hogar que parecía toda una ganga, no solo tenía un precio muy asequible, además venía equipado con todo lo necesario para una familia: muebles, vajillas, ropa de cama y mesa, todo tipo de adornos, de enseres y biblioteca llena de libros. Que desgraciadamente no se podían lavar y que eran una tentación para cualquier pariente de mi madre pues todos eran muy aficionados a la lectura sin excepción. Lo peor de todo era que algunos de sus anteriores inquilinos habían fallecido de tisis galopante y en aquellos tiempos era muy contagiosa. De nada sirvieron los consejos ni las órdenes de sus familiares de que no se les ocurriese meterse en semejante nido de bacterias. La futura madre de las niñas pensó que si lo desinfectaba todo con lejía y alcohol de quemar que no les pasaría nada y que si se dejaba la piel para limpiarlo todo a base de bien no tendría ni que esperar ni que depender de nadie para fundar su propia casa. Durante unos años parecía que todo les iba bien y que ningún bacilo les atacaría nunca, pero apenas tendría ocho o diez años Gloria, su hija mayor, cuando su madre incubó la temible enfermedad. Como era tan contagiosa trataron de buscar familiares para que las niñas se fuesen a vivir con ellos, y así, al menos que las pequeñas se pudiesen salvar. Pero quitando mis abuelos, que no tenían mucho tiempo, ni sitio, los demás no las querían ni de visita. Mi abuela no podía, aunque quisiese, porque además de ser ellos bastantes y de tener que llevar el taller, cuando no tenía aprendizas metía algún huésped en casa para ayuda con los gastos. Por esa razón, el padre de Chelo cuando se enteró de que a consecuencia de la guerra, había un barco para llevar niños a Rusia les pidió a mis abuelos que se encargasen ellos de hacer los arreglos para que sus hijas fuesen en él. No quería ni que se contagiasen, ni que sufriesen al ver cómo la enfermedad les deterioraba.
     Siguiendo las indicaciones del tío que era médico y siempre insistía en que lo mejor para mi madre era que tomase baños de aire y de agua de mar, mi abuela la llevaba siempre que podía a Gijón. Allí se lo pasaba muy bien, aunque sus primas Ester y América eran mucho mayores que ella, pero solo por estar a menos de cinco minutos de la Escalerona, de la playa San Lorenzo, ya la hacía feliz. Además, su tía la quería tanto que siempre que la veía se ponía muy contenta y no paraba de decirles a todos los que conocía que la quería más que a sus propias hijas. A mi me parecía que eso debía ser una exageración, pero según me contó mi madre, era lo que les decía a sus clientas cuando iban a tomarse medidas y a los huéspedes y conocidos.
     -¡Uy, No sabía que tenía esta hija pequeña! Creí que solo tenía las otras dos mayores-le decía a la tía Balbina una clienta cuando iba a que le hiciese un vestido.
     -No es mi hija, pero como si lo fuese. Es mi sobrina, pero de buena gana la cambiaba por una de las mías o por las dos juntas. Porque vale más, con ser tan pequeña, que las otras dos que no me valen para nada. No hacen caso a nada de lo que las mando.
     Balbina había educado a sus hijas para que fuesen unas señoritas y solo las pedía que fuesen a por algún recado cuando necesitaba un ingrediente para la comida o cualquier artículo de mercería para la costura. Ellas, según me dijo mi madre, pensaban que hacer recados era poco elegante y que los tenía que hacer siempre la asistenta, aunque la pobre no diese abasto para todo el trabajo que había que hacer. A mi madre, sin embargo, como no tenía prejuicios la encantaba ir a comprar todo lo que la encargaba su tía. Así tenía ocasión de pasear y sentir la brisa del mar, pues al vivir en la calle Capua al salir del portal ya se veía el mar si se miraba en su dirección.
     No recuerdo si mi madre me mencionó el nombre o el apellido del novio, y más tarde marido, de su prima América. Quizás no me lo dijese, pero sí me dijo que era muy simpático y que le encantaba hacerla reír. Ya que a mi madre de niña la pasaba como a mí, de pequeña, cuando algo la hacía gracia no podía evitar reírse a carcajadas y le daban ataques de risa. Por esa razón, cuando tenían más invitados además de él, procuraba ponerse detrás de ellos y que solo le viese mi madre para hacerles burla y que ella se tronchase a carcajadas. Sabía que no le iba a delatar y que se inventaría cualquier excusa para no ofender a nadie.
    -¿De qué te ríes?-solía reprenderla su prima Ester que era la más seria-van a pensar los invitados que eres tonta.
     -¡Deja a la niña! Ya sabes cómo son los niños, son tan inocentes que todo les hace gracia- decía su tía.
     -Es que, hoy vi, en la playa… algo muy gracioso…-decía mi madre entre risas para no decir que el novio de América estaba haciendo muecas.
    También me contó mi madre que a veces iba a pasear por el muro de la playa con América y su novio y en ocasiones veía a algún vecino del pueblo a quienes también les habían recomendado baños de mar. Normalmente eran sus conocidos los que la veían a ella y empezaban a alborotar, para que los viese, de modo muy cómico.
     -¡Gelina, Gelina, estamos aquí!-decían los conocidos pegando saltos sobre la arena y haciendo aspavientos con los brazos para que ella les viese desde el muro.
     -¡Mira, que te llaman los del sabano, salúdales a ver si dejan ya de hacer el mono!-decía el novio de América.
     -¡Calla, sinvergüenza, que te van a oír!-protestaba mi madre entre risas.
     -No he dicho nada que no sea cierto. ¿Acaso no están sobre un sabano grande, en vez de toallas, saltando como monos?
    A mi madre no le gustaba hacer daño ni ofender a nadie, pero a la vez no podía evitar reírse de que llamase los del sabano a los de su pueblo. Y aunque trataba de disculparlos alegando que eran muchos de familia y no podían manchar tantas toallas a la vez, el novio de su prima acabó llamándoles así y bromeando a costa  de ellos cada vez que salían a pasear por el muro de la playa.
    -¡Vaya, hoy no están los del sabano! Con la gracia que me hace verlos gritando y saltando como si hiciese años que no te ven y tuviesen que decirte algún asunto de vida o muerte.
    -¡No seas malo!-le reprendía América-son niños aún. ¿Qué saben ellos de etiqueta? Solo piensan en divertirse.
    -A todos nos gusta divertirnos. Pero nos secamos en toallas y no gritamos a nadie solo para saludarles. No se dan cuenta de que siempre están poniendo a tu prima en evidencia.
     -¡Déjales que se expresen como quieran mientras sean niños! Ya tendrán tiempo de cambiar. Mírate a ti que siempre estas bromeando como si fueses un chiquillo.
     A la prima América le gustaba tocar el piano, pues su madre les había dado a elegir una afición a cada una de sus hijas y ésta era la que ella prefirió y la servía para amenizar las veladas. Aunque nunca llegó a ser una virtuosa pianista se divertía tocando piezas clásicas y canciones de moda. Yo no la conocí porque según nos contó su hermana Ester vivía en el extranjero, creo que dijo que en Alemania, donde su hija había conseguido un trabajo de intérprete. Según me contó mi madre era muy diferente de Ester, pues era más bajita y rellenita, y en lugar de ser rubia y de ojos azules como ella, era de pelo y ojos castaños. Pero también me dijo que pese a no ser tan guapa era más alegre y divertida. A  quien si conocí de pequeña cuando venía de vacaciones a Asturias fue a la tía Balbina, era ya tan mayor y estaba tan delicada de salud, que no podía levantarse de la cama. Aún así estaba muy lúcida y se alegró mucho de verme pues decía que era exactamente igual a mi madre cuando tenía mi edad. Recuerdo que pese a estar en la cama llevaba un moño formado por una trenza que rodeaba su cabeza muy elaborado y su hija Ester nos dijo que todos los días venía una peluquera a peinarla y tardaba más de una hora en hacérselo, pues seguía siendo muy coqueta pese a tener más de noventa años, ya que era mucho mayor que mi abuela. Me contaron una anécdota de cuando era joven que me hizo mucha gracia, pues se había confeccionado para una fiesta un vestido de doce metros de tela, con una larga cola como si fuese de novia, que había visto en un figurín de moda y había causado sensación. Cuando salía con él a la calle se asomaban todas las vecinas a la ventana para verla y hasta salían de sus casas para admirarla mejor. Durante una temporada había sido el centro de atención de todos los sitios por donde pasaba. Así comprendí el motivo de que a mi madre le gustase tanto hacerme vestidos espectaculares y que despertasen tanta expectación, pues debía ser afición de familia.
     Mi abuela me contó que su hermana Balbina había sido novia del pintor Evaristo Valle, que era primo lejano de otra rama de la familia. Pero sus familiares en lugar de anteponer el artículo del, al apellido Valle, lo había suprimido. Por aquel entonces, como aún no se había inventado la televisión la gente solía entretenerse en hacer muy largos árboles genealógicos. No llegaron a comprometerse oficialmente pues él quiso hacer un largo viaje por las Américas en busca de inspiración y aventuras al estilo Gaugin. Aunque ella le quería más que a nadie, al ver que tardaba más de un año en volver, tuvo miedo de que se casase por allí y aceptó en matrimonio al que llegó a ser su marido. Era un buen hombre y llevaba varios años rondándola, por ese motivo, aunque seguía enamorada del pintor, aceptó su proposición y le fue siempre fiel. Como había guardado los recortes de periódico en que se hablaba de él, tanto los de Asturias como los que le había traído de América, por temor a que su esposo se pusiese celoso se los dio a mi abuela en una carpeta y ella, después de muchos años, me los llegó a enseñar a mí.  No quería deshacerse de ellos y al fallecer su esposo, no se los reclamó a su hermana, se conformaba con que se los enseñase alguna de las veces que iba a visitarla. Cuando me los enseñó ya estaban tan amarillentos que casi no se le reconocía, pues las fotos de aquella época no eran de muy buena calidad, sí que recuerdo que ponía que había fundado un pueblo. No se llegó a casar nunca, pues a la única mujer que había llegado a querer realmente fue a Balbina. No es de extrañar que ella también siguiese enamorada de él toda su vida pues cuando observé su autorretrato, de joven vestido de juglar, en el museo Bellas Artes pude comprobar que además de tener mucho talento, y ser un personaje tan interesante, era muy  atractivo.
     Mi madre guardaba muy buenos recuerdos de Gijón y de su prima América en general. El único recuerdo que no le gustaba de ella era que se había empeñado en llevarse una trompeta, que tenía mi abuela en casa, alegando que tenía que ser suya porque era la única de la familia que sabía tocar música. Pues el tío que habían tenido,  que era gemelo y segundo de a bordo en el barco que capitaneaba su hermano y tocaba el acordeón, ya había fallecido hacía años. Se trataba de una trompeta que junto a un tambor habían dejado dos músicos que se habían hospedado en casa durante las fiestas en una ocasión. Luego, según les dijeron algunos del pueblo, los habían visto jugando a las cartas y debieron quedarse completamente desplumados. Al ver que no tenían dinero para pagar el hospedaje acordado no se atrevieron a volver a por sus instrumentos y su equipaje y se fueron sin nada en el autocar de la banda. Mi abuela esperó varias semanas para guardar en el desván las maletas y cuando pasó más de un año al ver que no volvían los músicos, a reclamar nada, trató de convencer a sus hijos para que  aprendiesen a tocar los instrumentos. Ni Kiko, ni Arturo quisieron ir a aprender solfeo para tocar  la trompeta y el tambor, pero sí querían jugar con ellos. Mi abuela les dejó en principio que jugasen con el tambor a ver si se aficionaban. El resultado me dijeron que fue desastroso, se hartaron de hacer ruido por todo el contorno y los vecinos no hacían más que protestar del alboroto que armaban. Cuando mi abuela quiso poner fin al barullo que armaban por las  calles y darles el ultimátum para que fuesen a dar clases con un profesor de música o les quitaba el tambor, éste ya estaba todo abollado y con la piel rajada. Mi madre decía que al cansarse de que les llamasen la atención debieron de ponerse a saltar sobre él hasta que lo destrozaron por completo e incluso debieron echarlo a rodar por las pendientes. El caso fue que lo dejaron tan destrozado que mi abuela no quería verlo delante, lo tiró a la basura, y no quiso dejarles la trompeta por si la destruían igualmente.
     -¡Mira, tía, lo mejor es que me lo des a mí que soy la única que sabe tocar un instrumento! Así no volverán a protestar vuestros vecinos-dijo América a mi abuela.
     -Pero esto es una trompeta, no es un piano-dijo mi madre-y mis hermanos pueden ir a aprender a tocarla.
     -Ya dijeron que no quieren… Y a mí me encantan todos los instrumentos, tiene que ser para mí.
    -Ellos todavía son pequeños. Aún no saben lo que quieren. Quizás quieran más adelante…
     -Para entonces, si se la dejas ya la habrán destrozado como hicieron con el tambor. Y lo que es peor, ya os habrán puesto de los nervios a vosotros y a todo el vecindario.
     Mi abuela acabó cediendo pese a que en el fondo opinaba como mi madre que lo mejor era guardarlos por si sus hermanos cambiaban de idea. Pues aunque Kiko no debía tener muy buen oído para la música, según me dijeron, sé que Arturo sí lo tenía porque a veces le oía cantar rancheras, cuando yo era pequeña, y lo hacía bastante bien. Como era de esperar, América tampoco aprendió a tocar la trompeta, y lo más seguro es que la vendiese pues ni su hermana la volvió a ver nunca más según les contó.
    El que llegó a ser el marido de Ester era un gran  idealista que simpatizaba con el movimiento Marxista Leninista. Tenía mucho mérito que lo fuese, pues quería un mundo con educación gratuita e igualdad de oportunidades para todos, teniendo como tenía la carrera de magisterio y la cátedra de historia o de literatura, mi madre no estaba segura de cuál había sido su especialidad. Se llamaba Luís Barcena y durante la guerra estuvo al mando de un batallón republicano. Él fue quien alertó a mis abuelos del peligro que corrían al vivir entre dos polvorines: el de la mina de Carrio y el del Pozo Barredos. Ofreciéndoles los contactos para que pudiesen refugiarse en Francia y así, que al menos, se salvasen las mujeres y los niños. También es posible que fuese quien facilitase los trámites para que las primas, por parte de padre, Chelo y Gloria, pudiesen embarcarse hacía Rusia, aunque solo llegase a embarcarse la mayor y la pequeña se escapase inesperadamente antes de subir al barco. Esto no es muy seguro, porque mi madre era muy pequeña y esos asuntos tan delicados no se hablaban delante de los niños.
     Mi madre reconocía que el marido de Ester tenía muy buenas cualidades, pero que en realidad no le caía muy bien, y que siempre estaban discutiendo por ideas políticas pese a que ella era una niña pequeña. A él le parecía que el mundo solo sería justo si se repartiesen todos los bienes materiales y desapareciesen el hambre y el egoísmo. Mi madre, por su parte, pensaba que sería injusto que se quitase a la gente lo que habían conseguido con su propio esfuerzo, o el de sus antepasados, para dárselo a los vagos. Aún así, le parecía que él era uno de los pocos idealistas sinceros que había conocido, aunque un poco fanático de sus ideas. Por ese motivo, en una ocasión en que había formado parte de un jurado examinador para conceder una beca a la que se había presentado mi tío Alfredo, el mayor de los hermanos de mi madre, no se la concedió. Según me contó, los demás examinadores le habían elegido a él y opinaban que era el mejor preparado pues se trataba de una beca para estudiar derecho y se sabía gran parte de los artículos del código civil. Tanto era así, que cuando alguien del pueblo tenía algún juicio y no tenía dinero para pagar a un abogado le llamaban a él. Se preparaba tan concienzudamente y con tan razonada defensa que solía ganar todos los juicios en los que defendía a un acusado. En aquella época estaba permitido que quien quisiese hiciese de abogado aunque no tuviese el título, pues en teoría, se suponía que sus conocimientos de las leyes no serían tan completos y que difícilmente lo ganarían. El caso es que insistió en que le diesen la beca a otro de los opositores alegando que a Alfredo le podrían pagar sus padres los estudios si se organizaban mejor, mientras que al que se la dieron no tenían ni para comprarle unos pantalones nuevos. Cuando se enteraron mis abuelos, por supuesto, no les hizo ninguna gracia. Pero a quien peor le sentó fue a mi madre que no pudo evitar el echarle en cara su decepción ante tal injusticia, pues al tratarse de un pueblo pequeño se enteraron de todos los detalles hasta de los más nimios, y a nadie le había parecido razonable que no le diesen la beca al mejor dotado.
    -¿Cómo fuiste tan injusto? Ya nos dijeron que por tu culpa no le dieron la beca a Alfredo que era el mejor.
   -No fue por mi culpa. Fue porque el otro la necesitaba más. ¿No veis que el pobre tuvo que presentarse con los pantalones tan rotos que daba pena verle? Mientras que Alfredo iba mejor vestido que los mismos catedráticos.
   -¡Si su madre se los hubiese cosido en vez de pasarse todos los días cotilleando por las calles, con sus vecinas, también los llevaría cosidos! Y la beca no era para pagar la ropa del más necesitado, sino para pagar los estudios al mejor estudiante.
     Cuando la prima Ester nos visitó en Madrid nos contó el misterio que envolvió la muerte de su marido. Al oírla sentí mucho coraje, pues a pesar de la opinión de mi madre, a mí me parecía admirable que hubiese sido tan idealista, pese a su fanatismo. Sucedió que cuando terminó la guerra civil, y su bando la perdió, casi todos sus compañeros huyeron al extranjero. Sin embargo, él que había ayudado a tantos a que se exiliasen a donde pudiesen comenzar una vida nueva y a salvo, no quiso marcharse. Podía haberse refugiado en la URSS o embarcado rumbo a Argentina, Perú o cualquier país de América, donde deseaban subir el índice de alfabetización. Allí eran bien recibidos todos los catedráticos o licenciados independientemente de las ideas políticas que tuviesen. Aún así, prefirió quedarse en España, sabía que tendría problemas pero que su país le necesitaba y a pesar de haber perdido la guerra le permitirían volver a su trabajo, a seguir con sus clases. En principio,  parecía  que pese a haber sido contrario al régimen político ganador en su caso hicieron una excepción y dado que necesitaban maestros no le aplicaron represalias. Pero Ester nos dijo que la muerte de su marido, a ella, le pareció muy sospechosa. Nos contó que la noche anterior había tenido un sueño premonitorio, pues ella al igual que mi abuela era muy aficionada a interpretar los sueños, no lo recordaba con exactitud pero sí que auguraba malos presagios. Al medio día se presentaron en su casa dos hombres que decían venir a buscar a su marido para darse un baño en la playa. Según nos contó, nunca los había visto y solía conocer a todos sus amigos. Le avisó, discretamente, que no fuese, que tenía un mal presentimiento y él les comentó que prefería dejarlo para otro día porque le había sentado un poco mal la comida. Pero ellos siguieron insistiendo hasta que consiguieron llevarle en compañía. Ester trató de disuadirles a la vez que intentaba disimular el pánico que estaba sintiendo. Pero todo fue en vano, y se quedó muy preocupada en casa recogiendo la mesa y la cocina.
     -¿Qué tal si lo dejamos para otro día? Es que hoy no me ha sentado muy bien la comida. Me gustaría reposarla y ya iremos a nadar otro día, cuando queráis.
    -¡No, tiene que ser hoy! ¿Cómo no vas a venir con nosotros después de haber venido a buscarte hasta aquÍ?
     -¡Venga, anda, ya se te pasará lo de la comida en cuanto te dé el aire! Tienes que demostrarnos que eres tan buen nadador como dicen.   
     -Ya os lo demostrará otro día. Y si avisáis con antelación puedo ir a acompañaros. Hoy mejor nos quedamos en casa, que tengo mucho que hacer-les dijo Ester. 
     -Quédese tranquilamente. Este es un baño para hombres. Y nadie mejor que él para indicarnos por donde debemos ir. Vayamos cuanto antes. 
     Al caer la tarde, vinieron dos guardia civiles a decirle la terrible noticia,  el cuerpo de su marido había aparecido en el acantilado, a continuación de la playa de san Lorenzo, ahogado a consecuencia de un corte de digestión. No quisieron escuchar ni sus sospechas, ni sus preguntas sobre los dos individuos que le habían venido a buscar y que nunca más volvió a ver, ni siquiera en el funeral o el entierro. Dijo que en los periódicos achacaron su muerte al dichoso corte digestivo y nadie quiso investigar lo sucedido, pero siempre sospechó que le mataron por temor a que inculcase sus ideas a los alumnos y que algún día volviesen a rebelarse contra el gobierno. Afortunadamente, para no darle más repercusión mediática y que el incidente pasase desapercibido a Ester y su hijo no les causaron ningún otro daño que el de seguir viviendo con la sospecha y el dolor de que hubiesen asesinado a su esposo.
    La prima de mi madre Ester tenía muy buenas cualidades: era bastante atractiva, inteligente y amena. Pero tenía un problema de actitud que la impedía disfrutar de ellas, pues era muy competitiva y a juzgar por todas las anécdotas que me contó mi madre siempre lo había sido. Había competido con su hermana por el cariño de su madre, quien en la vejez añoraba mucho a su hija América por haber sido siempre más cariñosa y alegre. Incluso quería competir por el cariño de su hijo con su mujer, y siempre que hablaba por teléfono con mi madre se empeñaba en sacar a relucir defectos que parecían existir solo en su imaginación. Por esa razón, dejaron de tratarse, pues mi madre aborrecía que insistiese en compartir sus quejas injustificadas y sus opiniones sobre los defectos imaginarios que solo ella conocía y mi madre no deseaba conocer.
    Mi madre me contó que Ester siempre quería tener la razón en todo, incluso en las tonterías, y se las tomaba tan en serio que a veces la dejaba por imposible y le daba la razón aunque no la tuviera para dejar zanjado el asunto. En una ocasión, quiso mi abuela darle un cesto de cerezas de la huerta para que, si no las quería ella, se las llevase a su hermana y a su madre y se puso a discutir tan empecinadamente en que todas las cerezas tenían gusano que al final no se las dieron. Luego se enteraron de que la habían llamado la atención, y se habían enfadado en su casa, porque a ellas les encantaban y les hubiese gustado que las llevase para el postre y para hacer mermelada.
     -Me encantan las cerezas, pero es una tontería llevarlas, porque todas tienen cocos. No hay una que no lo tenga y me da un asco cuando las estoy comiendo que me muero…-Dijo Ester.
     -¡Éstas no, las cogió ayer mi padre del árbol y están deliciosas! Pruébalas ya verás qué ricas están.
     -¡No, que ya estoy harta de probar las del mercado y siempre tienen gusano! Lo mismo da que sean más caras que más baratas, todas tiene cocos o gusanos…¡Como los quieras llamar!
    -Eso es porque tardan en venderlas. Y en cuanto se pica una, las demás van detrás. Pero nosotros las comemos o las cocinamos enseguida y no les da tiempo a picarse. Prueba, ya verás qué buenas están…
    -¡Ay no, por nada del mundo volveré a probarlas! No sabes la de cerezas que probé y que tuve que escupir porque tenían gusano. Me encanta su sabor, pero no las puedo ni ver.
    -¡Bueno, pues llévaselas a tu madre y a tu hermana!
    -No, que seguro que tienen gusano y me muero de verlas…
    La tía Balbina también le había dado a elegir a Ester para que estudiase alguna afición, que le gustase especialmente, para que emplease su tiempo cultivándola una vez que la hubiese aprendido.  Y como era más practica que su hermana eligió el bordado. Así que su madre la llevó a dar clases al taller de bordado más prestigioso de Gijón por aquella época. Aprendió a realizarlo con gran destreza, pero en una ocasión en que mi madre estuvo pasando unos días en su casa y aprovechó para bordarse una blusa en su compañía, y se dejó el bastidor en la sala de costura sucedió algo muy curioso. Una de las clientas de su madre que había acudido a encargarle un vestido lo observó y quedó fascinada, despertando la envidia de Ester que también estaba presente.
    -¡Pero qué finura de bordado! Si no se notan las puntadas. Nunca había visto nada igual. ¡Qué perfección! ¿Lo has hecho tú o tu hija?
     -¡Oh, no, ha sido mi sobrina, que borda mejor que nadie! Tiene unas manos prodigiosas…
    -¡De eso nada, yo bordo mejor que ella, que para eso aprendí en el mejor taller de bordado de todo Gijón!-protestó Ester y se dirigió a la clienta esperando su opinión-¿Lo conoce usted?
     -Sí y es muy prestigioso. Yo les encargué que me bordasen varios juegos de cama y de mesa y quedé muy satisfecha. Pero nunca había visto ni siquiera en ese taller un bordado tan fino como el de la blusa que está bordando esta joven.
    -Es lo que digo yo. Nadie borda mejor que mi sobrina Gelina.
    -Bueno, es que el mío aun no esta terminado. Pero tiene que ser mejor porque aprendí en un taller mejor que ella.
    -Eso no tiene nada que ver. El bordado suyo tampoco está terminado pero ya se ve que es el mejor-dijo Balbina-.Tu prima como es más joven tiene mejor pulso y mejor vista que tú y por eso lo hace mejor. Además, pienso que quizás hubiese sido mejor que aprendieses en el taller de tu tía Luz, así quizás, lo harías tan bien como Gelina y me hubiese costado mucho menos dinero tu aprendizaje.
    Era una pena que Ester siempre se estuviese comparando con alguna persona, incluso cuando estaba en inferioridad de circunstancias, pues hubiese sido más feliz si se hubiese conformado con disfrutar de sus buenas cualidades. Cuando yo la conocí pensé que la tristeza que la ensombrecía se debía al hecho de haberse quedado viuda tan joven, pues sus palabras reflejaban que había querido y admirado mucho a su marido. Pero las anécdotas que me contó mi madre reflejaban que era su carácter lo que hacia empalidecer su encanto. Se veía que no la bastaba con ser atractiva, quería serlo más que cuantas se cruzasen en su camino y eso no siempre era posible. En una ocasión, cuando mi madre ya había superado el accidente y caminaba con normalidad, se encontró mientras paseaba a un huésped de mi tía Balbina que siempre se hospedaba en su piso cuando iba a Gijón. Como era viajante pasaba temporadas cortas y a cada cierto tiempo volvía de nuevo. No había vuelto a coincidir con mi madre desde que era una niña, pero sí se había enterado del accidente que había padecido y de la convalecencia que había tenido que superar. Por esa razón se había imaginado que tanto sufrimiento habría acabado con su alegría y con su gracia, pues apenas la conocía, y se llevó una grata sorpresa al verla tan contenta y tan feliz como siempre la había visto. Fue tal su sorpresa que se deshizo en halagos al reconocer a mi madre y cuando se encontró con Ester, varias semanas después, volvió a repetirlos todos y quizás alguno más. Eso no lo podía saber exactamente con todo detalle mi madre, porque no fue su prima quien se lo contó, sino el mismo huésped al que volvió a encontrar poco tiempo después mientras paseaba.
     -¿Sabes que hace dos semanas estuve en Gijón visitando unos negocios y que cuando volví a ver a tu prima Ester y la dije lo guapa que te habías puesto que casi me pega?
    -¡Home va! Estás de guasa, que yo sepa mi prima nunca se pegó en la vida con nadie-dijo mi madre riéndose de la ocurrencia del huésped-¿No iba a hacerlo precisamente contigo y menos por una tontería tan grande? Nadie quiere que sus primas sean feas… ¿Iba a quererlo precisamente ella que siempre tuvo fama de ser tan guapa…?
    -¡Pues como te lo digo! Cuando la dije que ahora eras más guapa que ella cuando era joven, me dijo: que de eso nada, que ella era mucho más guapa que tú. Tuve que defenderte a capa y espada. Porque no hay nada que más me fastidie que el que me lleven la contraria cuando tengo razón. Si yo digo que tú eres más guapa ¿Quién es ella para llevarme la contraria?
    -¡Bueno, hombre, cada uno puede tener sus gustos! No me parece que merezca la pena discutir por eso.
     -¡Pues precisamente por eso discutí! Si yo digo que tú me pareces más guapa, ella no tiene por qué llevarme la contraria. Yo soy el que mejor sabe quién le parece más guapa o no.
     -¡Bueno, gracias! Pero no se lo tome tan en serio. No merece la pena.
     -¿Cómo que no? ¿Sabes qué razones alegó para decir que era más guapa que tú? Pues me dijo que era porque tenía el pelo más rubio y sus ojos eran azules mientras los tuyos castaños. Ahora que yo la callé la boca diciéndola que eso daba igual, que el brillo que tienen tus ojos no los tienen los suyos por muy azules que sean, y que lo más bonito de unos ojos no ye el color sino lo que expresan. Y que la sonrisa tan natural y alegre que tienes tú no la tuvo, ni la tendrá ella, en la vida.
     -¡Madre mía, con qué buenos ojos me ve! Pero, de verdad que no debería discutir por algo así.
      -¿Cómo que no? ¿Iba a salirse con la suya una presumida así? Pues siguió porfiando y diciendo que a todo el mundo le gustan más las rubias de ojos azules que las castañas menos a mí. Pero la dejé sin palabras cuando la dije que estaba muy equivocada, que también los nazis eran casi todos rubios y de ojos azules y sin embargo no gustaban a casi nadie. Entonces la dejé tan desarmada que dijo que si la comparaba con los nazis entonces ya no quería volver a hablar nada más conmigo.
      -¡No me extraña! ¿Sabías que su marido luchó con el bando republicano y comandó un batallón de combate?
     -¡Qué va, estás equivocada! Su marido era catedrático en el instituto de Gijón.
    -Era las dos cosas. Por eso no se exilió cuando terminó la guerra. Le habían dicho que en España necesitaban profesores y no quiso marcharse ni a La U.R.S.S. ni a ningún otro lugar.
     -Si lo llego a saber no la hubiese dicho lo de los nazis. Pero mantengo lo dicho de que tú eres mil veces más guapa que ella. Y sobre todo ahora que has crecido y ya eres toda una mujercita mientras que ella ya va hacia atrás.
     Mi madre tenía otra tía que también vivía en Gijón, además de Balbina. No sé su nombre porque no la llegué a conocer, ya que murió bastante joven y aunque era muy querida por mi abuela y por ella no recuerdo que me lo dijese nunca. Trabajaba con grandes bloques de hielo, que era lo que se usaba por aquel entonces para conservar el pescado y marisco, y usaba tanta lejía para desinfectar los recipientes que acabó muy pronto con su salud y apenas tenían tiempo para pasarlo juntas. No obstante, casi siempre que iban a visitar a Balbina se pasaban por el mercado a verla, pues tenía un puesto de pescadería donde vendía los productos que pescaba su marido y que no llegaba a vender en la rula, y los que compraba allí a muy buen precio. Solían llevarle frutas de la huerta y embutidos de la matanza que hacían por San Martín y ella cuando ya se iban para el pueblo las mandaba que se volviesen a pasar por su puesto del mercado y las devolvía la cesta que la habían llevado llena de pescados y mariscos selectos de la mejor calidad. Era todo un lujo, pues no se limitaba a regalarlas xardas o sardinas y mejillones, lo mismo las metía una langosta con percebes y merluza, que calamares con bogavantes o bígaros, e incluso angulas que siempre fueron considerados manjar de ricachones y tenían un precio desorbitado. Se ponía tan contenta al verlas y ver las cosas que la llevaban que todo le parecía poco para ellas. Además, mi abuela no solo la llevaba productos alimenticios, como sabía que también la gustaba leer, solía llevarla alguna novela y algún vestido para que estrenase cuando era ramos o por navidades. O algún jerséi de punto de lana, que abrigase mucho, para su marido.
     -Te he traído una novela forrada de periódico entre las manzanas. No le quites el forro delante de la gente porque está prohibida-le decía mi abuela por lo bajini-. Me la vendió en secreto la librera del pueblo que consiguió unos pocos ejemplares antes de que la censura obligase a que la retirasen de la venta. Se titula Lucrecia Borgia y es la historia de la hija de un papa.
     -¿Entonces no podré leerla aquí? ¿Qué me pasaría si me viesen los guardiaciviles?
      -¡Tú no le quites el forro y léela donde quieras! Si te preguntan qué lees, diles: si es un hombre que es de Corín Tellado y si es una mujer que es de Marcial Lafuente Estefanía, así no querrán saber nada más del asunto.
     -¡Cómo eres!-la decía su hermana riéndose-. Pero ya sabes que tengo poco tiempo para leer, aunque me encanta, igual cuando vengas la próxima vez todavía no la he terminado aún.
     -No te preocupes. Esa, como es mía, puedes quedártela todo el tiempo que quieras. Además, como está prohibida no la puedo llevar a cambiar. Solo puedo prestarla a la gente de confianza o volver a releerla.
     Por lo que me contó mi madre el motivo de que se pusiese tan contenta al verlas llegar no era solo por los regalos que la solían llevar, ni por las novelas que la llevaba, era porque siempre intercambiaban anécdotas y si no había mucha gente pasaban un rato muy agradable riéndose de cuantas peripecias hacían los hijos. No sé cuántos tenía la tía de mi madre, no recuerdo que me lo mencionase nunca, pero sé que tenía por lo menos uno, pues le contó a mi madre una historia muy bonita que la sucedió cuando él era un recién nacido. Sucedió que estaba en la barca con su marido, acompañándole mientras él preparaba los aparejos de pesca, cuando el niño se puso a llorar porque tenía hambre y ella pensando que no la veía nadie se puso a darle de mamar. Para su sorpresa, cuando terminó vio que un señor les hablaba desde el muelle y quería hablar con ella, pues les había estado observando. Se trataba de un pintor madrileño que estaba pasando unos días en Gijón, por prescripción médica, para curar sus afecciones respiratorias. A ella le entró tal vergüenza que no quiso ni hablar con él. Pero su marido, que estaba presente, quiso saber qué pretendía aquel desconocido y le permitió que explicase su aparente impertinencia. Les contó que llevaba varios meses buscando una modelo que pudiese posar para él, con un niño, a fin de que pudiese pintar una virgen que le habían encargado para una capilla. Y hasta ese momento no había encontrado a nadie cuya belleza le pareciese tan recatada y virginal como la de la tía de mi madre. Al principio, se negó en rotundo a posar ante nadie con un pecho desnudo, pues si en aquel momento se había descubierto era porque pensaba que solo podía verla su marido. Pero él, que por lo visto era muy creyente y le gustaba rezar para tener buena pesca y volver sin muchos contratiempos la convenció para que aceptase siempre que el pintor les pagase con otro cuadro de la virgen que pintase para ellos.
    -Pintar un cuadro al óleo es un trabajo que lleva mucho tiempo. Si se quiere que sea un trabajo digno. Y yo solo puedo quedarme aquí unos pocos días más. Pero si puedo hacer varios bocetos a lápiz y entregaros, entre todos ellos, el que más os guste.
    -Bueno, si son bonitos y se parecen a mi mujer y mi hijo, aunque no sean en color nos puede servir.
     -Creo que no puedo. Si veo que me están mirando no podría posar-decía poco convencida la tía de mi madre.
     -Yo estaré a tu lado-dijo el marido-¿No querrás que se queden sin la virgen con en niño en la capilla que se la han encargado a este señor? Y a nosotros nos serviría para poder rezar desde casa, cuando voy a salir de pesca, sin necesidad de tener que ir hasta la iglesia ¿no crees?
     Al final, posó para los bocetos del cuadro y la dio a elegir uno de ellos. Lo que no sé es de qué pintor se trataba, porque la tía de mi madre sentía tanto pudor que no le hizo ninguna pregunta y se quedó con un mar de dudas. Sé que no era Evaristo Valle, el que fue novio de Balbina, porque no era asturiano. Tampoco pudo ser, por la misma razón, el escultor Sebastián Miranda. Aunque es muy posible que tanto ella como su marido estén reflejados entre los 156 personajes que forman parte del Retablo del Mar que se exhibe en el Museo Casa Natal de Jovellanos. No tengo ningún dato que lo corrobore y mi madre no me habló de dicho retablo, pues ella debía de vivir ya en Madrid cuando el escultor se dedicó a dibujar los retratos de los pescadores y gentes de Cimadevilla. Pero teniendo en cuenta sus profesiones y que eran contemporáneos de aquella época lo más seguro es que formen parte de tan admirable retablo.
   A Balbina, su hermana también solía regalarla algún pescado o marisco y hacerla descuento cuando iba a verla. Pues todas las semanas o se pasaba por el puesto para comprarla pescado o enviaba a alguna de sus hijas o a la asistenta a comprarlo. Y aunque también la quería, no se ponía tan contenta al verla como lo hacía con mi abuela y mi madre. No era de extrañar, pues se creía con derecho a decidir en la vida de su hermana por el hecho de ser mayor, y siempre estaba tratando de convencerla para que dejase el trabajo de pescadera y se uniese a ella en su taller de modista. No lo hacía por mal, pues estaba convencida de que su trabajo era más descansado y saludable, aunque también tuviese sus fatigas sobre todo en las vísperas de fiestas y de temporadas. No tenía en cuenta que a su hermana la gustaba más su trabajo, por duro que fuese, porque había heredado de sus padres y de sus abuelos el amor a la mar. Por tal razón, no la importaba tener que madrugar y pasar frío, pues pensaba que solo por ver los coloridos amaneceres, de variados tonos pastel, merecía la pena. E incluso cuando llovía o estaba el cielo nublado para ella no era ningún disgusto tener que salir a trabajar porque adoraba sentir la brisa del mar en la cara y que la llenase de euforia, fuerza y energía al penetrar por todos los poros de su piel. Pero sobre todo, la encantaba ver los anocheceres llenos de intensos colores anaranjados, rojizos o violetas proyectados entre las nubes y bailando entre las olas de la mar. Ni siquiera dejaba de atraerla, aunque la temía, cuando los rayos y los truenos hacían imposible la salida a pescar. O en el peor de los casos, sorprendía a su marido en plena tarea con sus temibles embates. Siempre tenía la fe y la esperanza de que tras la tempestad volvería la calma y no la importaba ver cómo su salud se iba resintiendo.
    -¡Cómo me gustaría que vivieseis más cerca para que nos viésemos más a menudo!-les decía a  mi madre y mi abuela.
    -¡También a mí!-la decía mi abuela-pero cada uno tiene que estar donde está su destino. Por lo menos tienes a Balbina cerca. Que seguro que os prestará veros todas las semanas, como me dice ella que soléis hacerlo.
    -No creas que nos vemos tanto. La mayoría de las veces manda a sus hijas, o a alguien, que venga en su lugar. Y si quieres que te diga la verdad, casi lo prefiero, porque la mayoría de las veces se pone a discutir y a decirme que tengo que dejar este trabajo y que ir a trabajar para ella. Como si a mí no me gustase mi trabajo y prefiriese pasarme el día cosiendo.
     -¡Bueno, ella no te lo dice por mal! Cree que para la salud es mejor, aunque cuando uno tiene demasiados encargos a veces hay que pasarse la noche en vela cosiendo y acaba doliendo el cuello y la espalda… Tú si no quieres… dile que cada uno tiene que atender sus asuntos y ya está.
     -¡Ese es el problema! Que ella no quiere escuchar mis razones y siempre está insistiendo en lo mismo y ya me ofende porque a veces se pone a discutir delante de la clientela y la tengo que hacer callar para que no me las espante.
    -¡Ah no, pues eso hay que dejárselo bien claro! Que te diga lo que quiera cuando estéis solas pero que los clientes no te los espante.
     -No es que quiera espantarlos. Es que empieza a decir que este trabajo me va a matar y cosas semejantes.
     -¡Pues ella que se preocupe del suyo! Ya se lo diré yo cuando la vea.
     -¡No, si ya se lo digo yo! Cuando me lo dice ante las clientas siempre la digo: ¿Y dónde ibas a comprar tú, sino estuviese yo, un pescado y un marisco más fresco, más bueno y más barato? Y ahí siempre me dan la razón los presentes pues la gente me aprecia mucho.
     -¡Pues eso es lo importante! Pero, sí tiene razón en que debes cuidarte mucho. Y procurar abrigarte para que no cojas mucho frío.
    Todos los recuerdos de Gijón que mi madre tenía, de cuando era joven, eran en su mayoría alegres y agradables. También se podría decir que las veces en que visitó la playa y la ciudad en su madurez fueron siempre interesantes, y a veces divertidas, pues la gustaba visitar el rastro y cuando vivíamos en Madrid y veníamos de vacaciones siempre pasábamos algún día visitando a los familiares y bañándonos en la mar. Nuestro tío Julio el hermano de mi padre que trabajaba en la estación de trenes de la Camocha, a las afueras de Gijón, nos enseñaba a hacer sidra dulce artesanal y era muy simpático y divertido. Tenía un piso con su mujer y su hija a quince minutos andando de la playa de San Lorenzo y era tan bromista que hasta mi madre se reía un montón con él.
     Recuerdo en una ocasión en que conocí, en el paseo de la playa, a un chico varios años mayor que yo y como no se dio cuenta de que mi madre estaba sentada en un banco a mi lado, empezó a querer ligar conmigo. Ella permaneció callada hasta que él me preguntó la edad y yo que tenía solo catorce años y no quería que pensase que era una niña empecé a contestarle con evasivas. En ese momento se metió en la conversación y terminó contándole toda mi vida. Yo me enfadé mucho, pues odiaba que mi madre sacase a relucir mis buenas cualidades y me fui a bañar con mi hermano mientras ella se quedó charlando con el chaval. Cuando regresé todavía seguía contándole anécdotas sobre mí. Pero yo me despedí de él y le hice ver que al día siguiente nos volvíamos a Madrid y ya no volveríamos a vernos.
     -¡Oye, eres tú quien está leyendo La Nave?-Me preguntó el desconocido mientras yo me secaba tras darme un baño.
     -Si, es mía la novela. Me la dio mi tío. ¿Verdad, Jose?-Pregunté a mi hermano que se estaba secando a mi lado. Por si el intruso alegaba que era suya.
     -Sí, nos la dio nuestro tío Arturo.
     -Es que es la primera vez en mi vida que veo una chica tan guapa leyendo ciencia ficción. ¿Te gusta?
     -¡Pues claro! Si no, no la leería. Pero si la has leído tú, no me cuentes el final, que voy por la mitad y me gusta que me sorprenda.
     -¡Estoy impresionado! Nunca imaginé que a una chica tan guapa le gustase una novela así.
    -¡Vale, ya me ha quedado claro que te parezco guapa, no hace falta que lo repitas más-le dije con indiferencia, pues estaba acostumbrada a que me lo dijesen y lo aborrecía, sabedora de que tenía cualidades más importantes para mí.
     -Me lo pareces a mí y a toda la gente que pasa por el paseo. ¿O no te has dado cuenta de que todas las personas que pasan se paran a mirarte? Pero lo que a mí me gustaría es saber tu opinión sobre lo que has leído de la novela.
     -Pues hasta que no la termine no me formaré una idea concluyente, porque no sé si me decepcionará su final o si estará a la altura de lo leído.
     -Me pareces una chica muy inteligente. ¿Cuántos años tienes?
     -¿Y eso qué importancia tiene? Yo no pienso preguntarte los tuyos. Me da igual. No creo que la edad sea importante para que te guste un tipo u otro de literatura. Sino más bien la cultura, los gustos o la educación de la persona.
      -Eso pienso yo. Por eso lo preguntaba, porque creo que los gustos dependen mucho de los estudios que haya cursado una persona. ¿En qué curso estás?
      -Yo cuando hablaba de cultura no me refería ni a títulos, ni a niveles oficiales. Porque sé que el sistema educativo no es eficaz y la gente suele olvidarse de todo lo que ha aprendido una vez que aprueba los exámenes. Me refería a la cultura y educación autodidacta. La que se aprende por gusto y no se olvida nunca.
    -Seguro que te diste cuenta de que la novela es una crítica del racismo ¿verdad?
     -Bueno, yo creo que más bien es una crítica sobre las minorías dirigentes que utilizan el conocimiento para manipular a las masas ignorantes.
     -Eso también. Se podría decir que es una visión más profunda. Creo que debes ser muy buena estudiante. ¿A qué curso vas?
     -No creas que soy tan buena estudiante. Los estudios oficiales me aburren. Prefiero aprender por mi cuenta. Y ya que tienes tanto interés en saber a qué curso voy te diré que he cursado quinto de ciencias.
     -¡Quinto de ciencias! Y yo que creí que como mucho estarías en C.O.U.      
    -Me parece que ha habido un mal entendido. Ya me ha sucedido alguna vez. Y es que cuando digo quinto de ciencias no quiero decir quinto de Biológicas. Que es lo que se suele decir cuando estás en la carrera. Sino quinto de Bachiller. Y como siempre que se dice, a continuación, te preguntan si eres de letras o de ciencias yo lo digo de antemano para evitar la pregunta. ¿O acaso tú no me lo hubieses preguntado?
    -Sí, tengo que reconocer que te lo habría preguntado. Aunque por tus gustos ya se ve que tu inclinación debería ser a las ciencias. Así que tendrás unos quince o dieciséis años. Pues no  creo que hayas repetido ningún curso.
     -¡Más o menos! ¿Qué más da?
     -¡De eso nada!-intervino mi madre-solo tiene catorce. Porque como los cumple a finales de año puede cursar los estudios con un año de adelanto. Y sí sería buena estudiante si quisiera, me lo dijeron siempre todos sus profesores cuando hablé con ellos, pero como es muy vaga y solo la gusta leer y hacer lo que ella quiere no lo es tanto como debiera….
     -Mamá a este chico no creo que le interese mi vida así que no hace falta que se la expliques. ¿Verdad?
     -Sí, sí me interesa. Ya te dije que nunca había conocido una chica como tú.
    -¡Pues lo siento, pero yo me voy ahora mismo a darme otro baño y a coger mejillones! ¿Te vienes, Jose?
     -Sí, venga, vamos a coger mejillones. Que son muy pequeños, pero molan un montón.
    Durante más de una hora o quizás dos estuve en las rocas que había a continuación de la ría del Piles. Entre mi hermano y yo cogimos una veintena de mejillones tan pequeños que apenas medirían dos o tres centímetros. Pero que al día siguiente le mandé a mi madre que me los preparase, en Madrid, con muy poco arroz. A mí me supieron deliciosos, pero nadie de mi familia los quiso probar. Incluso mi madre y mis hermanos quisieron disuadirme de que los comiese alegando que me podía intoxicar y morir como le había sucedido a un jugador de fútbol del Real Madrid. Afortunadamente no me intoxiqué y me comí todos los mini-mejillones.
    Cuando regresamos de las rocas con nuestra bolsa de moluscos mi madre seguía hablando con el chico muy animadamente. Él la escuchaba con mucha atención y se llevó una desagradable sorpresa cuando le di a entender que no volveríamos a vernos.
     -¿Todavía sigues contándole mi vida a este chaval?-dije en tono enfadado.
     -Sí, tu madre es muy simpática. Espero que nos volvamos a ver mañana. Hoy ya se me hace un poco tarde.
     -¡Pues no creo que se te arregle! Porque mañana a estas horas estaremos en Madrid.
     -¿Y cuando volveréis a venir a Gijón?
     -¡Cualquiera sabe! Pero seguro que por lo menos tardaremos un año.
     -¿Te gustaría escribirme?
     -Mira, no tengo dónde escribir tu dirección, y tampoco tengo mucho que decirte. Lo único que sé es que has leído la Nave. La que puede que te conozca mejor es mi madre, pero ella suele estar muy ocupada… ¡Hasta la vista!
     -¡Hasta la vista!