Retratos II por Mar Cueto Aller (VII)
RECUERDOS DE MI MADRE
Capitulo VII
LOS AIRES Y LAS AGUAS DE GIJÓN
Desde que mi madre tuvo uso de razón su
tío, el que era médico en la Felguera, siempre les había recomendado a sus
padres que cuidasen mucho de ella. Les había mandado que procurasen darle leche
de vaca morica, que según él eran las de color negro y las que daban mejor
leche, y que la llevasen a Gijón a tomar los aires y las aguas siempre que
pudiesen. Por más que le contase mi abuela montones de anécdotas que
demostrasen que mi madre lejos de ser una niña débil, era bastante fuerte, él
se obstinaba en recomendar y casi obligarles a que la cuidasen como a oro en
paño. Quizás porque se debía de parecer físicamente a una tía suya a la que
habían prohibido relacionarse con un joven al que consideraban de poca
categoría para ella, como consecuencia a los pocos meses empezó a enfermar y en
menos de un año falleció. Mi madre me
contó que al enamorado le pasó algo semejante y poco tiempo después se murió él
también. Aunque mi abuela estaba segura de que a mi madre no le sucedería lo
mismo, siempre que podía la llevaba a Gijón y cuando se lo recomendó después
del accidente hasta la dejaba quedarse varias semanas en casa de su hermana
Balbina.
-¡Con esta niña hay que tener mucho
cuidado, que es tan bella y tan frágil como una flor de invernadero!-Solía
decir su tío médico-¡Que no me entere yo de que por descuido pueda llegar a
enfermar!
-Por
la cuenta que nos tiene, ya procuramos cuidarla lo mejor posible-le contestaba
mi abuela-pero, gracias a Dios, de frágil no tiene nada. Quisiera que hubieses
oído a su amiga contar la paliza que le dio a un crío de esos de Carrio que están
medio salvajes y siempre se andaba
metiendo junto con su pandilla con ellas.
-¡Pues muy bien no la cuidareis, cuando tuvo
que defenderse ella sola! ¿Dónde estaban los mangantes de sus hermanos que
tenían que haberla defendido?
-Desde que dejaron los estudios Kiko y
Arturo trabajan de guajes en la mina y ya no pueden acompañarla porque ya no
van al colegio.
-¿Cómo dejasteis que se pusiesen a
trabajar de guajes? Esos sí que merecían una buena paliza para que siguiesen
estudiando. ¿Qué porvenir les espera ahora?
-¡Si ellos lo quieren así, allá ellos! Yo
en mi casa no quiero ni palizas ni peleas. Y prefiero que ganen poco dinero y
sean formales, a que ganen mucho y sean
pendencieros.
Mi madre era mucho más fuerte de lo que
parecía. Y tenía tanto carácter que era capaz de hacerle frente a quien la
provocase por temible que fuese. Como sucedió cuando tenía unos diez años, que
para ir al colegio tenía que pasar por un camino donde casi siempre había un
grupito de niños que se subían a los árboles y tiraban piedras y chinas a su
amiga y a ella. Creo que en el fondo no deseaban hacerlas mucho daño pues según
me dijo nunca les llegaban a dar con las piedras grandes, solo las tiraban
cerca de ellas para asustarlas, siempre que atinaban lo hacían con las chinas pequeñas. Seguro que era
porque les gustaban y sabían que sería la única manera que tenían de llamar su
atención. Eran niños a los que sus padres no les pagaban el colegio porque
esperaban que fuesen a trabajar a la mina en cuanto les diesen ocasión y
estaban tan ociosos y salvajes que todos los que se cruzaban en su camino les
aborrecían. Mi madre y su amiga les tenían pánico, pues temían que un día les
diesen con una piedra en la cabeza. Por esa razón, un día mi madre, ya harta de
ellos, propuso a su amiga hacerles frente. Al principio a la otra niña le
parecía que no era buena idea, pues eran muchos y algunos mayores que ellas, y
se moría de miedo solo de pensarlo. Pero mi madre la convenció diciéndole que
en el fondo seguro que eran unos cobardes y que si conseguían hacerle daño a
uno, los demás saldrían corriendo, y ya nunca volverían a molestarlas. Para hacerles
heridas, sin hacérselas a la vez a ellas mismas, le propuso a su amiga que
envolviese una piedra en un pañuelo y que no la soltase. Pues así cuando le
diesen un puñetazo al primero de los gamberros que se le acercase le dolería
mucho más y protegería su mano. El resultado fue excelente, dejó descalabrado
al cabecilla, que se quedó tan sorprendido de que tuviese tanta fuerza y le
pegase tan fuerte, que se fue corriendo y por vergüenza ya no volvió a
molestarla más ni él ni ninguno de su pandilla.
Según me contó mi madre, desde que nació casi
todos los familiares por parte de su padre la querían sobreproteger demasiado.
Decían que era por ser la única niña de la familia, pues los demás hijos de sus
padres y tíos eran varones. Pero eso no
era del todo cierto, pues se olvidaban de mencionar a su prima Chelo y a su hermana Gloria. Cuando
le pregunté por qué motivo eran tan cariñosos con ella, que no lo necesitaba
tanto, pues tenía a sus padres y hermanos y tan fríos con sus primas que no
tenían cerca a los suyos. Me explicó lo triste que era la historia de los
padres de sus primas, pues tenían tantas ganas de casarse que no quisieron
esperar a conseguir lo necesario para comprar una casa cerca de sus familiares
de la Felguera y se fueron a vivir a Moreda donde también tenían familia. Allí
compraron un hogar que parecía toda una ganga, no solo tenía un precio muy asequible,
además venía equipado con todo lo necesario para una familia: muebles,
vajillas, ropa de cama y mesa, todo tipo de adornos, de enseres y biblioteca
llena de libros. Que desgraciadamente no se podían lavar y que eran una
tentación para cualquier pariente de mi madre pues todos eran muy aficionados a
la lectura sin excepción. Lo peor de todo era que algunos de sus anteriores
inquilinos habían fallecido de tisis galopante y en aquellos tiempos era muy
contagiosa. De nada sirvieron los consejos ni las órdenes de sus familiares de
que no se les ocurriese meterse en semejante nido de bacterias. La futura madre
de las niñas pensó que si lo desinfectaba todo con lejía y alcohol de quemar
que no les pasaría nada y que si se dejaba la piel para limpiarlo todo a base
de bien no tendría ni que esperar ni que depender de nadie para fundar su propia
casa. Durante unos años parecía que todo les iba bien y que ningún bacilo les
atacaría nunca, pero apenas tendría ocho o diez años Gloria, su hija mayor,
cuando su madre incubó la temible enfermedad. Como era tan contagiosa trataron
de buscar familiares para que las niñas se fuesen a vivir con ellos, y así, al
menos que las pequeñas se pudiesen salvar. Pero quitando mis abuelos, que no
tenían mucho tiempo, ni sitio, los demás no las querían ni de visita. Mi abuela
no podía, aunque quisiese, porque además de ser ellos bastantes y de tener que
llevar el taller, cuando no tenía aprendizas metía algún huésped en casa para
ayuda con los gastos. Por esa razón, el padre de Chelo cuando se enteró de que a
consecuencia de la guerra, había un barco para llevar niños a Rusia les pidió a
mis abuelos que se encargasen ellos de hacer los arreglos para que sus hijas
fuesen en él. No quería ni que se contagiasen, ni que sufriesen al ver cómo la
enfermedad les deterioraba.
Siguiendo las indicaciones del tío que era
médico y siempre insistía en que lo mejor para mi madre era que tomase baños de
aire y de agua de mar, mi abuela la llevaba siempre que podía a Gijón. Allí se
lo pasaba muy bien, aunque sus primas Ester y América eran mucho mayores que ella,
pero solo por estar a menos de cinco minutos de la Escalerona, de la playa San
Lorenzo, ya la hacía feliz. Además, su tía la quería tanto que siempre que la
veía se ponía muy contenta y no paraba de decirles a todos los que conocía que
la quería más que a sus propias hijas. A mi me parecía que eso debía ser una
exageración, pero según me contó mi madre, era lo que les decía a sus clientas
cuando iban a tomarse medidas y a los huéspedes y conocidos.
-¡Uy, No sabía que tenía esta hija
pequeña! Creí que solo tenía las otras dos mayores-le decía a la tía Balbina
una clienta cuando iba a que le hiciese un vestido.
-No es mi hija, pero como si lo fuese. Es
mi sobrina, pero de buena gana la cambiaba por una de las mías o por las dos
juntas. Porque vale más, con ser tan pequeña, que las otras dos que no me valen
para nada. No hacen caso a nada de lo que las mando.
Balbina había educado a sus hijas para que
fuesen unas señoritas y solo las pedía que fuesen a por algún recado cuando
necesitaba un ingrediente para la comida o cualquier artículo de mercería para
la costura. Ellas, según me dijo mi madre, pensaban que hacer recados era poco
elegante y que los tenía que hacer siempre la asistenta, aunque la pobre no
diese abasto para todo el trabajo que había que hacer. A mi madre, sin embargo,
como no tenía prejuicios la encantaba ir a comprar todo lo que la encargaba su
tía. Así tenía ocasión de pasear y sentir la brisa del mar, pues al vivir en la
calle Capua al salir del portal ya se veía el mar si se miraba en su dirección.
No recuerdo si mi madre me mencionó el nombre
o el apellido del novio, y más tarde marido, de su prima América. Quizás no me
lo dijese, pero sí me dijo que era muy simpático y que le encantaba hacerla
reír. Ya que a mi madre de niña la pasaba como a mí, de pequeña, cuando algo la
hacía gracia no podía evitar reírse a carcajadas y le daban ataques de risa.
Por esa razón, cuando tenían más invitados además de él, procuraba ponerse
detrás de ellos y que solo le viese mi madre para hacerles burla y que ella se
tronchase a carcajadas. Sabía que no le iba a delatar y que se inventaría
cualquier excusa para no ofender a nadie.
-¿De qué te ríes?-solía reprenderla su
prima Ester que era la más seria-van a pensar los invitados que eres tonta.
-¡Deja a la niña! Ya sabes cómo son los
niños, son tan inocentes que todo les hace gracia- decía su tía.
-Es que, hoy vi, en la playa… algo muy
gracioso…-decía mi madre entre risas para no decir que el novio de América
estaba haciendo muecas.
También me contó mi madre que a veces iba a
pasear por el muro de la playa con América y su novio y en ocasiones veía a
algún vecino del pueblo a quienes también les habían recomendado baños de mar.
Normalmente eran sus conocidos los que la veían a ella y empezaban a alborotar,
para que los viese, de modo muy cómico.
-¡Gelina, Gelina, estamos aquí!-decían los
conocidos pegando saltos sobre la arena y haciendo aspavientos con los brazos
para que ella les viese desde el muro.
-¡Mira, que te llaman los del sabano,
salúdales a ver si dejan ya de hacer el mono!-decía el novio de América.
-¡Calla, sinvergüenza, que te van a oír!-protestaba
mi madre entre risas.
-No he dicho nada que no sea cierto.
¿Acaso no están sobre un sabano grande, en vez de toallas, saltando como monos?
A mi madre no le gustaba hacer daño ni
ofender a nadie, pero a la vez no podía evitar reírse de que llamase los del
sabano a los de su pueblo. Y aunque trataba de disculparlos alegando que eran
muchos de familia y no podían manchar tantas toallas a la vez, el novio de su
prima acabó llamándoles así y bromeando a costa
de ellos cada vez que salían a pasear por el muro de la playa.
-¡Vaya, hoy no están los del sabano! Con la
gracia que me hace verlos gritando y saltando como si hiciese años que no te
ven y tuviesen que decirte algún asunto de vida o muerte.
-¡No seas malo!-le reprendía América-son
niños aún. ¿Qué saben ellos de etiqueta? Solo piensan en divertirse.
-A todos nos gusta divertirnos. Pero nos
secamos en toallas y no gritamos a nadie solo para saludarles. No se dan cuenta
de que siempre están poniendo a tu prima en evidencia.
-¡Déjales que se expresen como quieran
mientras sean niños! Ya tendrán tiempo de cambiar. Mírate a ti que siempre
estas bromeando como si fueses un chiquillo.
A la prima América le gustaba tocar el
piano, pues su madre les había dado a elegir una afición a cada una de sus
hijas y ésta era la que ella prefirió y la servía para amenizar las veladas.
Aunque nunca llegó a ser una virtuosa pianista se divertía tocando piezas
clásicas y canciones de moda. Yo no la conocí porque según nos contó su hermana
Ester vivía en el extranjero, creo que dijo que en Alemania, donde su hija
había conseguido un trabajo de intérprete. Según me contó mi madre era muy
diferente de Ester, pues era más bajita y rellenita, y en lugar de ser rubia y
de ojos azules como ella, era de pelo y ojos castaños. Pero también me dijo que
pese a no ser tan guapa era más alegre y divertida. A quien si conocí de pequeña cuando venía de
vacaciones a Asturias fue a la tía Balbina, era ya tan mayor y estaba tan
delicada de salud, que no podía levantarse de la cama. Aún así estaba muy lúcida
y se alegró mucho de verme pues decía que era exactamente igual a mi madre
cuando tenía mi edad. Recuerdo que pese a estar en la cama llevaba un moño
formado por una trenza que rodeaba su cabeza muy elaborado y su hija Ester nos
dijo que todos los días venía una peluquera a peinarla y tardaba más de una
hora en hacérselo, pues seguía siendo muy coqueta pese a tener más de noventa
años, ya que era mucho mayor que mi abuela. Me contaron una anécdota de cuando
era joven que me hizo mucha gracia, pues se había confeccionado para una fiesta
un vestido de doce metros de tela, con una larga cola como si fuese de novia,
que había visto en un figurín de moda y había causado sensación. Cuando salía
con él a la calle se asomaban todas las vecinas a la ventana para verla y hasta
salían de sus casas para admirarla mejor. Durante una temporada había sido el
centro de atención de todos los sitios por donde pasaba. Así comprendí el
motivo de que a mi madre le gustase tanto hacerme vestidos espectaculares y que
despertasen tanta expectación, pues debía ser afición de familia.
Mi abuela me contó que su hermana Balbina
había sido novia del pintor Evaristo Valle, que era primo lejano de otra rama
de la familia. Pero sus familiares en lugar de anteponer el artículo del, al
apellido Valle, lo había suprimido. Por aquel entonces, como aún no se había
inventado la televisión la gente solía entretenerse en hacer muy largos árboles
genealógicos. No llegaron a comprometerse oficialmente pues él quiso hacer un
largo viaje por las Américas en busca de inspiración y aventuras al estilo Gaugin.
Aunque ella le quería más que a nadie, al ver que tardaba más de un año en volver,
tuvo miedo de que se casase por allí y aceptó en matrimonio al que llegó a ser
su marido. Era un buen hombre y llevaba varios años rondándola, por ese motivo,
aunque seguía enamorada del pintor, aceptó su proposición y le fue siempre fiel.
Como había guardado los recortes de periódico en que se hablaba de él, tanto
los de Asturias como los que le había traído de América, por temor a que su
esposo se pusiese celoso se los dio a mi abuela en una carpeta y ella, después
de muchos años, me los llegó a enseñar a mí. No quería deshacerse de ellos y al fallecer su
esposo, no se los reclamó a su hermana, se conformaba con que se los enseñase
alguna de las veces que iba a visitarla. Cuando me los enseñó ya estaban tan
amarillentos que casi no se le reconocía, pues las fotos de aquella época no
eran de muy buena calidad, sí que recuerdo que ponía que había fundado un
pueblo. No se llegó a casar nunca, pues a la única mujer que había llegado a
querer realmente fue a Balbina. No es de extrañar que ella también siguiese
enamorada de él toda su vida pues cuando observé su autorretrato, de joven
vestido de juglar, en el museo Bellas Artes pude comprobar que además de tener
mucho talento, y ser un personaje tan interesante, era muy atractivo.
Mi madre guardaba muy buenos recuerdos de
Gijón y de su prima América en general. El único recuerdo que no le gustaba de
ella era que se había empeñado en llevarse una trompeta, que tenía mi abuela en
casa, alegando que tenía que ser suya porque era la única de la familia que sabía
tocar música. Pues el tío que habían tenido,
que era gemelo y segundo de a bordo en el barco que capitaneaba su
hermano y tocaba el acordeón, ya había fallecido hacía años. Se trataba de una
trompeta que junto a un tambor habían dejado dos músicos que se habían
hospedado en casa durante las fiestas en una ocasión. Luego, según les dijeron
algunos del pueblo, los habían visto jugando a las cartas y debieron quedarse
completamente desplumados. Al ver que no tenían dinero para pagar el hospedaje
acordado no se atrevieron a volver a por sus instrumentos y su equipaje y se
fueron sin nada en el autocar de la banda. Mi abuela esperó varias semanas para
guardar en el desván las maletas y cuando pasó más de un año al ver que no
volvían los músicos, a reclamar nada, trató de convencer a sus hijos para que aprendiesen a tocar los instrumentos. Ni Kiko,
ni Arturo quisieron ir a aprender solfeo para tocar la trompeta y el tambor, pero sí querían
jugar con ellos. Mi abuela les dejó en principio que jugasen con el tambor a
ver si se aficionaban. El resultado me dijeron que fue desastroso, se hartaron
de hacer ruido por todo el contorno y los vecinos no hacían más que protestar
del alboroto que armaban. Cuando mi abuela quiso poner fin al barullo que
armaban por las calles y darles el
ultimátum para que fuesen a dar clases con un profesor de música o les quitaba
el tambor, éste ya estaba todo abollado y con la piel rajada. Mi madre decía
que al cansarse de que les llamasen la atención debieron de ponerse a saltar
sobre él hasta que lo destrozaron por completo e incluso debieron echarlo a
rodar por las pendientes. El caso fue que lo dejaron tan destrozado que mi abuela
no quería verlo delante, lo tiró a la basura, y no quiso dejarles la trompeta
por si la destruían igualmente.
-¡Mira, tía, lo mejor es que me lo des a
mí que soy la única que sabe tocar un instrumento! Así no volverán a protestar
vuestros vecinos-dijo América a mi abuela.
-Pero esto es una trompeta, no es un
piano-dijo mi madre-y mis hermanos pueden ir a aprender a tocarla.
-Ya dijeron que no quieren… Y a mí me
encantan todos los instrumentos, tiene que ser para mí.
-Ellos todavía son pequeños. Aún no saben
lo que quieren. Quizás quieran más adelante…
-Para entonces, si se la dejas ya la
habrán destrozado como hicieron con el tambor. Y lo que es peor, ya os habrán
puesto de los nervios a vosotros y a todo el vecindario.
Mi abuela acabó cediendo pese a que en el
fondo opinaba como mi madre que lo mejor era guardarlos por si sus hermanos
cambiaban de idea. Pues aunque Kiko no debía tener muy buen oído para la
música, según me dijeron, sé que Arturo sí lo tenía porque a veces le oía
cantar rancheras, cuando yo era pequeña, y lo hacía bastante bien. Como era de
esperar, América tampoco aprendió a tocar la trompeta, y lo más seguro es que
la vendiese pues ni su hermana la volvió a ver nunca más según les contó.
El que llegó a ser el marido de Ester era
un gran idealista que simpatizaba con el
movimiento Marxista Leninista. Tenía mucho mérito que lo fuese, pues quería un
mundo con educación gratuita e igualdad de oportunidades para todos, teniendo
como tenía la carrera de magisterio y la cátedra de historia o de literatura,
mi madre no estaba segura de cuál había sido su especialidad. Se llamaba Luís
Barcena y durante la guerra estuvo al mando de un batallón republicano. Él fue
quien alertó a mis abuelos del peligro que corrían al vivir entre dos polvorines:
el de la mina de Carrio y el del Pozo Barredos. Ofreciéndoles los contactos para
que pudiesen refugiarse en Francia y así, que al menos, se salvasen las mujeres
y los niños. También es posible que fuese quien facilitase los trámites para
que las primas, por parte de padre, Chelo y Gloria, pudiesen embarcarse hacía
Rusia, aunque solo llegase a embarcarse la mayor y la pequeña se escapase
inesperadamente antes de subir al barco. Esto no es muy seguro, porque mi madre
era muy pequeña y esos asuntos tan delicados no se hablaban delante de los
niños.
Mi madre
reconocía que el marido de Ester tenía muy buenas cualidades, pero que en
realidad no le caía muy bien, y que siempre estaban discutiendo por ideas
políticas pese a que ella era una niña pequeña. A él le parecía que el mundo
solo sería justo si se repartiesen todos los bienes materiales y desapareciesen
el hambre y el egoísmo. Mi madre, por su parte, pensaba que sería injusto que se
quitase a la gente lo que habían conseguido con su propio esfuerzo, o el de sus
antepasados, para dárselo a los vagos. Aún así, le parecía que él era uno de
los pocos idealistas sinceros que había conocido, aunque un poco fanático de
sus ideas. Por ese motivo, en una ocasión en que había formado parte de un
jurado examinador para conceder una beca a la que se había presentado mi tío
Alfredo, el mayor de los hermanos de mi madre, no se la concedió. Según me
contó, los demás examinadores le habían elegido a él y opinaban que era el
mejor preparado pues se trataba de una beca para estudiar derecho y se sabía
gran parte de los artículos del código civil. Tanto era así, que cuando alguien
del pueblo tenía algún juicio y no tenía dinero para pagar a un abogado le
llamaban a él. Se preparaba tan concienzudamente y con tan razonada defensa que
solía ganar todos los juicios en los que defendía a un acusado. En aquella
época estaba permitido que quien quisiese hiciese de abogado aunque no tuviese
el título, pues en teoría, se suponía que sus conocimientos de las leyes no serían
tan completos y que difícilmente lo ganarían. El caso es que insistió en que le
diesen la beca a otro de los opositores alegando que a Alfredo le podrían pagar
sus padres los estudios si se organizaban mejor, mientras que al que se la
dieron no tenían ni para comprarle unos pantalones nuevos. Cuando se enteraron
mis abuelos, por supuesto, no les hizo ninguna gracia. Pero a quien peor le
sentó fue a mi madre que no pudo evitar el echarle en cara su decepción ante
tal injusticia, pues al tratarse de un pueblo pequeño se enteraron de todos los
detalles hasta de los más nimios, y a nadie le había parecido razonable que no
le diesen la beca al mejor dotado.
-¿Cómo fuiste tan injusto? Ya nos dijeron
que por tu culpa no le dieron la beca a Alfredo que era el mejor.
-No fue por mi culpa. Fue porque el otro la
necesitaba más. ¿No veis que el pobre tuvo que presentarse con los pantalones
tan rotos que daba pena verle? Mientras que Alfredo iba mejor vestido que los
mismos catedráticos.
-¡Si su madre se los hubiese cosido en vez
de pasarse todos los días cotilleando por las calles, con sus vecinas, también
los llevaría cosidos! Y la beca no era para pagar la ropa del más necesitado,
sino para pagar los estudios al mejor estudiante.
Cuando la prima Ester nos visitó en Madrid
nos contó el misterio que envolvió la muerte de su marido. Al oírla sentí mucho
coraje, pues a pesar de la opinión de mi madre, a mí me parecía admirable que
hubiese sido tan idealista, pese a su fanatismo. Sucedió que cuando terminó la
guerra civil, y su bando la perdió, casi todos sus compañeros huyeron al
extranjero. Sin embargo, él que había ayudado a tantos a que se exiliasen a
donde pudiesen comenzar una vida nueva y a salvo, no quiso marcharse. Podía
haberse refugiado en la URSS o embarcado rumbo a Argentina, Perú o cualquier
país de América, donde deseaban subir el índice de alfabetización. Allí eran
bien recibidos todos los catedráticos o licenciados independientemente de las
ideas políticas que tuviesen. Aún así, prefirió quedarse en España, sabía que
tendría problemas pero que su país le necesitaba y a pesar de haber perdido la
guerra le permitirían volver a su trabajo, a seguir con sus clases. En
principio, parecía que pese a haber sido contrario al régimen
político ganador en su caso hicieron una excepción y dado que necesitaban
maestros no le aplicaron represalias. Pero Ester nos dijo que la muerte de su
marido, a ella, le pareció muy sospechosa. Nos contó que la noche anterior
había tenido un sueño premonitorio, pues ella al igual que mi abuela era muy
aficionada a interpretar los sueños, no lo recordaba con exactitud pero sí que
auguraba malos presagios. Al medio día se presentaron en su casa dos hombres
que decían venir a buscar a su marido para darse un baño en la playa. Según nos
contó, nunca los había visto y solía conocer a todos sus amigos. Le avisó,
discretamente, que no fuese, que tenía un mal presentimiento y él les comentó
que prefería dejarlo para otro día porque le había sentado un poco mal la
comida. Pero ellos siguieron insistiendo hasta que consiguieron llevarle en
compañía. Ester trató de disuadirles a la vez que intentaba disimular el pánico
que estaba sintiendo. Pero todo fue en vano, y se quedó muy preocupada en casa
recogiendo la mesa y la cocina.
-¿Qué tal si lo dejamos para otro día? Es
que hoy no me ha sentado muy bien la comida. Me gustaría reposarla y ya iremos
a nadar otro día, cuando queráis.
-¡No, tiene que ser hoy! ¿Cómo no vas a
venir con nosotros después de haber venido a buscarte hasta aquÍ?
-¡Venga, anda, ya se te pasará lo de la
comida en cuanto te dé el aire! Tienes que demostrarnos que eres tan buen
nadador como dicen.
-Ya os lo demostrará otro día. Y si
avisáis con antelación puedo ir a acompañaros. Hoy mejor nos quedamos en casa,
que tengo mucho que hacer-les dijo Ester.
-Quédese tranquilamente. Este es un baño
para hombres. Y nadie mejor que él para indicarnos por donde debemos ir.
Vayamos cuanto antes.
Al caer la tarde, vinieron dos guardia
civiles a decirle la terrible noticia, el
cuerpo de su marido había aparecido en el acantilado, a continuación de la
playa de san Lorenzo, ahogado a consecuencia de un corte de digestión. No
quisieron escuchar ni sus sospechas, ni sus preguntas sobre los dos individuos
que le habían venido a buscar y que nunca más volvió a ver, ni siquiera en el
funeral o el entierro. Dijo que en los periódicos achacaron su muerte al
dichoso corte digestivo y nadie quiso investigar lo sucedido, pero siempre
sospechó que le mataron por temor a que inculcase sus ideas a los alumnos y que
algún día volviesen a rebelarse contra el gobierno. Afortunadamente, para no
darle más repercusión mediática y que el incidente pasase desapercibido a Ester
y su hijo no les causaron ningún otro daño que el de seguir viviendo con la
sospecha y el dolor de que hubiesen asesinado a su esposo.
La prima de mi madre Ester tenía muy buenas
cualidades: era bastante atractiva, inteligente y amena. Pero tenía un problema
de actitud que la impedía disfrutar de ellas, pues era muy competitiva y a
juzgar por todas las anécdotas que me contó mi madre siempre lo había sido.
Había competido con su hermana por el cariño de su madre, quien en la vejez
añoraba mucho a su hija América por haber sido siempre más cariñosa y alegre.
Incluso quería competir por el cariño de su hijo con su mujer, y siempre que
hablaba por teléfono con mi madre se empeñaba en sacar a relucir defectos que
parecían existir solo en su imaginación. Por esa razón, dejaron de tratarse,
pues mi madre aborrecía que insistiese en compartir sus quejas injustificadas y
sus opiniones sobre los defectos imaginarios que solo ella conocía y mi madre
no deseaba conocer.
Mi madre me contó que Ester siempre quería
tener la razón en todo, incluso en las tonterías, y se las tomaba tan en serio
que a veces la dejaba por imposible y le daba la razón aunque no la tuviera
para dejar zanjado el asunto. En una ocasión, quiso mi abuela darle un cesto de
cerezas de la huerta para que, si no las quería ella, se las llevase a su
hermana y a su madre y se puso a discutir tan empecinadamente en que todas las
cerezas tenían gusano que al final no se las dieron. Luego se enteraron de que
la habían llamado la atención, y se habían enfadado en su casa, porque a ellas
les encantaban y les hubiese gustado que las llevase para el postre y para
hacer mermelada.
-Me encantan las cerezas, pero es una
tontería llevarlas, porque todas tienen cocos. No hay una que no lo tenga y me
da un asco cuando las estoy comiendo que me muero…-Dijo Ester.
-¡Éstas no, las cogió ayer mi padre del
árbol y están deliciosas! Pruébalas ya verás qué ricas están.
-¡No, que ya estoy harta de probar las del
mercado y siempre tienen gusano! Lo mismo da que sean más caras que más
baratas, todas tiene cocos o gusanos…¡Como los quieras llamar!
-Eso es porque tardan en venderlas. Y en
cuanto se pica una, las demás van detrás. Pero nosotros las comemos o las
cocinamos enseguida y no les da tiempo a picarse. Prueba, ya verás qué buenas
están…
-¡Ay no, por nada del mundo volveré a
probarlas! No sabes la de cerezas que probé y que tuve que escupir porque
tenían gusano. Me encanta su sabor, pero no las puedo ni ver.
-¡Bueno, pues llévaselas a tu madre y a tu
hermana!
-No, que seguro que tienen gusano y me
muero de verlas…
La tía Balbina también le había dado a
elegir a Ester para que estudiase alguna afición, que le gustase especialmente,
para que emplease su tiempo cultivándola una vez que la hubiese aprendido. Y como era más practica que su hermana eligió
el bordado. Así que su madre la llevó a dar clases al taller de bordado más
prestigioso de Gijón por aquella época. Aprendió a realizarlo con gran
destreza, pero en una ocasión en que mi madre estuvo pasando unos días en su
casa y aprovechó para bordarse una blusa en su compañía, y se dejó el bastidor
en la sala de costura sucedió algo muy curioso. Una de las clientas de su madre
que había acudido a encargarle un vestido lo observó y quedó fascinada,
despertando la envidia de Ester que también estaba presente.
-¡Pero qué finura de bordado! Si no se
notan las puntadas. Nunca había visto nada igual. ¡Qué perfección! ¿Lo has
hecho tú o tu hija?
-¡Oh, no, ha sido mi sobrina, que borda
mejor que nadie! Tiene unas manos prodigiosas…
-¡De eso nada, yo bordo mejor que ella, que
para eso aprendí en el mejor taller de bordado de todo Gijón!-protestó Ester y
se dirigió a la clienta esperando su opinión-¿Lo conoce usted?
-Sí y es muy prestigioso. Yo les encargué
que me bordasen varios juegos de cama y de mesa y quedé muy satisfecha. Pero
nunca había visto ni siquiera en ese taller un bordado tan fino como el de la
blusa que está bordando esta joven.
-Es lo que digo yo. Nadie borda mejor que
mi sobrina Gelina.
-Bueno, es que el mío aun no esta
terminado. Pero tiene que ser mejor porque aprendí en un taller mejor que ella.
-Eso no tiene nada que ver. El bordado suyo
tampoco está terminado pero ya se ve que es el mejor-dijo Balbina-.Tu prima
como es más joven tiene mejor pulso y mejor vista que tú y por eso lo hace
mejor. Además, pienso que quizás hubiese sido mejor que aprendieses en el
taller de tu tía Luz, así quizás, lo harías tan bien como Gelina y me hubiese
costado mucho menos dinero tu aprendizaje.
Era una pena que Ester siempre se estuviese
comparando con alguna persona, incluso cuando estaba en inferioridad de
circunstancias, pues hubiese sido más feliz si se hubiese conformado con
disfrutar de sus buenas cualidades. Cuando yo la conocí pensé que la tristeza que
la ensombrecía se debía al hecho de haberse quedado viuda tan joven, pues sus
palabras reflejaban que había querido y admirado mucho a su marido. Pero las
anécdotas que me contó mi madre reflejaban que era su carácter lo que hacia
empalidecer su encanto. Se veía que no la bastaba con ser atractiva, quería
serlo más que cuantas se cruzasen en su camino y eso no siempre era posible. En
una ocasión, cuando mi madre ya había superado el accidente y caminaba con
normalidad, se encontró mientras paseaba a un huésped de mi tía Balbina que
siempre se hospedaba en su piso cuando iba a Gijón. Como era viajante pasaba
temporadas cortas y a cada cierto tiempo volvía de nuevo. No había vuelto a coincidir
con mi madre desde que era una niña, pero sí se había enterado del accidente
que había padecido y de la convalecencia que había tenido que superar. Por esa
razón se había imaginado que tanto sufrimiento habría acabado con su alegría y
con su gracia, pues apenas la conocía, y se llevó una grata sorpresa al verla
tan contenta y tan feliz como siempre la había visto. Fue tal su sorpresa que
se deshizo en halagos al reconocer a mi madre y cuando se encontró con Ester,
varias semanas después, volvió a repetirlos todos y quizás alguno más. Eso no
lo podía saber exactamente con todo detalle mi madre, porque no fue su prima
quien se lo contó, sino el mismo huésped al que volvió a encontrar poco tiempo
después mientras paseaba.
-¿Sabes que hace dos semanas estuve en
Gijón visitando unos negocios y que cuando volví a ver a tu prima Ester y la
dije lo guapa que te habías puesto que casi me pega?
-¡Home va! Estás de guasa, que yo sepa mi
prima nunca se pegó en la vida con nadie-dijo mi madre riéndose de la
ocurrencia del huésped-¿No iba a hacerlo precisamente contigo y menos por una
tontería tan grande? Nadie quiere que sus primas sean feas… ¿Iba a quererlo
precisamente ella que siempre tuvo fama de ser tan guapa…?
-¡Pues como te lo digo! Cuando la dije que
ahora eras más guapa que ella cuando era joven, me dijo: que de eso nada, que
ella era mucho más guapa que tú. Tuve que defenderte a capa y espada. Porque no
hay nada que más me fastidie que el que me lleven la contraria cuando tengo
razón. Si yo digo que tú eres más guapa ¿Quién es ella para llevarme la
contraria?
-¡Bueno, hombre, cada uno puede tener sus
gustos! No me parece que merezca la pena discutir por eso.
-¡Pues precisamente por eso discutí! Si yo
digo que tú me pareces más guapa, ella no tiene por qué llevarme la contraria.
Yo soy el que mejor sabe quién le parece más guapa o no.
-¡Bueno, gracias! Pero no se lo tome tan
en serio. No merece la pena.
-¿Cómo que no? ¿Sabes qué razones alegó
para decir que era más guapa que tú? Pues me dijo que era porque tenía el pelo
más rubio y sus ojos eran azules mientras los tuyos castaños. Ahora que yo la
callé la boca diciéndola que eso daba igual, que el brillo que tienen tus ojos
no los tienen los suyos por muy azules que sean, y que lo más bonito de unos
ojos no ye el color sino lo que
expresan. Y que la sonrisa tan natural y alegre que tienes tú no la tuvo, ni la
tendrá ella, en la vida.
-¡Madre mía, con qué buenos ojos me ve!
Pero, de verdad que no debería discutir por algo así.
-¿Cómo que no? ¿Iba a salirse con la suya
una presumida así? Pues siguió porfiando y diciendo que a todo el mundo le
gustan más las rubias de ojos azules que las castañas menos a mí. Pero la dejé
sin palabras cuando la dije que estaba muy equivocada, que también los nazis
eran casi todos rubios y de ojos azules y sin embargo no gustaban a casi nadie.
Entonces la dejé tan desarmada que dijo que si la comparaba con los nazis
entonces ya no quería volver a hablar nada más conmigo.
-¡No me extraña! ¿Sabías que su marido
luchó con el bando republicano y comandó un batallón de combate?
-¡Qué va, estás equivocada! Su marido era
catedrático en el instituto de Gijón.
-Era
las dos cosas. Por eso no se exilió cuando terminó la guerra. Le habían dicho
que en España necesitaban profesores y no quiso marcharse ni a La U.R.S.S. ni a
ningún otro lugar.
-Si lo llego a saber no la hubiese dicho
lo de los nazis. Pero mantengo lo dicho de que tú eres mil veces más guapa que
ella. Y sobre todo ahora que has crecido y ya eres toda una mujercita mientras
que ella ya va hacia atrás.
Mi madre tenía otra tía que también vivía
en Gijón, además de Balbina. No sé su nombre porque no la llegué a conocer, ya
que murió bastante joven y aunque era muy querida por mi abuela y por ella no
recuerdo que me lo dijese nunca. Trabajaba con grandes bloques de hielo, que
era lo que se usaba por aquel entonces para conservar el pescado y marisco, y
usaba tanta lejía para desinfectar los recipientes que acabó muy pronto con su
salud y apenas tenían tiempo para pasarlo juntas. No obstante, casi siempre que
iban a visitar a Balbina se pasaban por el mercado a verla, pues tenía un
puesto de pescadería donde vendía los productos que pescaba su marido y que no
llegaba a vender en la rula, y los que compraba allí a muy buen precio. Solían
llevarle frutas de la huerta y embutidos de la matanza que hacían por San
Martín y ella cuando ya se iban para el pueblo las mandaba que se volviesen a
pasar por su puesto del mercado y las devolvía la cesta que la habían llevado
llena de pescados y mariscos selectos de la mejor calidad. Era todo un lujo,
pues no se limitaba a regalarlas xardas o sardinas y mejillones, lo mismo las
metía una langosta con percebes y merluza, que calamares con bogavantes o
bígaros, e incluso angulas que siempre fueron considerados manjar de ricachones
y tenían un precio desorbitado. Se ponía tan contenta al verlas y ver las cosas
que la llevaban que todo le parecía poco para ellas. Además, mi abuela no solo
la llevaba productos alimenticios, como sabía que también la gustaba leer,
solía llevarla alguna novela y algún vestido para que estrenase cuando era
ramos o por navidades. O algún jerséi de punto de lana, que abrigase mucho,
para su marido.
-Te he traído una novela forrada de
periódico entre las manzanas. No le quites el forro delante de la gente porque
está prohibida-le decía mi abuela por lo bajini-. Me la vendió en secreto la
librera del pueblo que consiguió unos pocos ejemplares antes de que la censura
obligase a que la retirasen de la venta. Se titula Lucrecia Borgia y es la
historia de la hija de un papa.
-¿Entonces no podré leerla aquí? ¿Qué me
pasaría si me viesen los guardiaciviles?
-¡Tú no le quites el forro y léela donde
quieras! Si te preguntan qué lees, diles: si es un hombre que es de Corín Tellado
y si es una mujer que es de Marcial Lafuente Estefanía, así no querrán saber
nada más del asunto.
-¡Cómo eres!-la decía su hermana riéndose-.
Pero ya sabes que tengo poco tiempo para leer, aunque me encanta, igual cuando
vengas la próxima vez todavía no la he terminado aún.
-No te preocupes. Esa, como es mía, puedes
quedártela todo el tiempo que quieras. Además, como está prohibida no la puedo
llevar a cambiar. Solo puedo prestarla a la gente de confianza o volver a
releerla.
Por
lo que me contó mi madre el motivo de que se pusiese tan contenta al verlas
llegar no era solo por los regalos que la solían llevar, ni por las novelas que
la llevaba, era porque siempre intercambiaban anécdotas y si no había mucha
gente pasaban un rato muy agradable riéndose de cuantas peripecias hacían los
hijos. No sé cuántos tenía la tía de mi madre, no recuerdo que me lo mencionase
nunca, pero sé que tenía por lo menos uno, pues le contó a mi madre una
historia muy bonita que la sucedió cuando él era un recién nacido. Sucedió que
estaba en la barca con su marido, acompañándole mientras él preparaba los
aparejos de pesca, cuando el niño se puso a llorar porque tenía hambre y ella
pensando que no la veía nadie se puso a darle de mamar. Para su sorpresa,
cuando terminó vio que un señor les hablaba desde el muelle y quería hablar con
ella, pues les había estado observando. Se trataba de un pintor madrileño que
estaba pasando unos días en Gijón, por prescripción médica, para curar sus
afecciones respiratorias. A ella le entró tal vergüenza que no quiso ni hablar
con él. Pero su marido, que estaba presente, quiso saber qué pretendía aquel
desconocido y le permitió que explicase su aparente impertinencia. Les contó
que llevaba varios meses buscando una modelo que pudiese posar para él, con un
niño, a fin de que pudiese pintar una virgen que le habían encargado para una
capilla. Y hasta ese momento no había encontrado a nadie cuya belleza le
pareciese tan recatada y virginal como la de la tía de mi madre. Al principio,
se negó en rotundo a posar ante nadie con un pecho desnudo, pues si en aquel
momento se había descubierto era porque pensaba que solo podía verla su marido.
Pero él, que por lo visto era muy creyente y le gustaba rezar para tener buena
pesca y volver sin muchos contratiempos la convenció para que aceptase siempre
que el pintor les pagase con otro cuadro de la virgen que pintase para ellos.
-Pintar un cuadro al óleo es un trabajo que
lleva mucho tiempo. Si se quiere que sea un trabajo digno. Y yo solo puedo
quedarme aquí unos pocos días más. Pero si puedo hacer varios bocetos a lápiz y
entregaros, entre todos ellos, el que más os guste.
-Bueno, si son bonitos y se parecen a mi mujer
y mi hijo, aunque no sean en color nos puede servir.
-Creo que no puedo. Si veo que me están
mirando no podría posar-decía poco convencida la tía de mi madre.
-Yo
estaré a tu lado-dijo el marido-¿No querrás que se queden sin la virgen con en
niño en la capilla que se la han encargado a este señor? Y a nosotros nos
serviría para poder rezar desde casa, cuando voy a salir de pesca, sin
necesidad de tener que ir hasta la iglesia ¿no crees?
Al final, posó para los bocetos del cuadro
y la dio a elegir uno de ellos. Lo que no sé es de qué pintor se trataba,
porque la tía de mi madre sentía tanto pudor que no le hizo ninguna pregunta y
se quedó con un mar de dudas. Sé que no era Evaristo Valle, el que fue novio de
Balbina, porque no era asturiano. Tampoco pudo ser, por la misma razón, el
escultor Sebastián Miranda. Aunque es muy posible que tanto ella como su marido
estén reflejados entre los 156 personajes que forman parte del Retablo del Mar
que se exhibe en el Museo Casa Natal de Jovellanos. No tengo ningún dato que lo
corrobore y mi madre no me habló de dicho retablo, pues ella debía de vivir ya
en Madrid cuando el escultor se dedicó a dibujar los retratos de los pescadores
y gentes de Cimadevilla. Pero teniendo en cuenta sus profesiones y que eran
contemporáneos de aquella época lo más seguro es que formen parte de tan
admirable retablo.
A Balbina, su hermana también solía
regalarla algún pescado o marisco y hacerla descuento cuando iba a verla. Pues
todas las semanas o se pasaba por el puesto para comprarla pescado o enviaba a
alguna de sus hijas o a la asistenta a comprarlo. Y aunque también la quería,
no se ponía tan contenta al verla como lo hacía con mi abuela y mi madre. No
era de extrañar, pues se creía con derecho a decidir en la vida de su hermana
por el hecho de ser mayor, y siempre estaba tratando de convencerla para que
dejase el trabajo de pescadera y se uniese a ella en su taller de modista. No
lo hacía por mal, pues estaba convencida de que su trabajo era más descansado y
saludable, aunque también tuviese sus fatigas sobre todo en las vísperas de
fiestas y de temporadas. No tenía en cuenta que a su hermana la gustaba más su
trabajo, por duro que fuese, porque había heredado de sus padres y de sus
abuelos el amor a la mar. Por tal razón, no la importaba tener que madrugar y
pasar frío, pues pensaba que solo por ver los coloridos amaneceres, de variados
tonos pastel, merecía la pena. E incluso cuando llovía o estaba el cielo nublado
para ella no era ningún disgusto tener que salir a trabajar porque adoraba
sentir la brisa del mar en la cara y que la llenase de euforia, fuerza y
energía al penetrar por todos los poros de su piel. Pero sobre todo, la
encantaba ver los anocheceres llenos de intensos colores anaranjados, rojizos o
violetas proyectados entre las nubes y bailando entre las olas de la mar. Ni
siquiera dejaba de atraerla, aunque la temía, cuando los rayos y los truenos
hacían imposible la salida a pescar. O en el peor de los casos, sorprendía a su
marido en plena tarea con sus temibles embates. Siempre tenía la fe y la
esperanza de que tras la tempestad volvería la calma y no la importaba ver cómo
su salud se iba resintiendo.
-¡Cómo me gustaría que vivieseis más cerca
para que nos viésemos más a menudo!-les decía a
mi madre y mi abuela.
-¡También a mí!-la decía mi abuela-pero
cada uno tiene que estar donde está su destino. Por lo menos tienes a Balbina
cerca. Que seguro que os prestará veros todas las semanas, como me dice ella
que soléis hacerlo.
-No creas que nos vemos tanto. La mayoría
de las veces manda a sus hijas, o a alguien, que venga en su lugar. Y si
quieres que te diga la verdad, casi lo prefiero, porque la mayoría de las veces
se pone a discutir y a decirme que tengo que dejar este trabajo y que ir a
trabajar para ella. Como si a mí no me gustase mi trabajo y prefiriese pasarme
el día cosiendo.
-¡Bueno, ella no te lo dice por mal! Cree
que para la salud es mejor, aunque cuando uno tiene demasiados encargos a veces
hay que pasarse la noche en vela cosiendo y acaba doliendo el cuello y la
espalda… Tú si no quieres… dile que cada uno tiene que atender sus asuntos y ya
está.
-¡Ese es el problema! Que ella no quiere
escuchar mis razones y siempre está insistiendo en lo mismo y ya me ofende
porque a veces se pone a discutir delante de la clientela y la tengo que hacer
callar para que no me las espante.
-¡Ah no, pues eso hay que dejárselo bien
claro! Que te diga lo que quiera cuando estéis solas pero que los clientes no
te los espante.
-No es que quiera espantarlos. Es que
empieza a decir que este trabajo me va a matar y cosas semejantes.
-¡Pues ella que se preocupe del suyo! Ya
se lo diré yo cuando la vea.
-¡No, si ya se lo digo yo! Cuando me lo
dice ante las clientas siempre la digo: ¿Y dónde ibas a comprar tú, sino
estuviese yo, un pescado y un marisco más fresco, más bueno y más barato? Y ahí
siempre me dan la razón los presentes pues la gente me aprecia mucho.
-¡Pues eso es lo importante! Pero, sí
tiene razón en que debes cuidarte mucho. Y procurar abrigarte para que no cojas
mucho frío.
Todos los recuerdos de Gijón que mi madre
tenía, de cuando era joven, eran en su mayoría alegres y agradables. También se
podría decir que las veces en que visitó la playa y la ciudad en su madurez
fueron siempre interesantes, y a veces divertidas, pues la gustaba visitar el
rastro y cuando vivíamos en Madrid y veníamos de vacaciones siempre pasábamos
algún día visitando a los familiares y bañándonos en la mar. Nuestro tío Julio
el hermano de mi padre que trabajaba en la estación de trenes de la Camocha, a
las afueras de Gijón, nos enseñaba a hacer sidra dulce artesanal y era muy
simpático y divertido. Tenía un piso con su mujer y su hija a quince minutos
andando de la playa de San Lorenzo y era tan bromista que hasta mi madre se
reía un montón con él.
Recuerdo
en una ocasión en que conocí, en el paseo de la playa, a un chico varios años
mayor que yo y como no se dio cuenta de que mi madre estaba sentada en un banco
a mi lado, empezó a querer ligar conmigo. Ella permaneció callada hasta que él
me preguntó la edad y yo que tenía solo catorce años y no quería que pensase
que era una niña empecé a contestarle con evasivas. En ese momento se metió en
la conversación y terminó contándole toda mi vida. Yo me enfadé mucho, pues
odiaba que mi madre sacase a relucir mis buenas cualidades y me fui a bañar con
mi hermano mientras ella se quedó charlando con el chaval. Cuando regresé
todavía seguía contándole anécdotas sobre mí. Pero yo me despedí de él y le
hice ver que al día siguiente nos volvíamos a Madrid y ya no volveríamos a
vernos.
-¡Oye, eres tú quien está leyendo La
Nave?-Me preguntó el desconocido mientras yo me secaba tras darme un baño.
-Si, es mía la novela. Me la dio mi tío.
¿Verdad, Jose?-Pregunté a mi hermano que se estaba secando a mi lado. Por si el
intruso alegaba que era suya.
-Sí, nos la dio nuestro tío Arturo.
-Es que es la primera vez en mi vida que
veo una chica tan guapa leyendo ciencia ficción. ¿Te gusta?
-¡Pues claro! Si no, no la leería. Pero si
la has leído tú, no me cuentes el final, que voy por la mitad y me gusta que me
sorprenda.
-¡Estoy impresionado! Nunca imaginé que a
una chica tan guapa le gustase una novela así.
-¡Vale, ya me ha quedado claro que te
parezco guapa, no hace falta que lo repitas más-le dije con indiferencia, pues
estaba acostumbrada a que me lo dijesen y lo aborrecía, sabedora de que tenía
cualidades más importantes para mí.
-Me lo pareces a mí y a toda la gente que
pasa por el paseo. ¿O no te has dado cuenta de que todas las personas que pasan
se paran a mirarte? Pero lo que a mí me gustaría es saber tu opinión sobre lo
que has leído de la novela.
-Pues hasta que no la termine no me
formaré una idea concluyente, porque no sé si me decepcionará su final o si
estará a la altura de lo leído.
-Me pareces una chica muy inteligente.
¿Cuántos años tienes?
-¿Y eso qué importancia tiene? Yo no
pienso preguntarte los tuyos. Me da igual. No creo que la edad sea importante
para que te guste un tipo u otro de literatura. Sino más bien la cultura, los
gustos o la educación de la persona.
-Eso pienso yo. Por eso lo preguntaba,
porque creo que los gustos dependen mucho de los estudios que haya cursado una
persona. ¿En qué curso estás?
-Yo cuando hablaba de cultura no me
refería ni a títulos, ni a niveles oficiales. Porque sé que el sistema
educativo no es eficaz y la gente suele olvidarse de todo lo que ha aprendido
una vez que aprueba los exámenes. Me refería a la cultura y educación
autodidacta. La que se aprende por gusto y no se olvida nunca.
-Seguro que te diste cuenta de que la
novela es una crítica del racismo ¿verdad?
-Bueno, yo creo que más bien es una crítica
sobre las minorías dirigentes que utilizan el conocimiento para manipular a las
masas ignorantes.
-Eso también. Se podría decir que es una
visión más profunda. Creo que debes ser muy buena estudiante. ¿A qué curso vas?
-No creas que soy tan buena estudiante.
Los estudios oficiales me aburren. Prefiero aprender por mi cuenta. Y ya que
tienes tanto interés en saber a qué curso voy te diré que he cursado quinto de
ciencias.
-¡Quinto de ciencias! Y yo que creí que
como mucho estarías en C.O.U.
-Me parece que ha habido un mal entendido.
Ya me ha sucedido alguna vez. Y es que cuando digo quinto de ciencias no quiero
decir quinto de Biológicas. Que es lo que se suele decir cuando estás en la
carrera. Sino quinto de Bachiller. Y como siempre que se dice, a continuación,
te preguntan si eres de letras o de ciencias yo lo digo de antemano para evitar
la pregunta. ¿O acaso tú no me lo hubieses preguntado?
-Sí, tengo que reconocer que te lo habría
preguntado. Aunque por tus gustos ya se ve que tu inclinación debería ser a las
ciencias. Así que tendrás unos quince o dieciséis años. Pues no creo que hayas repetido ningún curso.
-¡Más o menos! ¿Qué más da?
-¡De eso nada!-intervino mi madre-solo
tiene catorce. Porque como los cumple a finales de año puede cursar los
estudios con un año de adelanto. Y sí sería buena estudiante si quisiera, me lo
dijeron siempre todos sus profesores cuando hablé con ellos, pero como es muy
vaga y solo la gusta leer y hacer lo que ella quiere no lo es tanto como
debiera….
-Mamá a este chico no creo que le interese
mi vida así que no hace falta que se la expliques. ¿Verdad?
-Sí, sí me interesa. Ya te dije que nunca
había conocido una chica como tú.
-¡Pues lo siento, pero yo me voy ahora
mismo a darme otro baño y a coger mejillones! ¿Te vienes, Jose?
-Sí, venga, vamos a coger mejillones. Que
son muy pequeños, pero molan un montón.
Durante más de una hora o quizás dos estuve
en las rocas que había a continuación de la ría del Piles. Entre mi hermano y
yo cogimos una veintena de mejillones tan pequeños que apenas medirían dos o
tres centímetros. Pero que al día siguiente le mandé a mi madre que me los
preparase, en Madrid, con muy poco arroz. A mí me supieron deliciosos, pero
nadie de mi familia los quiso probar. Incluso mi madre y mis hermanos quisieron
disuadirme de que los comiese alegando que me podía intoxicar y morir como le
había sucedido a un jugador de fútbol del Real Madrid. Afortunadamente no me
intoxiqué y me comí todos los mini-mejillones.
Cuando regresamos de las rocas con nuestra
bolsa de moluscos mi madre seguía hablando con el chico muy animadamente. Él la
escuchaba con mucha atención y se llevó una desagradable sorpresa cuando le di
a entender que no volveríamos a vernos.
-¿Todavía sigues contándole mi vida a este
chaval?-dije en tono enfadado.
-Sí, tu madre es muy simpática. Espero que
nos volvamos a ver mañana. Hoy ya se me hace un poco tarde.
-¡Pues no creo que se te arregle! Porque
mañana a estas horas estaremos en Madrid.
-¿Y cuando volveréis a venir a Gijón?
-¡Cualquiera sabe! Pero seguro que por lo
menos tardaremos un año.
-¿Te gustaría escribirme?
-Mira, no tengo dónde escribir tu
dirección, y tampoco tengo mucho que decirte. Lo único que sé es que has leído
la Nave. La que puede que te conozca mejor es mi madre, pero ella suele estar
muy ocupada… ¡Hasta la vista!
-¡Hasta la vista!