Retratos por Mar Cueto Aller
RECUERDOS DE MI
MADRE
Capitulo III
SOLIDARIDAD
FRANCESA
La marcha hacia Francia resultó larga y pesada. Tuvieron que cruzar casi
todo el país hasta llegar a Lyon, que era la región donde les acogieron. Cuando
llegaron a media tarde, sin apenas haber tenido tiempo para conseguir algo que
comer, pues habían salido de noche en medio de un caos de violencia y
destrucción, las autoridades francesas les mandaron ponerse en fila para darles
de merendar. Según me contó mi madre les hicieron formar dos grandes filas, una
para las mujeres y otra para los varones. No entendían cuál era la razón, hasta
que pasado un largo período de tiempo tras cruzar el control y reencontrarse de
nuevo vieron que a las mujeres les habían entregado un bocadillo de chocolate y
a los varones uno de queso azul. Mi madre que aborrecía el chocolate hasta el
punto de que cuando estaban en el pueblo se lo solía cambiar por uno de queso
cabrales a sus amigas, a las que les gustaba más el suyo, decidió intentar que
se lo cambiasen.
Se acercó al lugar donde le habían entregado el bocadillo de chocolate
para devolverlo, pero no se lo admitieron. Le dijeron en francés que se lo
guardase para más tarde si no tenía hambre. Ella como no entendía muy bien el
idioma no supo hacerse entender, pero decidió colarse por entre medias de las
cintas que controlaban las filas. Se colocó en la del reparto de bocadillos de
queso. Era la única niña. No le importaba, lo que pretendía era que le
cambiasen el bocadillo por el que a ella le gustaba. Ya estaba a punto de
conseguirlo cuando uno de los repartidores la cogió del brazo y la llevó donde
tenían los bocadillos para niñas y mujeres y le entregó otro de chocolate. Ella
les enseñó el que ya tenía, pero le dijeron que se lo guardase para más tarde,
por si tardaban en volver a repartir comida. No supo hacerse entender, aunque sí
entendió lo que le decían y vio que no le quedaba más remedio que
conformarse con lo que le había tocado.
-“¿Qué, diéronte el bocadillu de
quesu?” -le preguntó su hermano Kiko.
-¡Qué va! Cuando ya me lo iban a dar, me condujeron otra vez a la fila
del chocolate y, aunque les enseñé que tenía ya uno, me dieron otro igual.
-¡Ya ves! Aquí no puedes andarte con remilgos. Si no quieres taza…pues
taza y media -le dijo riendo su hermano.
Como eran muchos los refugiados acogidos, les dijeron que tenían que
colaborar en los trabajos y organizaron unas listas para que se repartieran las
tareas equitativamente. A mi abuela le
tocó colaborar en la cocina a los pocos días de llegar. Desafortunadamente,
cuando se disponía a cumplir su turno se puso muy enferma con fiebre y catarro,
por lo que envió a mi madre a sustituirla. Al ver que era todavía una niña le
dijeron que no era necesario, que ya se arreglarían, pues los niños estaban
exentos de todo trabajo o tarea. Ya la iban a enviar con las demás niñas cuando
vieron que era más fácil entenderse con ella que con las señoras a las que les
resultaba más difícil entender el idioma y hablarlo. Le dijeron que si quería
podía quedarse de intérprete y acompañar a las mujeres a hacer la compra y
traducirles las recetas o explicarles
las tareas a realizar.
Mi madre aunque no sabía apenas el idioma aprendía muy rápido y
enseguida se hizo imprescindible en la cocina. Y, gracias a ella, mi abuela no
tuvo que trabajar allí ni siquiera cuando se curó de la gripe que había
padecido, por lo que pudo dedicarse a coser para quienes le hiciesen encargos,
fuesen franceses o españoles. No les cobraba en metálico, temía que el dinero no resultase utilizable, tal
como la había sucedido en el pueblo donde la habían pagado con billetes “belarminos”
y al poco tiempo habían dejado de tener validez. Pero sí permitía que la
pagasen en especies tales como piezas o retales de tejidos, libros o material
escolar para sus hijos. Todavía conservamos en casa el pequeño libro en francés
con que estudió mi madre. Se titula: Leçons de choses y es fascinante por la
cantidad y variedad de materias que expone. Lo mismo te enseña gramática
francesa, que regla de tres o las áreas de los polígonos regulares, algo de
zoología e incluso las diferentes formas de las hojas o de las partes de una
flor. Todo ello con sus dibujos o diagramas correspondientes muy bien explicado
y, a mi juicio, sin frases innecesarias. Lo más curioso es que se trata de un
pequeño formato menor de media cuartilla y de sólo un centímetro de grosor,
pero casi más completo que las gruesas enciclopedias Álvarez que usaban mis
hermanos mayores cuando eran pequeños. El único fallo que yo le encuentro es que
no tiene en colores ni siquiera los dibujos de la portada, que son de color
sepia al igual que los textos.
Los franceses estaban muy contentos de tener a mi madre de intérprete en
la cocina y a ella le gustaba su función. Procuraba pasar allí el mayor tiempo
que podía y, según iba avanzando en sus estudios, lo hacía con mayor eficacia.
Algunas de las refugiadas se sentían molestas de que la encargasen siempre a
ella de comprar el pan mientras que ellas tenían que acompañarla para traerlo
en cestos. No es que pesasen mucho, pero eran incómodos de llevar. Sobre todo
si las dos mujeres que portaban el mismo cesto no eran de la misma estatura.
Tenían que cambiarse de mano a mitad de camino y procurar sincronizarse bien
para que no se les cayese nada, por esa razón algunas refugiadas protestaban de
que mi madre fuese cómodamente con las manos en los bolsillos de su abrigo
mientras ellas cargaban con el peso.
-¡Oye, mocosa! ¿Por qué tienes que ser tú siempre la que hace el pedido
mientras nosotras cargamos con los cestos y los panes?
-Porque me lo han encargado a mí. Si no estás de acuerdo puedes ir a
decírselo a ellos, a ver qué te dicen…
-¡Pues yo creo que lo más justo es que nos turnemos! Y que tú, ya que
vas, también cargues con las cestas.
-¡Pues mañana se lo dices al
supervisor! Pero hoy, mientras nadie me diga lo contrario, lo seguiré
encargando yo como siempre. ¿Acaso tú sabes francés para poder pedirlo y que te
entiendan? -preguntó mi madre.
-¡No, pero no creo que sea tan difícil si una mocosa como tú sabe
hacerlo!
-¡Eso ya lo verás! Pero mientras me manden a mí hacer el pedido, tú
limítate a llevar tu cesto y a respetarme, que de mocosa no tengo nada. Puede ser que tengas tú más que yo, que estás
“sorniando” constantemente.
Al día siguiente fue a protestar al supervisor, pero como no tenía ni
idea de hablar en francés, pues ni siquiera se había tomado la molestia de
aprender a saludar, no la entendió nada. Llamó a mi madre y ella le explicó lo
que en verdad quería aquella mujer. Cuando se enteró del asunto se echó a reír.
Le pareció cómico que tuviese tanto empeño en ser ella quien hiciese el pedido
sin tener nada de idea del idioma.
-¿Qué le has dicho, eh? -protestó la mujer- ¿Qué le has dicho? -dijo
furiosa- ¿Por qué se ha reído de mí?
-Porque le parece absurdo y cómico que quieras hacer tú los pedidos sin
saber ni siquiera saludar en su idioma.
-¡Vaya con la señorita del pan pringado!
¿Quién te has creído que eres, so mocosa?
Mi madre, que era bastante tímida, agachó la cabeza y se calló la boca, pues
no quería armar escándalo delante del supervisor. Afortunadamente él lo oyó y,
aunque no entendió las palabras, sí las intenciones y les dio a entender a
todas las presentes que lo mejor y lo más razonable era que las cosas siguiesen
como estaban y que todas obedeciesen las órdenes de mi madre que estaba
cumpliendo muy bien con su misión. Les quedó muy claro y no volvieron a causarle
molestias. Comprendieron que, a pesar de la timidez y la apariencia frágil,
tenía un sentido muy elevado de la justicia y del deber y no estaba dispuesta a
consentir que nadie le impidiese realizarlo correctamente.
Por las malas siempre fue difícil convencer a mi madre para que transgrediese
las normas, pero por las buenas ya no tanto. Una de las refugiadas se enamoró
de uno de los panaderos e insistió a mi madre para que la enseñase a pedir el
pan y que la dejase hacerlo en su lugar. No fue fácil para ella, pero al final, como veía que no lo hacía con
maldad, la convenció. La pobre estaba muy obsesionada con el francés, que
siempre tenía unas palabras amables para mi madre, y deseaba fervientemente que
le dedicase a ella esas mismas frases aunque solo fuese por una vez.
-¿Qué te ha dicho hoy? -decía embelesada-. Sonaba tan bien… No le
entendí mucho. Pero eso de “yolí” sonaba tan dulce... Daría todo lo que fuese
por que me dijese eso mismo a mí.
-Nada, tonterías -decía mi madre-. Jolie significa bonita, pero él me lo dice
como a una niña, que debe ser como me ve.
-¡Qué mono! Si me dejases a mí pedir el pan, aunque solo fuese un solo
día, te daría todos mis postres de una semana o de más si tú quieres… ¡Con lo
que me gustan! Porque mira que nos dan postres ricos estos franceses. Nunca los
probé tan buenos.
-¿Pero tú sabes cómo se pide el pan? Porque si supieras te podría dejar
hacerlo, aunque no me dieses ningún postre, que yo ya tengo bastante con los
míos.
-¡No, pero si tú me enseñas puedo aprender! Por ese francés sería capaz
de aprender hasta el chino si hiciese falta.
Mi madre se apiadó de la buena mujer y la enseñó durante varios días a
aprender a pedir el pan. No siempre pedían lo mismo. Dependía de las meriendas
y las comidas, pues había varias formas y tamaños para cada ocasión. No la
resultó nada fácil, pero al final parecía que ya estaba preparada y mi madre
permitió que hiciese el pedido.
-¿Por qué la dejas a ésta que haga el pedido si eres tú la que tiene que
hacerlo? -protestó la mujer que había tenido interés en hacerlo ella.
-Porque hoy estoy un poquito afónica y, además, la he enseñado para que
también sepa hacerlo ella.
-Ya veremos cómo lo hace -rezongó la mujer-. A saber lo que te habrá
dado…
El resultado fue un desastre. La buena mujer estaba tan nerviosa que no
atinó a pedir el pan de forma correcta. Se quedó mirando a los ojos azules del
panadero y se le olvidó cómo se decía en
francés. Chapurreó en español ininteligible lo que parecía un extraño
trabalenguas y las demás mujeres se empezaron a reír. Se puso roja como la
granada y al final tuvo que acercarse mi madre y hacer ella el pedido como
siempre, para desconcierto del panadero. De lo único que se acordaba la buena
mujer era de lo que tenía que decir cuando no entendiese lo que el francés le
dijese por cortesía, tal como le decía a mi madre, pues era muy galante.
-“J´ame du pain. No, no…-dijo azarada- Je ne comprande pan, pero si comprande
pan, porque yo veni a comprar pan. Peo je ne te comprande pan”.
La pobre mujer casi se pone a llorar en medio de la panadería. No sabía
qué la abochornaba más, si el haberse olvidado de las frases adecuadas, si el
que algunas de sus compañeras se riesen a carcajadas de ella o que el francés
no la entendiese nada. Pero a partir de aquel día ya no quiso nunca más volver
a intentar ser ella quien hablase con el
panadero.
Para mi madre el trabajar de intérprete en la cocina fue bastante
agradable, aunque en algunas ocasiones no la resultó nada fácil pues, aunque
los franceses la tenían en mucho aprecio, algunas refugiadas se lo ponían muy
difícil. Tal era el caso de unas mujeres vascas que cada vez que les tocaba el
turno de repartir en la cocina armaban un escándalo. Se empeñaban en querer
quitar medio filete a cada plato y las demás no se atrevían a llevarles la
contraria, aunque todas rezongaban de lo injusto que les parecía. Sólo mi madre pese a ser la más pequeña y más
prudente se atrevía a hacerlas frente y a negarse a su abuso.
-¡Mirar lo que quieren hacer las vascas esas! -protestaba por lo
bajini una de las refugiadas.
-¿Qué estáis haciendo? ¿Le estáis quitando medio filete ruso a cada
plato? -preguntaba
muy seria mi madre en voz alta.
-¡Tú cállate, mocosa! Que cuando lo hacemos por algo será…
-¡Pero eso no lo podéis hacer! Eso es robar y no podemos consentirlo. Hay que
poner un filete entero en cada plato, tal y como nos mandan.
-¡Cállate, mocosa! Son para nuestros maridos que están en la cárcel y no
les dan nada de comer. Sólo les dan pan duro con agua y legumbres agusanadas.
-¡Pues que protesten allí! Pero lo que nos dan aquí es para nosotros, no
para los presos -se atrevía a decir mi madre armándose de valor.
-Aquí con medio filete, las verduras, la sopa y el postre, tenemos
bastante. Así que a callar…
-¡De eso nada! Si queréis, guardarles los vuestros completos. Pero los
de los demás, cada uno que se lo coma o que lo dé si quiere. Y si no, se lo
preguntamos al supervisor a ver qué opina…
-Si se lo dices a alguien, te arranco las coletas ahora mismo -dijo una
de las mujeres vascas a la vez que le daba un tirón a las trenzas a mi madre.
Mi madre lanzó un grito y enseguida acudieron dos guardas a poner orden.
Afortunadamente dieron parte de lo sucedido y no volvieron a incluir en los
turnos de cocina a las mujeres vascas que tenían a los maridos presos. Las
mandaban siempre a los turnos de limpieza donde lo único que podían robar era
el jabón y la lejía y eso no parecía interesarles. Mi madre procuró no volver a
tener tratos con ellas, por lo que no sabe si al final les guardaban sus
filetes y sus pescados para los maridos. Pero de lo que estaba segura era de
que nunca más intentaron apropiarse de la comida de los demás. Pues, por lo
visto, las debieron amenazar con echarlas si volvían a intentar maltratar a
alguien.
Otro de los momentos en que mi
madre se vio apurada en su papel de intérprete fue cuando una abuela refugiada
le encargó que les pidiese a los franceses un orinal, pues por la noche tenía
que ir a los servicios comunales que la quedaban muy lejos de su habitación.
-“¡Ah, mocina! ¿Nun podrías pedirles a los franceses un orinal? Que a mí
nun me da tiempo a llegar a los váteres, que tan muy lejos de la mi habitación”.
-¡No, no, eso no puedo! No sé cómo se dice en francés -contestó mi
madre.
-Explícales lo que es. ¡Anda!
-¡Qué no, que eso yo no sé cómo decirlo! Cómprese un barreño o algo
parecido.
-Por favor, mocina, inténtalo a ver si me lo pueden traer.
-¡No sé, no puedo asegurarla nada! Yo sólo soy intérprete en la cocina.
De lo demás no tengo mucha idea.
Cuando llegó el supervisor y la anciana vio que mi madre no se atrevía a
pedir su orinal, a pesar de que ella la tiraba de la manga instándola a que lo
hiciese, decidió intentarlo ella misma. Agarró al señor del brazo para captar
su interés y luego se agachó delante de él en cuclillas remangando un poco sus
negros y largos faldamentos y haciendo la onomatopeya de quien quiere representar
el chorro de la orina le indicó con la mano que quería un recipiente redondo.
Mi madre se moría de vergüenza ajena en aquel momento, pero luego, cuando se lo
contaba a su madre y a sus amigas, se mondaba de risa. El resultado de la
petición de aquella anciana fue muy beneficioso para muchas personas, pues a
los dos días les trajeron un montón de orinales para todos los que lo
necesitasen.
Las clases en francés resultaron muy amenas y les sirvieron a mi madre y
a sus hermanos para hacer nuevos amigos. Ellos no eran muy buenos estudiantes cuando
estaban en el pueblo, a diferencia de ella. Pero en su nuevo país de acogida
como no eran muy exigentes y les dejaban que aprendiesen a su ritmo lo que
pudiesen, ya que comprendían sus dificultades con el idioma, las clases les
resultaron bastante agradables. Allí se pasaban el tiempo bromeando y riéndose
de todo lo que podían.
Los compañeros de clase de mis tíos querían saber cómo se decían en
español cosas bonitas para decírselo a las españolas y así ganarse su cariño y
su amistad. Por esa razón les preguntaron a ellos pensando que les enseñarían
correctamente, pues parecían muy serios y formales aunque no lo fuesen.
-¿Comment se dit en espagnol “jolie”?-
preguntó un francés.
-¿En espagnol “jolie”? -repitió mi tío Kilo, y en lugar de decirles “guapa”,
les dijo muy serio: Ça se dit “guarra”.
-¿Et “belle”? –preguntó otro compañero francés -¿Comment se dit en
espagnol “belle”?
-Eso se dice “bruxa”-dijo uno de los compañeros de mi tío, que en lugar
de decirle “bella” le dijo “bruja” en asturiano.
Al principio, cuando los chicos franceses les decían lo que creían que
eran piropos a las españolas, apenas se les entendía. Pues lo pronunciaban tan
mal que no se notaba lo que decían. Por
ese motivo tardaron en darse cuenta de que lo que les habían enseñado los
chicos españoles no debía de ser cierto. Notaban que les costaba trabajo
pronunciarlo, pero aún así, les sorprendió que todas las chicas pusieran cara
de extrañeza al oírles.
-¿Pero qué dicen estos franceses? ¿No nos estarán insultando, verdad?
-¡No, mujer! No les entendí, pero
parecen muy amistosos.
Los chicos franceses, mosqueados de que no les diese ningún resultado lo
que habían aprendido en español fueron a comunicar a mis tíos y a sus amigos
sus sospechas, alegando que las chicas no parecían entenderlos. Y ellos, por su
parte, en lugar de reconocerlo y decirles que les habían gastado una broma
decidieron continuar con ella, pero sin que se notase.
-“La culpa ye vuestra -dijo mi tío Kilo muy serio- ye que pronunciaislo
muy mal. Nun se dice “guaga”. Hay que decir así: “Guarrrra”…
-¡Oui, et ne se dit pas “bruxa”! Il y a que dire “brrruxa”.
Los franceses pensaron que tenían razón y ensayaron mucho hasta que la
pronunciación les salía bastante bien. Tanto fue así, que cuando se decidieron
a decírselo a mi madre y a sus amigas, se enfadaron muy seriamente y algunas
hasta les dieron una torta. No comprendían que fueran tan groseros, pues
siempre les había dado la impresión de que eran muy galantes y amables. Por esa
razón, a mi madre, que conocía muy bien a sus hermanos y a los amigos que tenían, lepareció que se reían a
distancia y que seguramente tendrían algo que ver con el asunto. Le dio por
indagar y enseguida les sonsacó lo que había sucedido y luego avisó a sus
compañeras.
-¡Oye, no os enfadéis con los franceses, que ellos no sabían lo que
decían! -les contó mi madre-. Fueron mis hermanos y sus amigos, que les
gastaron una broma enseñándoles mal las palabras que les preguntaron.
-¡Ya me extrañaba! Con lo majos que son. ¿Y ahora cómo les decimos que
fue una equivocación darles una torta?
-Podemos sonreírles cuando los veamos. Así se darán cuenta de que ya no
estamos enfadadas.
Según me contó mi madre todo quedó en una broma a la que se le quitó
importancia. Pues aunque mis tíos se merecían un correctivo, tanto los chicos
franceses como las españolas prefirieron dejarlo pasar y reconocieron que al
final les había servido para conocerse mejor.
Mi madre me contó que en una ocasión para alegrarles la estancia
trajeron a una cantante y bailarina. Como no tenían escenario, despejaron una
mesa del comedor y se subió en ella a cantar y bailar. A los niños y los
jóvenes les gustó mucho, pero a las señoras mayores, que eran la mayoría, no les
gustó nada. Todas estaban de luto por algún familiar y no cesaban de recordar
la tragedia que se vivía en su país, por lo que no tenían gracia ni para
aprender el idioma ni para disfrutar de la paz y el bienestar que les
proporcionaban los franceses. Una de las mujeres, la más severa de todas,
cuando terminó la primera canción se puso de pie y se encaró ante ella.
-¡Retírate, bandolera! -dijo amargamente y con solemnidad, la refugiada-.
La mujer que anda de noche no puede ser cosa buena.
La artista no entendió las palabras tan folletinescas que le habían
arrojado, pero sí el tono despectivo que había empleado. La miró con mezcla de
lástima y desprecio y sin decir palabra se fue. Debió decepcionarla el que
aquellas mujeres no se amoldasen a la idea que tenían de los españoles, a
quienes consideraban más faranduleros, amigos del toreo y del flamenco. Nunca más
volvieron a ofrecerles ninguna actuación. Pero a los niños que, como mi madre,
estaban presentes se les quedaron grabadas las palabras y jamás se olvidó de
ellas.
Una de las cosas que más fascinó a mi madre de los franceses fue su
elegancia y estilo. Incluso las mujeres más humildes se acicalaban lo mejor que
podían para ir a comprar o, incluso, a
lavar la ropa al río. Les llamaba la atención verlas siempre con sombrero y con
bufandas y guantes conjuntados.
-¡Míralas, con el abrigo remendado y con sombrero y guantes! -decía
alguna refugiada envidiosa.
-¡Pues se las ve muy guapas! -decía otra refugiada admirativamente-. Si
parecen actrices de cine.
-¡Las actrices no llevan remiendos! -replicaba despectiva.
-Eso es lo que más me gusta de las francesas,
que hasta las más sencillas van muy guapas y arregladas.
-Porque son unas vanidosas y unas presumidas.
Llegaron, al fin, buenas noticias de España. Habían terminado las
guerrillas y se había instaurado la paz. No tenían muchos motivos para estar
muy alegres pues, aunque pareciese que había vencido uno de los bandos, todos
habían perdido. Ya no volverían a sentir la libertad y la confianza que habían
disfrutado hasta entonces.
Las mujeres mayores respiraron con alivio al ver que podían volver a sus
casas donde se sentían arropadas por los suyos. La mayoría se iban sin haber
aprendido ni el idioma, ni nada de las costumbres del país de acogida. Las
jóvenes eran las que más sentían el tener que regresar a su lugar de origen. La
mayoría se habían enamorado de algún francés, pero sólo unas pocas se casaron y
se quedaron en Francia despidiéndose, medio triste, medio alegremente, de sus
familiares y amigos. Mi madre era muy jovencilla, pero ya aparentaba ser una
mujercita y seguro que se hubiese podido casar, de quedarse allí, pero deseaba
con todas sus fuerzas volver a ver a sus familiares y amigos.
Mi madre al hacer balance de todo lo que había aprendido en Francia se
sentía muy satisfecha. Sin apenas darse cuenta se convirtió en una cocinera
excelente, pues al hacer de intérprete en la cocina, todas las maravillosas
recetas que se creaban allí pasaban por sus manos y ella observaba en primera
fila cómo se ponían en práctica y cuáles eran las presentaciones adecuadas.
Además, le gustaba echar una mano cuando
lo necesitaban porque iban atrasadas. Allí conoció un montón de vegetales, de
carnes, pescados, mariscos y postres fascinantes, amén de numerosos trucos para
solucionar los errores que se pudiesen cometer en la cocina. También aprendió
el idioma para defenderse bastante bien. Continuó con sus estudios y aprendió a
coser y bordar para ayudar a mi abuela a terminar a tiempo los encargos que le
hacían tanto las refugiadas como los franceses. Realmente mi madre, por aquel
entonces, estaba muy ocupada, pero era infatigable porque todo lo que hacía y
aprendía le gustaba y la hacía sentirse bien. En algún momento se vio envuelta
en dificultades aunque siempre salió adelante y guardaba muy buenos recuerdos
de aquella época.
Mi abuela también aprovechó su estancia en el país vecino lo mejor que
pudo. No aprendió el idioma con la misma intensidad que mi madre, pero sí lo suficiente
como para poder leer y entenderse, a diferencia de las demás mujeres refugiadas
de su edad que se limitaban a hacer las tareas obligatorias y a quejarse el
resto del tiempo. Y aprendió algo muy interesante, pues se aficionó a la
herboristería y durante toda su vida cultivó esa afición. Fue a raíz de una
gripe que se la curaron con tisanas y de un pequeño manual de plantas
medicinales del que ya sólo quedan los restos de algunas pocas hojas: de tanto
usarlo y tanto prestarlo se fue deshaciendo poco a poco, pues algunas de sus
supuestas amistades le fueron arrancando los capítulos que les parecieron
oportunos, cosa que no tiene justificación ya que ni siquiera conocían el
idioma. También aprendió a perfeccionar el corte y confección que ya sabía,
pero le faltaba el estilo, la elegancia y la clase que solían darle los franceses
y que mejoró notoriamente con las nuevas observaciones. No obstante, se alegró
mucho cuando supo que podían regresar a su hogar.
-¿Qué tal está mi paciente favorita? -dijo el médico en una revisión.
-Regular, la cuenta gracias a usted -contestó mi abuela-. ¿Cómo es que
habla tan bien el español, doctor?
-¡De algo tenía que servirme el pasar
tantas vacaciones en un balneario cerca de San Sebastián! Veo que está muy
ocupada bordando. ¿Sabe? Dentro de dos meses es el cumpleaños de mi señora y me
gustaría que me bordase unas sábanas como esas con nuestras iniciales. Por
supuesto las pagaré por adelantado. ¿Cuánto cuestan?
-Para usted son gratis. Tráigame las sábanas
y dígame las iniciales y, en cuanto pueda, eso está hecho.
-¡De ninguna manera puedo aceptar que lo
haga gratis! Tiene que cobrarme lo mismo que a los demás ¿Cuántos francos suele
cobrar?
-Yo no le cobro dinero a nadie. Y le estoy
muy agradecida, porque si no fuese por usted yo no estaría aquí.
-¡No diga eso! Usted está aquí porque es
una luchadora y sabe que sus hijos la necesitan. Además, veo que es un alma
caritativa, las demás señoras refugiadas no tienen dinero para pagarla, pero yo
sí. Y en cuanto hable con mi señora seguro que la encontrará un montón de
clientes que la pagarán puntual y abundantemente.
-No crea que soy tan caritativa. Lo que
pasa es que espero que, si Dios quiere, pronto termine la guerra y podamos
regresar a nuestro país. Allí los francos no nos servirían de nada. Prefiero
que aquí no les falte de nada a mis hijos y que tengan todo el material escolar
que necesiten y puedan ir bien abrigados.
-¡Entiendo! Dígame por favor qué necesitan.
Yo se lo suministraré con mucho gusto.
-¡Gracias, ahora mismo no nos hace falta
nada! Y, teniendo en cuenta que usted me salvó de una muerte casi segura, es lo
menos que puedo hacer por usted.
El doctor volvió a ver a mi abuela con su
esposa y quedó tan maravillada al ver las cosas que bordaba y cosía que le
trajo numerosas clientas. No dejaban de preguntarle qué era lo que más
necesitaba o si prefería alguna joya. Y como tanto insistían, ella a pesar de
su timidez les dijo lo que de verdad más deseaba.
-Ya que insiste. Hay una cosa que sí me
gustaría tener…
-No tiene más que decirlo y será suyo…
-Me gustaría tener un libro como el suyo de
las plantas medicinales.
-Este ya es muy viejo y seguro que estará
descatalogado, pues perteneció a mi padre. Pero no se preocupe, le conseguiré
uno mucho mejor y más actualizado.
Cuando le trajeron el libro a mi abuela
ella al ver el paquete se sentía tan feliz que contagiaba su felicidad solo con
observarla. Pero al abrirlo y ver que no tenía los simples grabados a plumilla
que tenía el manual del doctor se quedó helada. Sus palabras trataban de
agradecer el regalo, pero sus ojos denotaban decepción y frustración. Como no
entendía el motivo, el médico cogió el regalo y abrió sus hojas, enseguida
comprendió la razón que ensombrecía aquel momento.
-¡Oh, no, no! Este libro no es para
aficionados, es para facultativos. Me permite un trato…Ya sé que saldrá usted
perdiendo, pero si me permite le puedo cambiarle a usted mi viejo manual por su
nuevo tratado de herboristería. ¿Qué le parece?
-Eso sería estupendo. Pero no puedo
aceptarlo siendo un recuerdo de su padre.
-No se preocupe. Tengo montones de
recuerdos de mi padre y él si la hubiese conocido seguro que le hubiese gustado
que acabase en sus manos.
Mi abuela siempre guardó como un tesoro
aquel libro que la ayudó en numerosas ocasiones a curar o a hacer más
llevaderos los malestares suyos y de sus seres queridos. Desgraciadamente, le
costaba mucho trabajo negar nada a quienes se lo pidiesen y sus conocidas no lo
trataron con el mismo respeto y cuidado que ella. Pero de todo lo que había
conseguido en Francia, gracias a su trabajo y su esfuerzo, el viejo manual de
herboristería era, con mucha diferencia, lo que más apreciaba.
Mar